Egotismo es un término creado por el escritor francés Stendhal (1783-1842) para describir la exageración de la personalidad. La Real Academia Española incorporó dicha palabra, definiéndola como “sentimiento exagerado de la propia personalidad”.
En criollo, eso se suele decir cuando se comenta que “el personaje se tragó a la persona”. Muchos coinciden en que el egotismo es un rasgo inherente a la condición de caudillo. Quienes poseen esa característica tienden a evitar los límites y se relacionan con los demás con las leyes de su propio universo, sin medir costos ni daños. Y esa forma de plantarse no es ajena a la tentación de la autorreferencia y a la sensación de impunidad.
José Mujica no escapa a esa categorización, en sus aciertos y en sus errores.
En las variadas y extensas conversaciones que mantuvo con los periodistas Andrés Danza y Ernesto Tulbovitz, el ex presidente transita entre sus definiciones filosóficas (las que lo llevaron a ser un referente mundial, especialmente después de su intervención en Rio+20 en 2012), y aquellas que se empantanan en comentarios sobre la vida personal de sus compañeros del FA.
Son absolutamente compartibles sus opiniones sobre el estado actual de la civilización, sobre el exceso de consumo, sobre la obsolescencia programada de los productos del capitalismo, sobre la necesidad de encontrar un equilibrio entre el desarrollo y la sustentabilidad del planeta.
Incluso abunda en una reflexión, que muchos en la izquierda comparten, sobre la necesidad de la unidad latinoamericana, y establece cuáles son los problemas básicos de la integración regional y define sus causas como no lo han hecho otros antes. Así, dice que “el principal obstáculo que tenemos para unir a toda Latinoamérica es la burguesía paulista”.
Sin embargo, en una lógica ecléctica, propia de las tensiones de su origen anarquista y herrerista, con su horizonte socialista y autogestionario, no vacila en afirmar que “ser amigo de un burgués es inconcebible para un tipo de esa izquierda. No ven lo que yo veo, que es la capacidad de gerenciar, de generar trabajo (…). Es más complejo de lo que parece. Los capitalistas son la energía creadora del mundo”.
Un francés, con abierta ironía, preguntó a un inglés cuál era el paso de lo sublime a lo ridículo. El último contestó que era el Paso de Calais, refiriéndose al área de territorio francés más cercana a Inglaterra. Mujica ahonda, a lo largo del libro, en los temas existenciales del hombre y su devenir, pero derrapa a la hora de abordar la cotidianidad de su fuerza política. No discute con las concepciones que animan a Vázquez y Astori, sino que estigmatiza sus conductas y apariencias. De Vázquez afirma que “está viejo, además, más que yo. El otro día lo vi en su campamento cerca de Anchorena, cuando no hay maquillaje. Tabaré es de los que se producen. Pero lo vi sin nada, en la mitad del campo, y está viejo. Psicológicamente, él y Astori están más viejos que yo. Ser joven es ser un poco loco, y Tabaré no va a cometer nunca ninguna locura”.
Antes había sostenido que Vázquez “marca distancia porque se cree todo eso de pre-si-den-te, y acá nadie es más que nadie”.
De Astori dice que “se le acercan al auto y sube la ventanilla. Danilo sufrió como loco en la campaña electoral conmigo. Una vez lo quise llevar a mear en medio de una multitud, a escondidas, y no pudo (…). ¿Vos creés que Danilo va a venir a una charla como ésta, en tu casa, con ustedes? Ni loco. Te pone la barrera y ahí es donde vos sentís la distancia de clase”.
Lo extraño, aunque propio de la ambigüedad de Mujica, es que establece la distinción de clase cuando habla de sus compañeros de ruta, pero la omite cuando habla de políticos de los partidos tradicionales, como Sanguinetti o Lacalle.
Balzac sostenía que “detrás de cada fortuna hay un delito”. Tras la secuela de nombres que desembocan en David Rockefeller, de acuerdo a los historiadores, hay un tesoro forjado por John Rockefeller, que fue una especie de curandero, un hombre errante que hacía trampas en el juego, y cuyas periódicas desapariciones se debían a que la policía se interesaba en su paradero en forma demasiado persistente.
En el libro, Mujica se deslumbra ante el ascenso de Francisco “Paco” Casal y reivindica la viveza de “quien viene de abajo”, y lo mismo hace con el dueño de Buquebus, Juan Carlos López Mena. También se hace un espacio para glorificar al dueño de Cousa. Cuando hace la semblanza, se olvida además de su sueño de terminar con la explotación del hombre por el hombre, y justifica los pasos de esas figuras en su ambición empresarial.
Hay un dicho que afirma que “con amigos así no necesito enemigos”. Mujica reivindica su amistad con Inácio Lula da Silva. En el libro no hay ninguna cita en cursiva en la que Mujica sostenga que el ex presidente conocía el mensalão, pero en el relato de los autores se desprende que el tema estuvo sobre la mesa. “Lula no es un corrupto como sí lo era Collor de Mello y otros ex presidentes brasileños”, dijo Mujica. Luego contó que, apesadumbrado, les había dicho a él y a Astori que “en este mundo había tenido que lidiar con muchas cosas inmorales, chantajes”. Más adelante sostiene que Lula dio a entender que “esa era la única forma de gobernar Brasil”. O da a entender que “a veces, ése es el precio infame de las grandes obras”.
Estos párrafos despertaron la iniciativa de varios congresistas brasileños, que incluso reclamaron la presencia del ex presidente uruguayo en su país para testificar ante las denuncias de corrupción que sacuden al gobierno del PT.
En la presentación del libro en Uruguay, el viernes pasado, Mujica desmintió que Lula hubiera admitido, en conversación con él, que conocía la existencia del mensalão, pero sus palabras justificativas no hicieron más que sembrar dudas.
Las palabras, una vez que traspasan la boca, ya no son propiedad del autor. Ese es el riesgo que ha decidido asumir Mujica, voluntariamente o involuntariamente. Sus dichos recuerdan el monólogo de Marion Bloom en el final del Ulysses, de Joyce. El escritor los entendió como parte del pensamiento preconsciente. En este caso más parecen ser parte del egotismo de un hombre que se sabe distinto entre los demás, pero que no puede, más allá de sus virtudes, escapar al personaje que lo define.