No hay nada mejor que desconfiar de los éxitos editoriales y errarle. ¿No es esperanzador que, de tanto en tanto, las mayorías no se equivoquen? Con unas escasas 138 páginas, Carcoma, la nouvelle de la escritora española Layla Martínez, es una pequeña joya. La desconfianza quizás la propicie su premisa harto visitada: espectros susurrantes y una casa que tiembla y se sacude como si estuviera viva, que retuerce y aplasta. Un relato de terror en el que lo inanimado se anima y nos acechan presencias inexplicables. «Cuando crucé el umbral, la casa se abalanzó sobre mí. Siempre pasa lo mismo con este montón de ladrillos y mugre, se lanza sobre cualquiera que atraviese la puerta y le retuerce las tripas hasta dejarle sin respiración.»
Pero la descripción de lo que, en principio, parece ser una casa embrujada solo en apariencia es central. Muy pronto –la novela es tan corta que todo sucede «muy pronto»– otros elementos empiezan a tomar el timón del relato, por más que la casa siga tan violentamente animada como siempre.
Una muchacha y su abuela habitan el lugar, con el cansancio de tener que lidiar con la animosidad de la casa de la misma manera como, en la vida corriente, cualquiera de nosotros lidia con inquilinos fastidiosos.
Sin embargo, Carcoma es un relato de venganza que va construyéndose poco a poco. Es la historia de las mujeres de una familia, de la insoportable violencia y crueldad de los hombres y del rencor de clase que se remonta por generaciones. Cuando un niño desaparece, las sospechas recaen sobre la nieta y el conflicto pasado se reinicia.
Es indudable la habilidad de Martínez para ir desgranando el estado de situación de estas mujeres, de cómo llegaron hasta ahí, la violencia que sufrieron y las condiciones sociales que propiciaron y aún propician esa violencia. Es por ello que primero sorprende, y después ya no, que el relato eche una línea hacia la guerra civil y sus consecuencias. Lo que Martínez parece querer decirnos es que estas violencias no están separadas, que todas ellas son parte del mismo entramado social que las genera, las alienta, las cobija y las reproduce. Y tal vez sea eso, en parte, lo que vuelve tan potente a esta pequeña nouvelle: que, entre lo inesperado fantástico, lo más impactante sea lo esperado corriente, aunque con consecuencias imprevisibles.
Martínez relata con un aplomo y una soltura envidiables. Lo hace como quien va rasgando partes de un velo que dejan al desnudo retazos del cuadro que subyace. Lo que le interesa es desnudar los cimientos de la sociedad que habita, llena de espectros y fantasmas que gritan desde las fosas comunes, pero también de lo que está encerrado y silenciado en las casas y de lo que no se sabe, no se dice, no se investiga: «En la cocina la vieja había puesto la mesa. Sobre el hule había tres platos, tres vasos y tres trozos de pan. A tu madre le he puesto un plato porque se la ve intranquila, dijo la vieja. Yo de mi madre no me acuerdo. Mi abuela me ha enseñado fotos cientos de veces, las saca de la caja de galletas donde las guarda cada vez que se le hace un nudo la pena o el rencor que en esta casa son lo mismo. Me las enseña pero yo no siento cariño ni aprecio ni nada porque a esa adolescente de las fotos ya casi le doblo la edad y no siento que esa niña pueda ser mi madre. Rencor sí siento un poco pero es porque se me ha pegado de mi abuela y porque me da rabia que a una adolescente se la lleven así sin ropa sin dinero sin querer ella irse y todo lo que se sepa es que se subió a un coche y nadie más volvió a verla».
¿Por qué la literatura de terror es la que parece tener mayores y mejores cultoras en las letras hispanoamericanas de hoy? El cultivo de una literatura de lo inusual, como se la ha llamado, por parte de las escritoras mujeres hispanoa- mericanas está teniendo un desarrollo vertiginoso y Carcoma le da una nueva vuelta de tuerca. Legítimamente puede pensarse que se trata de una cuestión de modas o mercado en un panorama en el que sobresalen escritoras como Mariana Enríquez, Samanta Schweblin, Fernanda Melchor, en algún sentido también Fernanda Trías o incluso el rescate de Aurora Venturini. Pero tal vez el asunto sea más interesante y profundo. En ese sentido, la novela de Layla Martínez se sitúa firmemente en un lugar que tiene una estirpe larga, una que llega hasta Poe, pero que se ubica en el terreno de la mirada político-social contemporánea y que no se apura a extender resoluciones tranquilizadoras.