Los descendientes de José Stalin están exultantes: un tribunal de Moscú les confirmó el derecho al olvido. De modo que nadie, en Google, ni en Rusia, ni en ninguna otra parte, podrá encontrar alguna referencia a la deportación, el cautiverio y la ejecución de decenas de dirigentes del Partido Comunista de la Unión Soviética durante la purga de 1936-1938. Esa decisión, sin embargo, tuvo una imprevista repercusión en Múnich, capital de la bucólica y alpina Baviera: desaforados grupos de neonazis destrozaron el circuito céntrico de la cerveza, donde solo se salvó –vaya uno a saber por qué– la cervecería Holbräuhaus. Los manifestantes reclamaban a un tribunal de alzada de Berlín que revocara la sentencia de un juez (de sospechoso apellido semítico) que le negó el derecho al olvido a los descendientes de Adolfo Hitler. Cualquier desgraciado podrá seguir leyendo en Google las descaradas mentiras sobre un supuesto holocausto. La injusta discriminación –que una vez más beneficia a los judeobolcheviques– se produce porque el otorgamiento, o no, del derecho al olvido es independiente de la realidad de los hechos y de la veracidad de la información. Y, como no hay normas constitucionales que amparen ese derecho (además de la fragilidad de las Constituciones y su violación), el acceso al olvido (bálsamo para nuestros pecados que inopinadamente muerden nuestra conciencia), al menos en Internet, depende del criterio y del humor de cada juez.
En Uruguay, la decisión de las juezas Martha Alves de Simas, Marta Gómez Haedo, Mónica Bórtoli Porro, integrantes del Tribunal de Apelaciones en lo Civil de Sexto Turno, significó un pequeño paso en la consolidación de la omertà (entendida como la fuerza imparable hacia el secreto, la impunidad, el anonimato, el ocultamiento y la clasificación del sigilo), pero un fabuloso salto en la defensa de la intimidad y el honor de la familia Nathalie Manhard, Gustavo Ferber, Enrique Manhard, Viviane Sasson y Javier Alberto Fernández. A partir del 3 de octubre pasado, en que se dictó la sentencia 193/2022, usted, morboso lector, no podrá acceder vía Google a la profusa información que circuló en medios de prensa a comienzos de 2012, cuando inspectores del Ministerio de Trabajo pudieron al fin romper la resistencias de la familia Manhard, acceder a una mansión de Carrasco e interrogar a varias mujeres de nacionalidad boliviana, contratadas como personal doméstico, pero que en realidad vivían en régimen de semiesclavitud.
Los dueños de Chic Parisien, la Casa de las Telas y Fripur quedaron expuestos durante semanas a una riada de información absolutamente veraz y que no necesitaba de pinceladas de color para atraer la atención (véase «Unas palabras tan bruscas que te duelen y te llegan hasta al alma», Brecha, 10-VIII-12). Diez años después de las denuncias, que permitieron el rescate de aquellas ciudadanas bolivianas explotadas, la familia Manhard acudió a la Justicia, no para demandar por injurias o falsedades. Resulta que en Google, cuando se tipeaba el nombre de Nathalie, junto con sus actividades como empresaria, sus perfiles en Instagram, Pinterest, etcétera, sus exposiciones artísticas y sus intervenciones sociales, aparecía invariablemente el recuerdo de su condición de ama de casa y de sus particulares criterios como empleadora. La solución fue apelar al «derecho de olvido».
Como no existe un cuerpo de normas que arbitren sobre ese derecho –un artículo de la Ley de Urgente Consideración quedó por el camino en el proceso de su sanción parlamentaria–, la orden para que en los motores de búsqueda se desindexe información depende de resoluciones judiciales puntuales. El derecho al olvido no implica eliminar la información en su origen, es decir, no se censura la publicación. Pero se toman medidas para que el acceso sea muy difícil: descartado Google, habrá que usar otro navegador, ir a las bibliotecas o a los archivos de los medios de comunicación. Pero también es cierto que, si existe voluntad y determinación, el «olvido», el esconder los trapos sucios, puede hacer agua por múltiples razones.
En el caso de los dueños de Fripur y Chic Parisien, la excusa para reclamar la desindexación en Google se basó en que, judicialmente, el caso había sido archivado. Sin embargo, los abogados de la familia olvidaron mencionar que el archivo obedeció a que los demandados perdieron una apelación para el pago de multas al Ministerio de Trabajo y el expediente del Tribunal de lo Contencioso Administrativo se archivó cuando finalmente pagaron.
La acción ante la justicia civil para instalar el olvido cibernético de las prácticas esclavistas de la familia Manhard también cuesta su dinero. Solo aquellos que pueden costearse bufetes de abogados tendrán, eventualmente, el derecho al olvido. Los demás deberá llevar a cuestas sus llagas digitales. Y ello encierra un costado de desigualdad.
El derecho al olvido implica, también, una cierta censura y colida con el derecho a estar informado. De la misma manera que se considere lícito que se imponga el olvido, debería ser motivo de preocupación el derecho a la memoria. Y alguien debería discernir cuándo la protección de los datos personales (un bien que se resguarda con un celo sospechoso) implica un atentado contra el derecho social a conocer la verdad.
La vanidad de quienes quieren ocultar sus miserias con recursos económicos, lo cual es apenas una anécdota, encierra, sin embargo, otros peligros.