Frente a una problemática desbordante que interpela a cualquier gestión, algunos actores políticos suelen promover la idea de los acuerdos multipartidarios o de los consensos para construir una perspectiva común. En el ámbito de la seguridad pública, lo que ha predominado hasta ahora han sido las lógicas institucionales del sistema penal, seguidas por el tono de algunas gestiones individuales que han pensado más en la capitalización propia que en la consolidación de nuevos equilibrios. Todo ello se ha dado en el marco de una disputa entre los actores políticos que ha llevado a una suerte de polarización y, por la tanto, a un escenario de imposibilidad. Cuando se reivindican posturas de Estado, acuerdos y consensos para trascender las dificultades actuales, de alguna manera se está convocando a un esfuerzo global para reconducir un proceso que en los últimos años no ha dejado de sumar notas negativas. En principio, estamos de acuerdo con este encuadre, pero hay que tener algunos cuidados y promover el análisis de las bases y las condiciones para la construcción de los consensos.
En primer lugar, cuando se habla de estas cosas siempre se piensa en acuerdos de élite: líderes que marcan el camino, partidos con representación parlamentaria que firman un documento, técnicos seleccionados que conversan y proponen, un puñado de militantes (por lo general, exfuncionarios) que trabajan en bases programáticas. Estamos en presencia de acuerdos cupulares, planteados sobre escenarios temporales cortos, sin sostenibilidad y sin capacidad de incidir sobre decisiones que se tramitan en otros lados. Estos consensos soslayan la participación activa de organizaciones sociales, académicos y estudiosos con perspectivas diferentes, técnicos y especialistas ubicados en la primera línea de las instituciones, voces que expresen las demandas de los territorios. Todo aquello que pueda poner en riesgo la visión a priori que se quiere imponer en los acuerdos suele quedar excluido.
En Uruguay, estas experiencias han tenido serias dificultades. En todos los momentos en que se materializó un consenso sobre seguridad, lo que se terminó consagrando fue un retroceso en clave punitiva: la Ley de Seguridad Ciudadana de 1995, los acuerdos multipartidarios de 2010 y los acuerdos de la Torre Ejecutiva de 2016 abrieron las puertas para que las tendencias punitivas se expandieran. Los problemas del delito y las demandas sociales (muchas de ellas, hábilmente construidas) hacen que los acuerdos políticos se limiten a dar señales de severidad y de respuesta inmediata. Este año, desde dentro del Ministerio del Interior se ha querido ir en una dirección diferente, pero ese esfuerzo terminó diluyéndose: hubo actores que no acompañaron y otros que dejaron hacer, pero que sienten la incomodidad a la hora de ensayar cosas que no sean las de siempre.
En estos meses, los actores partidarios están en proceso de diseño y discusión de sus propuestas programáticas. Por ejemplo, en el Frente Amplio muchos sostienen que, en esta etapa, se ha alcanzado un nuevo consenso sobre «seguridad pública». ¿Qué se argumenta para sostener semejante afirmación? El nuevo consenso se equipara a la idea de punto medio y a un aprendizaje que hace síntesis entre lo social y lo represivo. Ni solo las políticas sociales ni tampoco el «exceso» de punitivismo. ¿Qué se entiende por exceso de punitivismo? Lo que se argumenta como nuevo consenso es, en rigor, una postura bastante generalizada que está en los discursos de actores y organismos internacionales, en las gestiones de gobierno, en documentos oficiales y en repetidas bases programáticas. ¿Cómo un recurso argumental tan trillado (que se autocoloca en la zona media entre los ingenuos y los represivos) puede construir las bases de un nuevo consenso, cuando ha sido el lugar que hemos habitado casi todo el tiempo?
Superar una visión exclusivamente policial y tomarse más en serio los problemas del narcotráfico y del delito organizado son asuntos de larga data, que han tenido escasa traducción en esquemas institucionales novedosos a la hora de la implementación de políticas. A su vez, cuando hay que explicitar las líneas de acción que darán sustento al nuevo consenso, los temas se despliegan en un orden previsible: acciones preventivas en el territorio (Policía más programas socioeducativos), profesionalización de la Policía, políticas de rehabilitación, creación de un ministerio de justicia y ajustes en las leyes sobre drogas. ¿Estamos en presencia de una propuesta muy diferente a la de otros ciclos electorales? ¿Hay indicios de que ahora la dirección de las políticas contendrá otras acciones y otros recursos? No lo podemos saber de antemano, ni tampoco pretendemos reducir expectativas. Aun así, cuando se parte de lugares cómodos –se afirma que en estos asuntos todos los partidos políticos han fracasado y que hay que hablarle al ciudadano medio– hay buenas razones para pensar que la pretensión de consensos sobreviene más como una estrategia de posicionamiento que como un horizonte y una metodología de transformación.
Para sostener la idea de un nuevo consenso, hay que tener claridad sobre qué asuntos decisivos hay que dejar atrás. No hay posibilidad de una nueva política sin rupturas explícitas con las anteriores. En esa línea, proponemos algunos ejes de reflexión. En primer lugar, tienen que aclararse algunas cuestiones conceptuales sobre el alcance de la perspectiva sistémica, la necesidad de diagnósticos completos y la inclusión de miradas teóricas sobre el delito que vayan más allá de los abordajes cerradamente racionalistas o inspirados en perspectivas subculturales. Esta observación trasciende la idea de espacios técnicos dedicados a la elaboración de datos e indicadores (que, por cierto, también aquí hay debilidades marcadas), e implica asumir que en esta cuestión justamente no hay margen para consensos. En este punto, la política juega un papel decisivo como articuladora de perspectivas diferentes y no simplemente como una instancia que elige el camino del medio que evite compromisos de fondo con abordajes nuevos. Esto último también es decisivo desde el punto de vista metodológico a la hora de incorporar voces, actores y miradas que nos saquen de los consensos interpretativos sobre el delito.
En segundo lugar, la discusión sobre la nueva institucionalidad política de la seguridad implica un diseño preciso para materializar esas intenciones de interinstitucionalidad y transdisciplinariedad. Si la prioridad está orientada a la inclusión social, habrá que hacer esfuerzos muy significativos en materia de desarrollo y de redistribución de la riqueza. Al mismo tiempo, combinar estrategias de seguridad y de integración social en los territorios se dice fácil, pero presenta toda clase de desafíos. Allí tenemos el Plan 7 Zonas o los operativos Mirador, no solo como ejemplos de políticas fallidas (en todas su etapas), sino además de experiencias que pretendieron imponer la agenda securitaria al resto de los componentes de las políticas sociales y territoriales. ¿Tenemos claros los límites de esos equilibrios?
El gobierno de la institución policial es un tercer aspecto relevante para la discusión. Las reformas institucionales en clave profesionalizante no pueden eludir algunas preguntas básicas. ¿Hay acuerdo o no con que tenemos una Policía sobredimensionada? ¿Los procesos recientes de militarización de la fuerza se deben mantener o revertir? ¿La violencia cotidiana del Estado en los márgenes es un modelo de gestión que se va a sostener como forma de gobierno y de control social de la precariedad?
Por otro lado, la rehabilitación y los programas de egreso del sistema penitenciario son preocupaciones recurrentes. Sin embargo, en estos contextos, la cárcel como institución cumple funciones políticas muy precisas. ¿El nuevo consenso político es capaz de resignificar el papel que cumplen las cárceles? ¿La política criminal construida desde 1995 se mantiene o se reforma completamente? ¿Es tolerable el sistema de sanciones que tenemos en nuestra sociedad? También estas preguntas son recurrentes y nunca saldadas, o, mejor será decir, saldadas por los consensos sociales y políticos que hemos construido a lo largo del tiempo. ¿El nuevo consenso es el de siempre?
El foco en el narcotráfico y el delito organizado tampoco es un asunto novedoso, ni siquiera en Uruguay. Como en todas partes, el discurso político e institucional lo ha transformado en un significante vacío que ayuda a definir enemigos y fijar posiciones propias. Los representantes policiales más destacados en esta «lucha» han ocupado durante muchos años cargos de conducción política y han incidido en las agendas de seguridad. No obstante, las percepciones actuales sobre estos fenómenos son inquietantes, y nada permite descartar que ciertas zonas de la política y la economía no estén penetradas. Esta sola sospecha sería más que suficiente para reacomodar las prioridades políticas y dejar la clásica autocomplacencia de nuestra excepcionalidad. Esto implicaría tener una posición internacional más activa, pensar en nuevos marcos de legalización, multiplicar los controles efectivos sobre los espacios de poder y revertir los procesos de criminalización selectiva de la precariedad.
Sin enfrentarse a preguntas difíciles, conflictos interpelantes y pretensiones auténticas de redistribuir poder, lo único que nos quedará entre manos son enunciados blandos que no le moverán un pelo a los consensos sólidamente instalados.