El reclamo ancestral - Semanario Brecha

El reclamo ancestral

Estreno uruguayo: “El país sin indios”.

Roberto en El País sin Indios / Foto: Leonardo Rodríguez

Es notorio que la producción documental está creciendo en nuestro país. A modo de ejemplo, en la Semana del Documental, que organiza el Doc Montevideo 2019, habrá seis preestrenos de documentales uruguayos. Y los espectadores locales empiezan a registrar ese fenómeno: en el último festival Tenemos que Ver, el premio del público lo ganó la película La caída de las campanas, un documental de Jorge Fierro sobre la acción performática contra los femicidios que se viene llevando a cabo desde hace años en el espacio público. Otro fenómeno importante fue el que logró la película Los olvidados en 2018, con su retrato de la vida en el barrio Marconi, o el documental Locura al aire, sobre la experiencia de vida de pacientes que hacen radio en el hospital Vilardebó. Así que El país sin indios se inscribe en una línea de cine político que, más allá de referentes que ya son clásicos (me refiero a nombres como los de José Pedro Charlo, Aldo Garay y Virginia Martínez), va encontrando, gracias a las nuevas tecnologías y al apoyo sostenido del Estado (tanto en los fondos destinados a la producción como en los diversos apoyos a la exhibición), una continuidad sostenida en el tiempo. Es de celebrar que sigan apareciendo materiales que eligen trabajar temas históricos y sociales con una mirada comprometida, que oscila entre la contemplación sostenida de ciertos hechos y la denuncia más directa.

El país sin indios no cuenta una historia, no tiene una estructura narrativa que consista en un inicio, un desarrollo y un final. Lo que hace es poner sobre la mesa un problema social, articulando elementos que permiten pensarlo, problematizarlo, tomar en cuenta sus distintas aristas. El punto de vista está muy claro: la película no disfraza su toma de posición, su decisión a favor de las reivindicaciones de la comunidad de descendientes de charrúas que los realizadores retratan con interés, curiosidad y un profundo respeto. La naturaleza del campo uruguayo, que hemos visto tan poco en el cine y que está mostrada con más realismo que romanticismo –asustan los planos de las fumigaciones desde el suelo y desde el aire, por poner un ejemplo–, funciona de telón de fondo para conocer la vida de personajes que intentan recuperar la memoria de sus ancestros, luchando contra el relato de un Estado que les ha negado sistemáticamente sus derechos. La posición de las autoridades –todas caucásicas, por si viene al caso– resulta pusilánime y vergonzosa: más allá de partidos políticos, ninguno tiene la valentía de reconocer públicamente, desde dentro de las instituciones, que nuestra nación existe como la conocemos gracias a un genocidio fundacional. La figura que más se despega es la del ex canciller Almagro, que en un discurso en las Naciones Unidas logra esbozar –no sin cierta confusión– cierta empatía respecto de un tema que debería ser prioritario para la construcción histórica y presente de una sociedad que quisiera oponerse, de hecho, a cualquier tipo de racismo.

El arte del montaje –esa potencialidad simbólica de superponer imágenes y sonidos de distintas procedencias y temporalidades para crear, en la relación de los mismos, nuevos significados– está utilizado con muchísima conciencia y logra, con una gran economía de recursos y un alto grado de dinamismo, desplegar una serie de complejidades frente al ojo del espectador con el objetivo de seducirlo e inquietarlo para que tome posición. La película muestra que una de las líderes más importantes del Conacha (Consejo de la Nación Charrúa) es una docente de matemáticas, y en ese sentido asocia sus palabras con la idea misma de racionalidad, oponiéndose al prejuicio generalizado de que estas personas sólo están hablando desde un lugar emocional o anticientífico. Aunque no debería ser necesario aclararlo, la película se remanga y se toma el trabajo de instalar claramente que se trata de un problema serio incluso dentro de la academia, y para eso nos hace escuchar a varios antropólogos cuyas voces pueden pensarse como afines a los reclamos de la comunidad, cuestionando la mirada tradicional que defienden personajes como Julio María Sanguinetti. También se hace visible la paradoja que envuelve el tema en el ámbito cultural: el desprecio popular se sintetiza en la burla insidiosa de la murga Agarrate Catalina (y en la risotada cómplice de los espectadores), y eso evidencia la perversión en el uso de la expresión “garra charrúa” para referirse a la actitud aguerrida de la selección o la ironía que implica la presencia de indígenas en monumentos visitados por turistas, a los que se convence de que allí hay algo “auténticamente uruguayo” que es digno de fotografiar. La película también deja ver la ausencia de la representación de rostros indígenas en publicidades y avisos, y plantea un cine que se sitúa en el lugar opuesto: logra que miremos los rasgos de cada persona, entre la multitud, con una nueva conciencia.

El país sin indios tiene algunas inconsistencias –algunos personajes no se entiende muy bien qué es lo que hacen allí; hay situaciones que necesitarían de un contexto más amplio, y la ausencia del desarrollo de una historia concreta resiente, a veces, el sentido del montaje–, pero también tiene hermosos hallazgos y avanza hacia un final de una emotividad muy grande, que mira y escucha a personas que se merecen un lugar preponderante en el relato histórico y estético del Uruguay. Bienvenido siempre el cine político, y más aun aquel que se anima a discutir la identidad, esa herida siempre abierta.

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