“Daré principio, señores,
a mi justa propaganda,
si es que nadie se desbanda
de las filas del deber,
porque estamos por las leyes
tan fuertemente amarrados
que nos vemos obligados
boicotear a la mujer”
Canción anónima, Buenos Aires, 1889
Frente al reclamo de algunas mujeres de clase alta que protestaron contra el acoso continuo que recibían en la calle, el 10 de julio de 1889 el jefe de policía de Buenos Aires impuso a todo varón que las piropeara o les faltara el respeto una multa de 50 pesos. La existencia de la sanción no duró mucho tiempo, por supuesto. Aun así, provocó una serie de fervorosas reacciones en su contra que se publicaron en diarios y revistas, y se desplegaron en varias canciones populares, entre ellas, el tango “¡Cuidao con los cincuenta!”, compuesto por Ángel Villoldo. La anécdota parece hasta simpática, pero, mirada de cerca, puede servirnos para constatar que, ya desde fines del siglo XIX, las mujeres que trataban de hacerse oír eran burladas y silenciadas por los varones, dueños casi absolutos de la palabra pública en los espacios de expresión popular. Frente al argumento, tantas veces esgrimido, de que en otros tiempos los valores eran otros y de que no podemos juzgar con las ideas de hoy lo sucedido en el pasado, este tipo de comprobación sirve para demostrar que la lucha contra la violencia de género tiene una historia realmente muy larga y que, frente a cualquier intento sólido de emancipación de los cuerpos feminizados, el rechazo sistemático a la igualdad ha ido tomando, a lo largo del tiempo, diferentes formas sociales y culturales.
En perfecta continuidad con aquel “boicot” que periodistas, compositores y poetas rioplatenses hicieron contra las mujeres hace ya 130 años, hoy, mientras se prepara la marcha del 8 de marzo y en pleno proceso de asunción del gobierno de la coalición neoconservadora, las feministas uruguayas venimos recibiendo amenazas de distinto calibre. En la Facultad de Psicología, una pintada en los baños inclusivos rezaba: “Feminazis se les terminó el recreo. Si se hacen las locas el 8/3, palo y palo”. En su cuenta de Twitter, el colectivo Varones Unidos publicó: “Las feminazis que orinan frente a la catedral y usan ‘matá a tu padre’ como eslogan, se ofenden por este graffitti con marcador en la puerta de un baño. Al menos esperen a ver lo que preparamos para este año. Uruguay nomá”. En el semanario Búsqueda salió, el jueves 5, una nota con el siguiente titular: “El gobierno ve la marcha de las mujeres como ‘primera prueba’ para la seguridad”. La corporación del orden patriarcal activa una escalada amedrentadora que sube, uno a uno, sus escalones: primero, la violencia anónima; luego, la impunidad envalentonada de un colectivo firmante; por último, la palabra de quienes deciden sobre el uso de las fuerzas represivas del Estado. La estrategia del miedo resuena como un estruendo en las subjetividades disidentes, esas que son nietas y bisnietas de abuelas que sufrieron encierro y desconocimiento, tantas veces obligadas a casarse sin siquiera saber qué era el acto sexual; que son hijas o hijos de mujeres desaparecidas, violadas, torturadas, encarceladas, desalojadas o exiliadas por la dictadura militar; que cargan con las marcas psíquicas y físicas de los escarmientos recibidos por el goce de la libertad sexual; que han sufrido discriminación racial desde los inicios de la conformación de una identidad nacional; que son conscientes de los estragos que, sobre los cuerpos, dejan la crisis y la pobreza.
Para la derecha, decir que a las feministas “se les acabó el recreo” tiene todo el sentido del mundo. La asociación entre las mujeres y las infancias ha supuesto, históricamente, la conformación de un mundo otro, que escapa de la idea de disciplina asociada a la vida pública y la moral del trabajo. El movimiento de mujeres ha utilizado esa infantilización moralizadora para darla vuelta, revalorizarla y convertirla en búsqueda del placer negado. La construcción del lenguaje feminista guarda en su seno, en sus procesos y en sus resultados la búsqueda de la libertad, el goce, la desobediencia y la potencia colectiva: de ahí su parecido, en el mejor de los sentidos, con el juego de los niños que desafían de forma cotidiana, con sus corporalidades libres, el poder represivo de adultos inmersos en instituciones repletas de mandatos históricos y tradicionales, incapaces de renunciar a la violencia.
La disputa de sentidos trasciende la genitalidad y la identidad. Tiene que ver con el modo de concebir el ejercicio del poder y la voluntad de politizar, o no, los cuerpos de las personas. De ahí que, para buena parte de la derecha, la religión sea una herramienta fundamental. Al amparo de un dios omnipresente y todopoderoso, la suerte de los cuerpos depende de cómo se comporten individualmente, en una lógica binaria de entidades inmateriales del bien y el mal. En el catolicismo, la prosperidad es fruto del sacrificio y el esfuerzo; en el neopentecostalismo, llega si se exorciza el mal. El objetivo es que los cuerpos se mantengan ocupados con su propio dolor para que no haya rebeliones ni desafíos al orden establecido.
Pero la parafernalia religiosa es sólo parte de la artillería contra el “desorden social”. También está la Policía. “¿Cómo actuaría ante una situación como la que se generó en Chile?”, le preguntaron a Luis Lacalle Pou en una entrevista para El Observador al día siguiente de la asunción. “Creo que no va a pasar, pero si pasa, tampoco nos van a agarrar dormidos”, respondió. Sobre estos apostolados, construidos con base en la autoridad, se erige la figura del nuevo presidente. La amenaza, el miedo y la certeza del castigo son la esencia del ejercicio patriarcal del poder.
Otra estrategia para arrancar los cuerpos del recreo será el ajuste económico, encarnado en la figura de una Azucena Arbeleche acariciada, sin su permiso, por el flamante ministro del Interior, Jorge Larrañaga. Los recortes a las políticas sociales, a los sectores de cuidados, a los docentes y los educadores, a la cultura, a la salud, a los beneficios de los pequeños comerciantes y productores impactarán de modo directo en la posibilidad de construir tramas sociales solidarias, comunitarias o autogestivas. La disputa por la autonomía económica es intrínseca a los cuerpos feminizados, y es un espacio clave en el que la superioridad de clase y las opresiones de género y racial se articulan para activar un disciplinamiento integral.
Finalmente, otro golpe táctico de este “boicot 2020” será el ataque al conocimiento feminista como base para la planificación institucional. Designaciones (consensuadas o no) como la de Valentina Rapela aseguran el vaciamiento intelectual de los espacios del Estado que vienen ocupándose de la violencia de género, en los que muchas veces la falta de presupuesto (arrastrada ya desde el gobierno anterior) es mitigada por personas con una enorme capacidad de articulación en la red feminista, que utilizan sus espacios de poder como centros de recursos para asistir y salvar vidas. Enfrentar la ruptura de esos núcleos y la absoluta indiferencia de las nuevas gestiones a los aprendizajes micropolíticos adquiridos en estos años resultará un desafío enorme para la capacidad de acción concreta del movimiento.
No es casual que la ceremonia de asunción del presidente haya recuperado los símbolos del siglo XIX para honrar una patria que siempre temerá a la protesta y la libertad. Cada instancia de recreo, en las calles, en las casas y en las camas, estará, más que nunca, amenazada. En este escenario, reivindicar el derecho al goce y al placer resulta una consigna para nada menor.