El recuerdo la deja sin habla. Tenía 15 años cuando corrían los rumores de una posible invasión marroquí en el Sahara Occidental. Después de la que sería la última visita a sus amigas, Suelma Beiruk regresó a la casa de sus padres, en el centro de El Aaiún. Su madre hablaba con el resto de las vecinas y la conversación mezclaba desconfianza e incredulidad: los civiles marroquíes, acompañados por tanques y militares, habían llegado a la capital en noviembre de 1975. Le rogó que se refugiase en el interior del edificio, pero por aquel entonces Beiruk ya militaba en el Frente Polisario y decidió que lo más seguro era huir a pie por el desierto con su marido y su hijo. «Vuelvo mañana», fueron sus palabras, y no ha podido hacerlo hasta la fecha. A su madre y sus hermanas las ha vuelto a ver en una única ocasión.
A principios de noviembre de 1975 y a finales de la dictadura franquista, Marruecos invadió la entonces provincia española con la llamada Marcha Verde. Estalló una guerra con el Polisario, facción política que ya reclamaba la independencia bajo el dominio español. El conflicto cesó con el alto el fuego de 1991, que consolidó la división del Sahara en una zona ocupada por el reino alauita y otra liberada, donde se construyó la República Árabe Saharaui Democrática (RASD). La separación se materializó con un muro minado que divide la región de norte a sur.
El viernes 13 de noviembre, el Polisario consideró roto el alto el fuego con Marruecos tras una acción militar contra civiles saharauis. El Ejército marroquí disolvió una protesta pacífica que exigía la autodeterminación del Sahara Occidental (donde viven unas 600 mil personas, según varias estimaciones) y bloqueaba una carretera en un área desmilitarizada en la frontera con Mauritania, conocida como «el tapón de El Guerguerat». El sábado 14 el Ejecutivo saharaui decretó oficialmente el estado de guerra y así dejó atrás los años de reivindicación pacífica.
Beiruk ejerce hoy como ministra de Asuntos Sociales y Promoción de la Mujer en la RASD. Como la mayor parte de los saharauis exiliados, ha madurado su vida en los campos de refugiados en el oeste de Argelia, en los que hoy viven más de 170 mil personas, de acuerdo a la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Desde hace 45 años tres generaciones viven en un limbo. La construcción de los campos en mitad del desierto era una solución temporal a la espera de un referéndum de autodeterminación, que aún no ha tenido lugar, prometido por España como potencia administradora y reconocido por la ONU. Los relatos de los habitantes de los campamentos y las ciudades saharauis mostraban esperanza en esta votación, pero tras la reciente injerencia militar las voces se alzan a favor de la lucha armada.
EL PRIMER DÍA
Aún era de noche cuando Bala Salama caminaba hacia la mezquita con su padre. El bullicio era ya abrumador. Su padre le contaba lo que había escuchado en la radio. «Estamos en guerra. Lo ha anunciado el Polisario tras un incidente en El Guerguerat», aseguraba. Los coches recorrían las calles y sólo se oían sus bocinas. Cuatro días más tarde, el joven de 29 años ya estaba ubicado en una academia militar con otros cientos de saharauis para ser formado como soldado. No conoce a nadie de su entorno que no se haya presentado voluntariamente. «En los últimos 29 años, la situación se calmaba con negociaciones y en los despachos, pero ahora [las autoridades marroquíes] han roto el alto el fuego», opina. Bala nació en el campamento de El Aaiún, pero trabajaba en Madrid. Viajó hace meses a Argelia para visitar a sus familiares, pero, debido a la emergencia sanitaria, ese país africano cerró sus fronteras, por lo que tuvo que quedarse. Hace unas semanas que nació su primer hijo. «Me atormenta pensar que cuando crezca deba decirle que tiene que luchar por recuperar su hogar. Que él fuera refugiado sería muy frustrante», cuenta desde el cuartel.
Beiruk olvidó las pésimas condiciones de vida de sus 45 años en el exilio esa mañana de viernes. Conoce el sufrimiento de la guerra y perdió a su marido en el primer conflicto, pero considera la lucha como «la única solución al haberse agotado la paciencia y el diálogo». Recuerda que la población de los campamentos se despertó con la noticia y la gente salió a la calle en masa. Cuenta que los padres aplaudían la decisión de los más jóvenes de alistarse y que diariamente «llegan solicitudes desde el extranjero y las zonas ocupadas».
En cuanto comprendió la situación, Jalil Naama comunicó su reincorporación al Ejército. Pasó el servicio militar al cumplir la mayoría de edad y ahora, con 34 años, ha sido reubicado en el frente. Todavía no se ha despedido de su mujer y sus hijas, de 2 y 3 años. Es funcionario público y posee su propia clínica dental, pero concibe como un deber responder al llamamiento a filas. Hijo de un excombatiente, vive desde niño la desesperación «de no pertenecer a ninguna parte». «A nadie le gusta la guerra. No hay vencedores. Pero en nuestro caso son 45 años en el exilio con promesas de paz y de un referéndum», confiesa. Habla de su generación, que ha vivido en carne propia la falta de avances y «la mentira». «Las organizaciones internacionales no han garantizado la votación. Vivimos en un limbo eterno. Quiero que mis hijas se sientan en su tierra, que no sientan lo que sentí yo. Lo dejo todo por la causa», concluye.
PREOCUPACIÓN EN LA CRUZ ROJA
El Comité Internacional de la Cruz Roja reconoce la gravedad de la situación y teme por las consecuencias humanas que conllevaría una escalada de violencia en el Sahara. Aun así, no ha planificado una estrategia para garantizar la seguridad del colectivo saharaui en los territorios bajo dominio marroquí. Mantiene, no obstante, «diálogos de carácter confidencial con los dos frentes implicados».
Esos territorios, al oeste y al norte del muro, se han convertido en un correccional a cielo abierto. Las libertades de expresión y movimiento no tienen cabida, de ahí que sean pocas las familias que han podido reencontrarse. Los activistas se ven sometidos a vejaciones, detenciones ilegales, torturas bajo custodia policial y violencia económica. Las asociaciones saharauis denuncian la brutalidad de las autoridades marroquíes incluso ante agentes de la Misión de las Naciones Unidas para la Organización de un Referéndum en el Sahara Occidental.
Durante la primera semana del estado de guerra aumentó con creces la presencia policial, se detuvo a decenas de personas y las manifestaciones fueron reprimidas con gran violencia, según informan medios locales. En octubre Amnistía Internacional insistió a la ONU que se debía realizar una «supervisión efectiva de los derechos humanos» en la zona. Recordó que las autoridades marroquíes restringen el acceso a las organizaciones que los defienden y subrayó la necesidad de garantizar los derechos universales en los campamentos, alegando que tampoco el Polisario había esclarecido ciertos abusos cometidos bajo su control.
LA SOMBRA DEL NARCOTRÁFICO
La carretera que atraviesa El Guerguerat une el norte de África con Sahel y es fundamental para las rutas que conectan el continente con el sur de Europa. Desde 2001, Marruecos ha asfaltado la zona de forma intermitente para conectarla con su red de carreteras y conseguir «una vía con salida a Mauritania para llegar al África central», lo que el Frente Polisario considera, y así lo ha venido comunicado, una violación de los acuerdos.
Asimismo, el Polisario denuncia que la carretera es un punto estratégico para el narcotráfico. Recientes investigaciones en Malí, llevadas a cabo por un panel de expertos creado por el Consejo de Seguridad de la ONU, revelan que el flujo de estupefacientes en el Sahel tiende a ser cada vez más estable y regular. El documento se refiere, entre otros temas, al contrabando de hachís procedente de Marruecos, cuyo destino final es Libia, tras ser transportado por Mauritania, Malí y Níger. En abril de 2019, la Policía marroquí incautó 12 toneladas de hachís en El Guerguerat. La droga era transportada en un camión y estaba escondida en cajas que contenían envases plásticos. Además, la región se caracteriza, desde hace décadas, por el intenso tráfico de armas.
Según el derecho internacional, España todavía es la responsable de proteger los derechos del pueblo saharaui, ya que nunca renunció a su papel como potencia administradora. De hecho, los acuerdos de Madrid de 1975 con Marruecos y Mauritania, en los que se establecía una gestión tripartita del territorio, carecen de validez legal. Todavía se puede pasear por las ciudades saharauis y hablar en castellano con algún anciano que cuenta cómo fue esa despedida tan agria, en la que vio marchar a cientos de conocidos hacia el desierto.
(Tomado de El Salto, por convenio. Brecha reproduce fragmentos.)