Me gustan las casas de las personas mayores. En ellas, bajo llave, suele encerrarse el tiempo. Enredado en sus confines, todavía puedo sentirme niño. Las he visto y logro recordarlas, puedo imaginarlas sin esfuerzo. Estoy de visita en Montevideo, muestra su sonrisa el bargueño de cedro, veo a una mano ingresar en él y sacar pequeños vasos verdes. Una botella con letras blancas y fondo rojo aparece, una burbujeante bebida llega a mí; la bebo intensamente, lejos aún de toda costumbre.
El sofá recibe a los cuerpos. La mesa ratona está cerca; es de sencillo pino, o desafía desde las cuatro patas de un Reina Ana, similares a garras. Mientras los grandes conversan, me pierdo entre la vitrina con figuras de porcelana, el cenicero de largas piernas cónicas, la tortuga de bronce, todavía un mueble tocadiscos no resignado a callar. Hay portarretratos con fotos, un reloj cucú y cuadros ovalados prendidos de la pared, congelando en la penumbra la mueca última de la juventud. Hay otras fotografías en un baúl, una lata de yerba las contiene camino a un futuro que difícilmente sea. Una silla vienesa cierra el espacio; en ella, como otra pieza, la gata Pica reposa y observa, un ojo verde fue robado al mar, el otro ha sido salpicado por el cielo.
En la cocina todavía está la Churrasquita, aunque casi no se usa. Una palanca, como si se tratase de un sarcófago, acciona la heladera. En las ollas gana el aluminio reluciente y el esmaltado; un indio, una mariposa tallados sobre el metal, trazas de una industria nacional que ha dejado de ser. En la alacena, una radio con AM en las mañanas, manteles bordados en los cajones, muy cerca un aparatoso televisor sobre un mueble con ruedas que –por las noches– permite desplazar la fantasía hasta el dormitorio. La mesa y las sillas podrían ser de cármica, sobre el blanco gastado resaltan alegres dibujos. Me enfrento a objetos que estaban en el mundo antes de que uno fuera echado en él. Todo parece resistir, bajo una elección de vida que no se entrega fácilmente a la obsolescencia planificada de los mercados, porque cuesta despegarse de lo que uno fue, aunque digan que soltar nos vuelve más libres.
URBANA. Algo que siempre le impactó de las grandes ciudades es el enorme tránsito de gente anónima, ese deambular caótico y librado a la suerte donde el otro poco importa. Quizás al lado de uno esté pasando el amor que dará un vuelco a nuestra vida, un gran amigo que conoceremos en una década, el médico que pospondrá nuestra muerte, el asesino que escribirá la palabra fin. Lo sacude también la certeza de saber que está en uno la posibilidad de jugar, de retar a duelo al azar, de escandalizar a los necios.
Estas sensaciones se le presentan de vez en cuanto, más que nada en lugares públicos y al aire libre, no siempre en soledad. Disfruta entonces de ver a la gente pasar. Se detiene en una persona en particular, generalmente de edad avanzada. Mira su rostro, sus vestiduras, su forma de caminar. Desearía seguirle el paso, saber a dónde va, calar el pasillo de cuadras o quilómetros que al fin lo depositará en un espacio íntimo donde –en el mejor de los casos– se sentirá a gusto, sumido en su propio orden. Existe para muchos un refugio ante el largo día, un reposo para las alegrías y las frustraciones, expresión tangible de nuestro propio ser, llena de cosas y sopores. ¿Cómo serán sus casas? ¿Vivirán solos? ¿Algún sueño todavía los guía? ¿Cuál será el valor oculto de cada objeto? ¿Qué guardan en el cajón de su mesa de luz? Todo queda en la imaginación, al fin despierta por el entramado de los signos.
Pero suele arrimarse otro pensamiento. ¿Qué haría si, en la mansedumbre de la espera atenta, se viera pasar a sí mismo, veinte años antes, y pudiera seguirse como lo hace una sombra? Podría detenerlo para decirle todo, para acobardarlo sin necesidad, o para decretarle soñar, jugar, amar sin pausa. El otro, el joven, aumentaría su paso, cumpliendo el mandato de la abuela de no hablar con extraños, a menos que se trate de quiosqueros o policías. El hombre que observa podría perseguirlo a la distancia, hasta sentir caer como monedas los años, y verlo entrar a ese lugar que ya no existe. Pero también podría verse pasar a sí mismo, con veinte años más, y temblar, temblar ante la filosa duda de ser sombra y seguirlo.
EL NUEVO ORDEN. El espacio íntimo puede pasar del templo a la cárcel. Y así lo sentí luego de tantos años de vivir en ese lugar. Fue necesario soltar amarras, pensar en otros derroteros, otras formas para el alma. Es cierto que dejamos de valorar lo que tenemos, para ansiar lo que se vislumbra a pocos pasos.
Viví varias vidas allí, lo transformé con entusiasmo, luego fui viendo con tesón cada una de sus limitaciones, hasta irme de a poco secando. El trabajo me permitió mudarme y junto a mis hermanos ponerlo a la venta, aunque me costara comprender quién podría estar interesado en ese espacio ganado por la escasa luz, el chillido de los vecinos y algunas humedades. Ese apartamento centenario del cual podía conocer cada ruido, y que tanto tiempo antes había albergado otros muebles, el bargueño y sus pequeños vasos verdes, la gata Pica y sus ojos de diosa esquiva.
Llegó al fin la posibilidad firme de venta. Cuando conocí a la futura compradora, pronto comprendí que era la persona indicada. Mujer mayor, sencilla, tímida pero simpática, soltera. Mis hermanos le contaron los aspectos positivos del apartamento y del edificio, la ubicación, las facilidades, y ella lo recibió con un alborozo pausado. Yo sentía que le estaban mintiendo, o que al menos estaban usando medias verdades, pero intuí que mi mirada difícilmente podía ser objetiva.
En el día de la firma la señora estaba emocionada. Agradeció a los cuatro hermanos, nos invitó a visitarla y a merendar, dijo que sintió un olor a hogar desde que puso un pie allí. Comprendí que quizás fuese su acceso definitivo a la casa propia. Sentí entonces la alegría de que volviera a ser casi como antes, el templo de otra persona llena de objetos y de ausencias que, a su manera, la nombran.
No tardé en imaginarme haciéndole caso. Entonces me vi regresar al barrio y a ese lugar que conozco como a mis dedos, sentir otra vez el ruido de la puerta que da a la calle, mi desdén y mi alivio por ya no pertenecer, mis pasos en el largo pasillo de baldosas tullidas, las dos cerraduras, el ligero olor a humedad al abrirse la puerta de dos hojas. Ante mis ojos, el finito espacio de siempre ahora trastocado, dentro de él, nuevos sueños tibios, una sonrisa, y el té prometido.