Una chiquilina de trece años, Irene (Priscila Bittencourt), descubre que su padre (Marco Ricca) tiene otra hija de su misma edad (Isabela Torres) y también llamada Irene. La familia de la primera Irene comprende dos hermanas más, una mayor y otra muy pequeña, además de la elegante madre y una empleada doméstica muy ligada a todos ellos, y disfruta de una buena posición. En un pueblo del interior de Brasil –y podría ser del interior uruguayo o argentino–, esa familia forma parte de esa clase que presenta a sus hijas en sociedad, algo que está por ocurrirle y finalmente le ocurre a la mayor de las niñas, y cuyos preparativos dibujan tanto el clima fiestero y femenino que los encuadran como el futuro muy cercano de la Irene uno. La otra Irene en cambio es hija de una costurera, viven modestamente, y constituyen esa otra cara de los privilegios masculinos en sociedades tradicionales. Una cara tan asentada que, en la familia segunda, madre e hija no dan muestras de amargura ni de rencor y reciben con afecto y alegría al progenitor con doble vida.
Según el guionista y director Fabio Meira (1979), se inspiró en el pasado de su propia familia para escribir esta historia, y, como pasa a menudo con la escritura, buscando enmendarle la plana a lo que realmente sucedió. Las dos Irenes hace de la curiosidad de la primera –la hija legítima, digamos– el motor que enciende la relación entre las dos niñas. Y cómo no sentir curiosidad por alguien concebido prácticamente como tu doble. Meira da muestras de una señalada delicadeza en cómo anuda el descubrimiento mutuo y la complicidad creciente entre las chiquilinas, bien distintas: tímida y reservada una, lo que viene bien porque de las dos es la que sabe cuál es la situación, más desarrollada físicamente y más desinhibida la segunda, como prefigurando un futuro en el que, quizá, le quepa el destino de su madre y le toque ser “la otra”, la clandestina. La película transita por paseos, confidencias, juegos de espejos –muy bien la fotografía de Daniela Cajías– y apunta, como era inevitable, al tema del doble en lo que tiene que ver con la relación de las dos Irenes, y a una tensión, palpable pero que no llega a extremos ni estallidos, en lo que respecta a la vida de la primera Irene dentro de su familia, ámbito en el que demuestra tener más confianza en la empleada que en la madre. El causante de esa duplicidad, el padre, demuestra mucho afecto y orgullo por todas sus hijas, matizándose así –y volviéndolo de paso más enigmático– el retrato del patriarca dominante. Al fin y al cabo, en ambos hogares el postre preferido es la ambrosía.
El encanto de esta película, su fino desarrollo, el suave atractivo de los paisajes pueblerinos, la falta de elementos pasionales y enfrentamientos directos es a la vez lo que propicia ciertas incongruencias del mismo guión. Las diferencias sociales, tan evidentes, no generan ninguna rispidez visible –excepto en un par de escenas clave, que no conviene adelantar–, o, para cualquiera que haya vivido en un pueblo o ciudad del Interior, es bastante difícil creer que esa doble vida no sea conocida por todos (principalmente por las interesadas). Y queda además en el aire una incógnita: ¿qué significaba el nombre Irene para ese hombre, como para nombrar con él a sus dos hijas paralelas? Probablemente nada, y sea sólo un artificio del realizador para sugerir, o remarcar, las raras afinidades, la pertenencia esencial de provenir de la misma sangre.
As duas Irenes. Brasil, 2017.