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La interna republicana tras el segundo impeachment de Trump

En barbecho

Aunque la mayoría de ambas cámaras votó en su contra, el expresidente salió indemne de su segundo juicio político. Ahora prepara su batalla para liderar la oposición.

Mitch McConnell y Donald Trump en conferencia de prensa, en mayo de 2020. Afp, Brendan Smialowski

Una semana después de que la multitud incitada por Donald Trump asaltara el Congreso de Estados Unidos, 232 legisladores de la Cámara de Representantes, incluidos diez republicanos, votaron por iniciar un segundo juicio político contra el por entonces todavía presidente. Otros 197 legisladores, todos republicanos, votaron en contra del enjuiciamiento. El senador Mitch McConnell, jefe de la por entonces todavía mayoría republicana en el Senado, maniobró para postergar el juicio político hasta después de la investidura del nuevo presidente Joe Biden.

LA TROYA

Un mes después de la insurrección, 57 senadores, incluidos siete republicanos, votaron para condenar a Trump, y 43 senadores republicanos, amparándose en el argumento de que el Senado no puede juzgar a un expresidente, negaron la mayoría de 67 votos requerida para la condena. Concluida la votación en el Senado, el jefe de la ahora minoría republicana, McConnell, quien votó e instó a sus correligionarios a que votaran contra la condena, declaró que «las acciones del expresidente Trump antes de la insurrección constituyeron un incumplimiento desgraciado de sus deberes. No cabe duda de que el presidente Trump es práctica y moralmente responsable de provocar los acontecimientos de ese día. La gente que asaltó este edificio creyó que estaba actuando de acuerdo a los deseos y las instrucciones de su presidente».

«El que creyeran tal cosa era una consecuencia predecible del crescendo de falsedades, teorías de conspiración e hipérboles temerarias que el presidente derrotado siguió gritando en el megáfono más grande del planeta Tierra», añadió McConnell, quien, recuérdese, votó en contra de la condena a Trump. «El asunto aquí no es sólo el lenguaje destemplado del presidente el 6 de enero. Es también toda la atmósfera manufacturada de catástrofe inminente; los mitos cada vez más disparatados acerca de una victoria electoral robada en un golpe secreto», agregó el legislador republicano.

Dado que no hay pelea que le disguste ni insulto que se le escape, Trump respondió que McConnell «es un politiquero mediocre, hosco, lúgubre y amargado, y si los senadores republicanos van a seguirlo, no volverán a ganar». «McDonnell no ha hecho nada y jamás hará lo que debe hacerse a fin de asegurar en el futuro un sistema electoral limpio y justo», añadió el expresidente. «McConnell no tiene lo que se necesita, jamás lo tuvo y jamás lo tendrá. El Partido Republicano jamás volverá a ser respetado o fuerte si “líderes” políticos como McConnell siguen al timón.»

BOCHÓN DE A MEDIO

El intercambio de denuestos, con los ecos debidos entre los que van alinéandose a uno y otro lado de la querella, señala la apertura de hostilidades entre quienes pretenden restañar al Partido Republicano quitándole la pátina del trumpismo y quienes no se apenarán mucho si el partido se va a la zanja y deja paso al Partido de Trump. La disputa va mucho más allá de los personajes y señala un posible reacomodo del sistema político estadounidense que por casi dos siglos ha estado dominado por dos partidos que se han canjeado identidades y posturas sin dejar espacio a otras opciones viables.

Lo novedoso, en esta instancia, es que el trumpismo encarna un fenómeno hasta ahora raro y de corta duración en la política de Estados Unidos: el caudillismo con orillas en el culto a la personalidad. Típicamente, en Estados Unidos, cuando un presidente concluye su mandato, pasa a retiro, se va a jugar al golf o se dedica a alguna beneficencia, pero no sigue siendo, ni se le considera, jefe de su partido. El partido, sea republicano o demócrata, se mueve hacia el futuro, elige nuevos candidatos y el mandatario jubilado sólo reaparece de vez en cuando para pontificar sobre algún asunto desde la eminencia de los viejitos y su sabiduría. Tal vez quien estuvo más cerca de convertir su popularidad en una quiebra del bipartidismo fue Theodore Roosevelt, quien tras dos presidencias como republicano y descontento con esa afiliación se lanzó en 1912 como adalid del Partido Progresista. Y perdió.

La brega no luce necesariamente sombría para Trump: las encuestas muestran que más del 50 por ciento de los más de 74 millones de votantes republicanos simpatiza con el expresidente y eso le da la munición suficiente para respaldar a candidatos que le sean fieles en cuanta elección primaria y legislativa haya de aquí a 2024. El trumpismo no medra en el vacío: es el reflejo de un descontento generalizado hacia un sistema político que muchos estadounidenses ven como ineficaz. Por su parte, el Partido Republicano oficial aparece agostado y agotado, habiendo sacado todo el jugo ideológico y político a la «revolución conservadora» que inauguró Ronald Reagan en 1980.

Trump es vulnerable ahora a media docena de posibles juicios, desde las demandas de víctimas de la insurrección del 6 de enero hasta supuestos delitos en la conducción de los negocios, que lo hicieron el millonario más fanfarrón y el político más transgresor de la historia reciente del país. En 2016, la quiniela del Colegio Electoral le dio la presidencia, aunque tuvo unos 3 millones de votos menos que su contrincante demócrata, Hillary Clinton. En 2019, la complicidad de McConnell y la mayoría republicana en el Senado le evitaron una condena en su primer juicio político. Este invierno, el melindre de los republicanos del Senado, temerosos de la furia del votante trumpista, lo salvó de una condena apoyada por la mayoría del Congreso. Con tanta suerte para escaparse, bien puede Trump emerger como pesadilla para el gobierno de Joe Biden, a menos que la fortuna le sea adversa y termine enredado en juicios por delitos comunes.

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