El complejo maridaje entre la lógica del neoliberalismo y la posición frente a la corporalidad de las mujeres y los disidentes sexuales por el ala más dura de la Iglesia Católica y un conjunto de grupos evangélicos es visible en la insistencia con la que recurren a ciertos discursos vinculados a un orden heteronormativo de los roles y los espacios sociales, históricos y políticos. Sobre ese punto, Rita Segato habla, en La guerra contra las mujeres, de un retorno conservador al discurso moral, “porque se verifica un repliegue con relación al discurso burgués del período pos Guerra Fría, caracterizado por un ‘multiculturalismo anodino’ que sustituyó el discurso antisistémico de la era política anterior por el discurso inclusivo de los derechos humanos. (…) Y si la década benigna de la ‘democracia multicultural’ no afectaba la máquina capitalista, sino que producía nuevas elites y nuevos consumidores –de negros, de mujeres, de hispánicos, de Lgbts, etcétera–, ¿por qué ahora se hace necesario abolirla y decretar un nuevo tiempo de moralismo cristiano familista, sospechosamente afín a los belicismos plantados por los fundamentalismos monoteístas de otras regiones del mundo? Probablemente porque, si bien el multiculturalismo no erosionó las bases de la acumulación capitalista, sí amenazó con corroer el fundamento de las relaciones de género, y nuestros antagonistas de proyecto histórico descubrieron, inclusive antes que muchos de nosotros, que el pilar, cimiento y pedagogía de todo poder, por la profundidad histórica que lo torna fundacional y por la actualización constante de su estructura, es el patriarcado”.
Ese patriarcado tuvo y tiene, a través de la interpretación más literal u ortodoxa de la teología cristiana, al cuerpo como un elemento antiutópico. Es un cuerpo sin corporeidad, un cuerpo sin necesidades, sin determinaciones, un cuerpo etéreo sometible al mandato de obediencia al sacrificio, un cuerpo sin sensualidad, sin sexualidad. Para los sectores más conservadores, la defensa de la vida o de un biologicismo identitario a ultranza se hace, en consonancia con esta concepción de la corporalidad, en términos formales y abstractos, como mandato de aceptación muda.
Ello explica su negativa a aceptar la decisión humana, gesto por el cual los sujetos se confirman en su condición de imagen viviente de Dios. Ese gesto, el de la decisión, es el que trae al presente el episodio bíblico en el que Abraham, el elegido, se niega al mandato divino de sacrificar a su hijo, y esa negación se afirma en su condición de humano.
Sin embargo, pocos creyentes del actual espectro político han retomado la herencia de la teología de la liberación. Esta última asume una perspectiva crítica al considerar que si los hombres participan de la divinidad, no es a la manera de San Agustín, por participación, sino por rebelión. El rescate de la experiencia efectiva de la corporalidad del sujeto implica asumir una corporalidad marcada por la necesidad, el hambre, la acechanza del dolor y de la muerte, pero también un cuerpo liberado por la satisfacción de las necesidades y sus goces. Pienso en las reflexiones de los teólogos Franz Josef Hinkelammert (alemán) y Leonardo Boff (brasileño), y también en las del uruguayo Juan Luis Segundo. El cuerpo no interfiere con el alma, sino que cumple sus leyes. La rebeldía del sujeto y el horizonte de su libertad hallan un espacio en esta perspectiva que no exige de los sujetos obediencia ciega y muda ante la ley del déspota, o ante el mandato implacable e impersonal de la palabra de Dios convertida en orden de exterminio o sumisión suicida.
Desde esta perspectiva, profundamente religiosa y que chirría entre los goznes de la lógica medievalizante de Carlos Iafigliola, Álvaro Dastugue y Gerardo Amarilla, la dignidad humana reside en la libertad de conciencia. Ello supone que la decisión moral va en cada sujeto, que tiene el derecho a disentir respecto de las enseñanzas de la Iglesia sobre la base de argumentos racionales. La teoría del probabilismo, una doctrina basada en la idea de que es justificado realizar una acción, aun en contra de la opinión general o el consenso social –si es que hay una posibilidad, aunque sea pequeña, de que sus resultados posteriores sean buenos, se opta así por la libertad–, continúa siendo parte de los principios de la Iglesia Católica (aunque pocos lo sepan). Y esa teoría es la que permite el disenso y apoya el derecho a decidir en libertad respecto de asuntos que, como la interrupción voluntaria del embarazo o el cambio de sexo, dependen de la conciencia individual.
Y si la cuestión estriba en actuar como buenos cristianos, podríamos decir –en buen cristiano– que este 4 de agosto no iremos a votar en contra de la ley trans.
La paz os dejo, mi paz os doy.