El Hospital Vilardebó ocupa un predio cuya historia se remonta a 1860, año en que el gobierno arrendó la casa quinta allí existente para dedicar el lugar a la atención de enfermos psiquiátricos.
En 1867, el general Venancio Flores colocó la piedra fundamental del Asilo de Dementes, una construcción que, para entonces con el nombre de Manicomio Nacional, fue inaugurada el 25 de mayo de 1880. El autor del proyecto fue el ingeniero Eduardo Canstatt. El edificio es monumento histórico desde 1975.
«En el eje del conjunto y frente al amplio vestíbulo de entrada está ubicada la capilla, de un estilo vagamente románico, pero con muchos elementos clásicos», según lo describe Juan Giuria en su obra La arquitectura en el Uruguay.
La capilla sigue siendo, al día de hoy, un templo católico. Está dentro del hospital, pero en realidad no pertenece ni está gestionada por el Estado, sino por la propia Iglesia. Estuvo cerrada durante la pandemia, pero allí, antes, se oficiaban cultos públicos de manera regular para los feligreses que quisieran concurrir. Ello acontecía con independencia del funcionamiento del hospital.
El pasado sábado el templo fue reabierto, con una misa a cargo del arzobispo de Montevideo, el cardenal Daniel Sturla. El viernes de la semana anterior la dirección del hospital había difundido una invitación al evento a través de la casilla de correo electrónico institucional. A esa invitación tuvo acceso La Diaria, que difundió algunos de sus pasajes.
La invitación a la reapertura de la capilla Nuestra Señora del Huerto, que así se llama, iba acompañada de la información de que todos los martes de 16.30 a 18 horas y los jueves de 10 a 12.30 se llevarían a cabo intervenciones conjuntas entre el sacerdote a cargo del lugar, acompañado de voluntarios de la Pastoral de la Salud, y usuarios del hospital debidamente autorizados a esos efectos. La finalidad de esas intervenciones, se indicaba, era divulgar «la palabra de Dios» (según rezaba, nunca mejor dicho, el propio comunicado).
El texto de la invitación, según consignó el mismo medio de prensa, fue redactado sobre la base de uno anterior, enviado a la dirección del hospital desde la Pastoral de la Salud. De allí, seguramente, el uso de ciertas expresiones (verbigracia, «la palabra de Dios») que no parecen todo lo neutrales que sería deseable que fueran, viniendo de donde vienen.
El hecho, entonces, es que una capilla que está emplazada en el centro del Hospital Vilardebó desde su propia construcción, a finales del siglo XIX, y que estaba funcionando normalmente como tal hasta la llegada de la pandemia retoma su actividad con una misa impartida por el arzobispo de Montevideo. No parece algo particularmente alarmante. Quizás lo más cuestionable del asunto sea el lenguaje empleado en la invitación que la dirección del hospital hizo circular días antes del acontecimiento. Una invitación que, puede pensarse, no debió existir o, mejor, que debió haber sido redactada en otros términos. En cualquier caso, el hecho noticioso es objetivamente menor. Lo que sorprende un poco es el efecto de la noticia, que parece desproporcionado respecto de lo magro de la causa.
El diputado colorado Ope Pasquet anunció que convocaría al Parlamento a las autoridades de ASSE (Administración de los Servicios de Salud del Estado). «Todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay, pero “el Estado no sostiene religión alguna”. Otra vez, la laicidad desconocida. Solicitaremos en el Parlamento las explicaciones del caso», escribió en su cuenta de Twitter. El texto entrecomillado por el diputado colorado, en caso de que el lector no lo haya reconocido, corresponde a la Constitución de la República.
Pasquet aclaró, también a través de su cuenta de Twitter, que no consideraba un problema la propia celebración de la misa, sino la invitación cursada por la dirección del hospital a participar de ella. Y, aunque el diputado no lo aclarara, seguramente también le parecieran censurables el tono y el lenguaje empleados en el texto.
El celo puesto en el caso desconcierta un poco, por lo pequeño del asunto. Tiene, quizás, algo de excesivo. Una invitación que no debería haber sido cursada, o que, en todo caso, fue redactada en términos desafortunados, no nos pone un ápice más cerca de convertirnos en una teocracia o algo parecido. El agravio del diputado tiene algo de extemporáneo, de anacrónico, porque la Iglesia y el Estado se encuentran en Uruguay bastante bien separados, hace ya bastante tiempo.
El hecho trae a la memoria, inevitablemente, acontecimientos famosos del pasado. El más famoso de todos ellos, quizás, el que ofició como detonante de la polémica entre el escritor José E. Rodó y el abogado liberal anticlerical Pedro Díaz (el tío de Ramón). A saber, el hecho de que, en 1906, el gobierno uruguayo ordenara retirar los crucifijos de los hospitales públicos.
Rodó adujo en su polémica con Díaz que el tipo de secularización que se estaba implementando en el país, en nombre de la tolerancia, promovía a su vez una forma de intolerancia.
Rodó era colorado, como todo el mundo sabe. Sin embargo, su posición en esa polémica no es la que normalmente asociamos con esa colectividad política. La posición de Rodó es más bien la que uno asociaría con la otra colectividad tradicional de la política uruguaya, el Partido Nacional. Sirva de botón de muestra a este respecto el hecho de que la polémica por la retirada de los crucifijos fue revisitada en tiempos relativamente recientes por el actual ministro de Educación y Cultura, el doctor en filosofía Pablo da Silveira, quien se hizo eco de la tesis rodoniana según la cual el liberalismo batllista no sería sino puro jacobinismo intolerante, homogeneizador y autoritario en muchas de sus publicaciones a lo largo de varios años.
Esa forma de entender la laicidad que muchos blancos, y algunos colorados como Rodó, consideraban como puramente jacobina, andando el tiempo se volvió constitutiva de la identidad colorada, o por lo menos de la identidad batllista, que es inseparable de la identidad colorada actual.
En tiempos en que esa colectividad política pasa por momentos de zozobra, no solo electorales sino también ideológicos, porque el legado batllista viene siendo disputado desde hace años por una parte de la izquierda, la respuesta de Pasquet parece más bien un reflejo identitario: un gesto de contenido ante todo simbólico, de reafirmación de la pertenencia a una tradición, en una época en la que no está ya del todo claro qué significa exactamente ser colorado.