En Okupas, una de las mejores ficciones argentinas de todos los tiempos, hay una escena memorable en la que Walter, el Chiqui y el Pollo están en un edificio derruido y abandonado. De repente, Walter encuentra un panadero, la flor de los deseos. El Chiqui se conmueve como un niño, lo captura, lo pone entre sus manos y lo mira fascinado. Mientras lo observa, el Chiqui le pregunta a su otro amigo: «Che, Pollo, ¿te diste cuenta de que ahora hay menos panaderos que antes?». El Pollo lo mira y le responde: «Sabés que tenés razón, ¿no? Pero vos solo te fijás en esas cosas». Los tres sonríen; en plena desidia neoliberal y siniestra emerge una ternura tremenda. Esa sensación es la que también produce Él Mató, una banda que tiene más de dos décadas y que, desde el primer disco, se toma el atrevimiento de trabajar, tanto en sus versos como en la estética de su sonido, conceptos como el miedo –incluso el terror–, la muerte o la acción. Sin embargo, cuando suena Él Mató lo que está en el aire se vuelve abrazable, existe un aura de dulzura que no resiste análisis. Todo sucede porque tiene que suceder.
MULTITUDES INQUIETAS
El viernes pasado, antes del primer concierto, Gimnasia y Esgrima de La Plata se salvó del descenso de forma épica. Santiago Barrionuevo, cantante, letrista y bajista de la banda, es hincha del club. Con esa euforia y esa adrenalina le tocó subir al escenario en Montevideo. Feliz, claro, pero nunca es fácil hacerse cargo de la felicidad. Sin embargo, su experiencia y su amor por lo que hace lograron que el show saliera impecable. Porque ya arrancó bien desde el minuto cero. Antes de Él Mató, Diego González subió con su guitarra y tocó unas canciones hermosas con una actitud exacta. El músico uruguayo sabía dónde estaba y su talento lo acompañó. La gente también. Porque el público de Él Mató es muy especial, como los panaderos. Se podría escribir una crónica entera solo para hablar del público de esta banda platense, porque tiene características muy particulares: es tan calmo como efusivo, tan discreto como fanático, tan sutil como apasionado. Sobre todas las cosas: es leal.
El primer concierto fue maravilloso, con una sala colmada. Al otro día se repitió lo mismo, salvo el horario. Por el viaje de la banda a San Pablo, el sábado arrancó unas horas antes. Todavía caía el sol montevideano cuando algunas remeras de Bestia Bebé deambulaban por la Ciudad Vieja para llegar a tiempo. Y lo lograron. La banda salió al escenario, la sonrisa de Santiago brillaba en la oscuridad como el cuero de sus borcegos negros. Comenzó a sonar «El magnetismo» y la multitud sintió en el corazón su propio idioma: «En este mundo peligroso, tenemos que estar juntos».
ES HORA DE BUSCAR LO ESENCIAL
Terminó esa primera perla y el aplauso fue ensordecedor. Con el sol de la tardecita del sábado, que todavía se colaba por la puerta principal, arrancó «Un segundo plan»: una de las canciones de Súper terror. Pegadas nomás, llegaron «La noche eterna» y «Las luces», hasta que llegó «El perro», canción que en vivo sabe lucirse. Su estructura y su tenacidad la van convirtiendo en imprescindible cada vez que toca Él Mató. Con su sonido de Stranger things, o de videojuego ochentoso, arrancó «Tantas cosas buenas» y mucha gente cerró los ojos para disfrutar el trance. Entre los aplausos del final, Santiago saludó y agradeció. Entonces sonó un verdadero himno, no solo de la banda, sino del indie latinoamericano: «Más o menos bien». Qué potencia que multiplican estos versos en un momento tan complejo y oscuro para la República Argentina: «Desconocido, espero tus problemas se acaben y así volver a la senda del bien». Es casi un manifiesto que desintegra por completo la idea de meritocracia, esa voluntad de salvarse solo. En el medio del pogo de Él Mató se puede sentir ese acompañamiento, ese refugio. Ni siquiera se lo nombra, pero se respira, se intuye: la persona de al lado es un «Amigo piedra».
UNA LUZ QUE ARRASA CON TODO
Para que los seis muchachos que están arriba del escenario suenen tan parejo y con tanta certeza en cada detalle, Pipe Quintans maneja la nave desde abajo. Sabe muy bien cómo hacer sonar a sus amigos, cómo quieren sonar. Esa familia también se siente desde el primer acorde. Arrancó «Medalla de oro», siguió «Destrucción» y llegó «Diamante roto», que, con el poco tiempo de vida que tiene, ya se ganó un terreno importantísimo dentro de cada concierto. Y bueno, las siguieron otras dos canciones que el público espera con un amor descomunal: «El tesoro» y «Yoni B». Una atrás de la otra lograron esa comunión que hace que, disco tras disco, Él Mató siempre se supere y, a la vez, nunca deje de ser Él Mató. Después de ese subidón emocional y melancólico, llegaron «Excalibur», «Mundo extraño» y «Coronado». ¿Cómo se puede escribir «atacar con una piedra afilada» y que la frase suene dulce? Es insólito y notable. Santiago lo logra y el sonido integral de Él Mató lo confirma, una y otra vez. La banda empezó a retirarse del escenario y la gente quedó coreando su nombre para que regresara. Antes de bajar, Santiago juntó las manos y construyó un corazón, como lo hacía en el mundial el Fideo Di María. Es que la idiosincrasia es la idiosincrasia.
AHORA QUE ESTAMOS HERIDOS
Él Mató volvió, porque Él Mató nunca se va. Sonó el piano y Santiago cantó «El universo» ante el silencio de la sala, para lograr una intimidad impresionante. La Sala del Museo del Carnaval lo arrullaba, el hincha de Gimnasia cantaba con el alma y Montevideo lo sentía parte de sí. Es que el mayor gesto de cariño que un artista puede recibir es el respeto y el eco de la pertenencia, vaya donde vaya. Eso le pasó a Santiago en aquel momento. El aplauso fue tan suave como intenso. Se subieron sus compañeros, sonaron «Moderato» y «Ahora imagino cosas». El final era inminente, y trajo un podio clásico que, ya sabemos, te parte al medio y te llena de fuerzas.
ESPERO QUE VUELVAS
Está en la Constitución: lo bueno se termina. Eso pasa cada vez que toca Él Mató, nadie quiere que termine, pero hay que aceptarlo, como le pasó al técnico de Países Bajos cuando Messi le respondió jugando a la pelota e hizo relucir su enfado barrial en la celebración. Hay que aceptar y seguir, habrá pensado Louis masticando bronca europea. Llegó el final y fue nada más y nada menos que con un tridente de lujo, con la historia pura de la banda, con el latido intacto de los reductos porteños y bonaerenses, con las giras mundiales y los estadios que llegaron con los años. Sonaron «Chica rutera», «Chica de oro» y «Mi próximo movimiento». Cada persona que estuvo ahí sintió eso de «todo lo que ves será nuestro», porque Él Mató es la esperanza que nos falta, pero sin hacer alarde de un positivismo de época. Él Mató es la esperanza porque la ejerce, la construye sin siquiera saberlo. Entonces resulta que, tal vez, en estos versos de la poeta argentina Tamara Kamen-szain pueda resumirse el sentimiento que reproducen estos muchachos: «En primera persona también me sumo/ quiero salvar con ellos algo de mi propia juventud/ algo que el pasado escanee para mí/ un entusiasmo de grupo un nosotros naíf o salvaje/ que me permita creer que alguna vez me colé/ por los agujeros de las voces ajenas/ para encontrarme feliz y contenta/ con el eco de la mía».