Tensiones entre estética y política: En pie de guerra - Semanario Brecha
Tensiones entre estética y política

En pie de guerra

Cuando los artistas toman posición y los gobernantes contraatacan.

Lali Espósito cantando «Tu revolución», dedicada al movimiento por la legalización del aborto, durante su gira Brava Tour, en 2018. WIKIMEDIA COMMONS

El gobierno del ultraliberal Javier Milei no para de producir momentos que parecen salidos de un video de Peter Capusotto. Ha tenido encontronazos de todo tipo con todo el mundo, desde el papa Francisco hasta los presidentes de Colombia y México. Por supuesto, también los ha tenido con su propia gente. Un número importante de artistas se ha manifestado en contra de sus políticas y él ha respondido como si se tratara de un programa de chimentos. El caso más sonado ha sido el de Lali Espósito, acusada por el propio presidente de ser un «parásito» que se beneficia ilícitamente de fondos públicos a cambio de sus shows. La artista salió al cruce con un comunicado en el que se lamentaba de la situación: «Respeto, aunque no comparto, que su plan dé la espalda o no priorice a la cultura, pero creo que la demonización de una industria y de las personas que la conforman no es el camino».

Hace poco, el actor Ricardo Darín declaró en una entrevista su preocupación por la situación del cine nacional luego de que el gobierno decidiera desfinanciar el INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales), siempre bajo la máxima de que «no hay plata». Otros artistas ya habían manifestado la misma inquietud. Días antes, la propia Mirtha Legrand comentó en su programa: «La gente del ambiente tiene que hacer fuerza, tenemos que hacer algo». Es que las políticas públicas de Milei encuentran un rechazo tácito en los pliegues de la cultura, pero se amplían con su actuación bufonesca, que solo sirve para dimensionar el enfrentamiento. El presidente argentino se pone así en línea con otros líderes ultraderechistas que recurren al espectáculo como forma discursiva principal. También Jair Bolsonaro fue rebatido en varias ocasiones por los principales artistas brasileños que cuestionaron duramente las acciones de su gobierno. En ambos casos, los mandatarios recurren a una comunicación violenta, reproducida de manera vertiginosa en medios y redes sociales, de fuerte calado en lo que Guy Debord llamaba «la sociedad del espectáculo».

ARTISTAS VERSUS PRESIDENTES

Declarar públicamente el rechazo a una política de gobierno puede ser más que una simple creencia cívica cuando se trata de artistas populares y, en ocasiones, los costos pueden ser muy altos. Al menos así lo atestigua la historia en otras partes del mundo. En 2003, en plena guerra de Irak, la banda estadounidense The Dixie Chicks manifestó en Londres su rechazo a las medidas de George W. Bush. El linchamiento fue brutal. Fueron acusadas de antipatriotismo (para los yanquis, el mayor de los pecados), canceladas y acosadas fuera de sus casas. La vocalista, Natalie Maines, fue amenazada de muerte en numerosas ocasiones y el grupo tuvo que suspender su gira por precaución. Madonna también denunció la política bélica de Bush en su tour de 2004, pero recurrió a lo artístico como forma de esgrimir su mensaje y editó la canción «American Life». La réplica fue más leve.

En 2017, la humorista Kathy Griffin, famosa por su discurso cáustico, posó en una foto sosteniendo la cabeza decapitada de Donald Trump. Intentaba denunciar el violento gobierno del presidente, pero las cosas le salieron mal. La familia Trump exigió su cancelación inmediata, los canales de televisión prohibieron su exhibición, muchos otros artistas salieron a hablar en su contra y la cómica entró en un trance de inhabilitación del que no ha podido recuperarse hasta hoy. Y el caso más reciente: la eterna pelea entre Trump y la cantante Taylor Swift, la más influyente de Estados Unidos, que respaldó a Joe Biden en las últimas elecciones y es una fuerte opositora al magnate. En 2019, Swift aseguró en una entrevista: «Invocar el racismo y provocar miedo a través de mensajes apenas disimulados no es lo que quiero de nuestros líderes, y me di cuenta de que en realidad es mi responsabilidad usar mi influencia contra esa retórica repugnante». Desde entonces, Trump ha intentado envolverla en teorías conspiratorias y acusarla de interceder en la campaña electoral, aunque con un tono muy dócil. El exmandatario sabe muy bien que ponerse en contra a la legión de seguidores de Swift puede ser algo realmente negativo para su cruzada política.

En cualquier caso, hay una notoria diferencia entre enfrentarse a la gestión de Trump y a la de Bush, sobre todo porque este último aprovechó las circunstancias del 11S y la posterior guerra con Irak para inflar su aprobación, generando un discurso hegemónico de odio al otro. ¿Cuánto habrá influido eso en el meteórico ascenso de Trump 15 años después? Sin embargo, la diferencia está clara: mientras Bush identificó un enemigo común fuera de Estados Unidos, Trump lo hizo hacia el interior del país. Y ahora vuelve a hacerlo con más energías, alimentando una polarización que fascina a ciudadanos cada vez más confundidos.

LA GUERRA Y LA PAZ

En la última edición del famoso festival de San Remo, celebrado el pasado febrero, uno de los participantes declaró su rechazo ante la invasión israelí en la Franja de Gaza. «Stop al genocidio», clamó el rapero Ghali al terminar su actuación. De inmediato, el embajador israelí en Roma declaró como «vergonzoso que se difunda el odio y la provocación» en el show más visto de Italia, expresión a la que se sumaron varios políticos. El último día del festival, la RAI emitió un comunicado firmado por su director y leído por una de sus presentadoras más famosas, en el que manifestaba su «convencida solidaridad con el pueblo de Israel». Aunque nadie se sorprendió, las críticas llegaron de todas partes. Elly Schlein, líder de la oposición, llamó a acabar con la «tele Meloni», dado que la televisión pública es una ventana para el gobierno ultraderechista.

Las manifestaciones en contra de la guerra entre israelíes y palestinos se han replicado en otros puntos del planeta, casi siempre en la misma tónica, y están poniendo en jaque el puesto de Biden, principal aliado del gobierno israelí. En la última ceremonia de los premios Oscar, Jonathan Glazer, director de la premiada La zona de interés, encendió la mecha con un discurso en el que declaraba que el gobierno de Israel ha provocado una ocupación ilícita que desencadenó el conflicto actual. La respuesta de la propia industria no se hizo esperar y unos 1.000 trabajadores de Hollywood denunciaron al director en una carta pública. Hace unos días, varios cantantes que representarán a sus países en el próximo festival de Eurovisión han declarado su rechazo a la guerra y a que la delegada de Israel participe libremente. El año pasado, Rusia fue vetada del certamen como castigo a su política invasiva contra Ucrania. Con Israel no pasa lo mismo.

Normalmente, la guerra aparece como el motivo necesario para posicionarse artísticamente, pues suele provocar un rechazo común en toda la sociedad. Pero el discurso alrededor del conflicto en Gaza es un poco más complicado, porque el enfrentamiento tiene décadas de historia y porque están comprometidos asuntos de diversa índole que van desde lo religioso hasta lo geográfico, pasando por lo cultural y lo económico. En cualquier caso, la presencia de líderes beligerantes en los sillones más importantes solo sirve para aumentar la tensión y repetir los ecos de la historia. Hace 100 años, cuando el mundo vivía la época de entreguerras, los artistas jugaron un papel decisivo al tomar una postura frente al devenir de los hechos. En unos años, la historia dirá cuál ha sido su actitud en este presente tan incierto.

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