En un limbo - Semanario Brecha
Guatemala y su eterna guerra fría

En un limbo

El sorpresivo pasaje a segunda vuelta de un candidato progresista tiene en alarma a las elites guatemaltecas, que permanecen aferradas a un antiguo sistema de dominación racial y de clase y a su vieja retórica anticomunista.

Bernardo Arévalo, candidato a la presidencia de Guatemala, el 26 de junio. AFP, LUIS ACOSTA

Guatemala, marzo de 1963. Disfrazado y en forma clandestina, tras casi una década en el exilio, Juan José Arévalo ingresaba en secreto a Guatemala. Su intención era instalarse definitivamente en el país y ser postulado como candidato a las elecciones presidenciales de ese año. Aunque vivía fuera, era, por lejos, el principal y más popular dirigente político del país. Pocos tenían dudas de que el proceso lo llevaría nuevamente a encumbrarse como presidente de la república. La confirmación de su arribo llegó cuando el propio Arévalo convocó a un reducido grupo de periodistas cercanos a una conferencia de prensa para que constatasen que efectivamente se encontraba en el país y se disponía a trabajar para regresar, por medio del voto popular, a la presidencia de Guatemala. Los peores presagios de inteligencia policial y militar desde 1954 finalmente se cumplían y no habían podido evitar este desenlace.

Pero la maquinaria del poder establecido actuó rápido. El desprestigiado y tambaleante presidente Miguel Ydígoras Fuentes amenazó con detener a Arévalo y llevarlo a la Justicia. La documentación policial da cuenta de numerosos procedimientos dirigidos a concretar su captura. Hubo detenciones de familiares y amigos cercanos, dirigentes políticos y estudiantiles. Pero Arévalo no aparecía y con él otra vez en Guatemala resurgía el pavor, siempre presente en esa pequeña pero poderosa elite con mentalidad finquera, de que las masas lo arroparan y de esa forma revivieran la antigua revolución guatemalteca, todavía fresca en el imaginario. Aquello implicaba la posibilidad de que el país cayera nuevamente en manos del «comunismo» en medio de una América Latina donde la guerra fría se intensificaba rápidamente.

Fue entonces cuando el ministro de la Defensa, ya inspirado en la naciente doctrina de la seguridad nacional, Enrique Peralta Azurdia, asestó el golpe derribando del poder a Ydígoras. Su único objetivo, sin embargo, era cerrarle el paso al candidato Arévalo. Amén de otros apoyos –empresariales, mediáticos, etcétera–, hoy sabemos que ese golpe se dio tras las claras señales de respaldo enviadas por el presidente estadounidense John F. Kennedy, muy preocupado por un asunto al que le dedicó más tiempo del esperado en diversas reuniones del Consejo de Seguridad Nacional. Implicó el cierre definitivo de los espacios políticos, incentivó la insurgencia guerrillera y una contrainsurgencia que, fuera de control, derivó en el asesinato y la desaparición de miles de personas.

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Sesenta años más tarde, otro Arévalo es protagonista de una situación similar que mucho tiene que ver con las estridencias de una guerra fría que en Guatemala nunca terminó. Al igual que a su padre en 1963, a Bernardo nadie lo vio llegar. Las encuestas de opinión durante los meses anteriores, e incluso aquellas publicadas inmediatamente antes del acto eleccionario del 25 de junio, situaban a Arévalo lejos de cualquier posibilidad de aspirar seriamente a la presidencia. De hecho, indicaban, era altamente probable que la exdiputada Zury Ríos, del partido derechista Valor –«Arriba a la derecha» fue uno de sus lemas de campaña y, a la vez, una forma de indicar el lugar que en la hoja de votación se le había asignado a su partido–, consiguiera hacerse de un sitio en la segunda vuelta.

Ríos representa otra paradoja de la guerra fría: es hija del general golpista Efraín Ríos Montt, condenado en 2013 como responsable por el genocidio cometido en los años ochenta contra pueblos indígenas, entre otros muchos delitos aberrantes. La candidatura de Ríos quedó muy lejos al contarse los votos en las urnas, que, sin embargo, confirmaron algo que parecía bastante probable: que el partido Unidad Nacional de la Esperanza, que postulaba a la ex primera dama Sandra Torres, se quedara con el primer lugar con un 15 por ciento de los sufragios. Ya había sucedido en anteriores ocasiones, explicándose tal arraigo por dos cuestiones. Uno, la prevalencia en la frágil memoria local de lo que fue su política de combate a la pobreza por medio de transferencias monetarias condicionadas, mientras gobernaba su esposo, Álvaro Colom. Dos, y derivado de lo anterior, porque tales iniciativas fueron posibles gracias a una lógica clientelar y paternalista que le abrió la posibilidad a su partido de mantener una fuerte presencia en el terreno controlando numerosos espacios de poder en los sitios más recónditos de la diversa geografía guatemalteca. No resulta nada menor esto último si tenemos en cuenta la dispersión y fragilidad del sistema de partidos en el país, donde la abstención y el voto nulo, una vez más, obtuvieron el primer lugar en los comicios.

Confirmado lo anterior, la sorpresa la dio el partido Semilla, agrupación nacida al calor de las manifestaciones de 2015 que depusieron al presidente Otto Pérez Molina y su vice, Roxana Baldetti. El sembrador inicial del partido que ahora consiguió hacerse con un lugar en la segunda vuelta –12 por ciento– fue el sociólogo Edelberto Torres Rivas, fallecido a fines de 2018 y una de las referencias intelectuales ineludibles para comprender las dificultades del desarrollo y, sobre todo, la dependencia centroamericana, particularmente explosiva por sus obscenos niveles de desigualdad en el caso guatemalteco.

Tras haber sido impedida la participación de la candidata a presidente del partido en 2019, Semilla ingresó al Congreso y por medio de sus diputados mantuvo una eficaz labor de control parlamentario denunciando los múltiples desbordes de lo que se ha dado a conocer como el «pacto de corruptos», una alianza política, empresarial, militar, judicial y mediática que especialmente en los últimos cinco años se ha anotado numerosos resultados positivos que forman parte de una estrategia más amplia de recomposición de la impunidad en el país. De ella no está exenta la propia universidad pública, la tricentenaria Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC), cuya fraudulenta elección, cooptada por el mencionado pacto, entronizó a un rector no reconocido por amplios sectores estudiantiles y docentes. Numerosos jueces, fiscales, parlamentarios, académicos y periodistas han sido obligados recientemente a solicitar refugio fuera de Guatemala (véase «Los círculos de la impunidad», Brecha, 13-I-23).

Contra todos los pronósticos y tras los devastadores efectos de la pandemia, que multiplicaron aún más las históricas desigualdades –debe tenerse presente que más del 10 por ciento del PBI proviene de los envíos de remesas de guatemaltecos en el exterior–, la segunda posición de Bernardo Arévalo sorprendió a las elites, con más de 600 mil votos que le permitieron obtener el primer lugar en cuatro departamentos y posicionarse con reales posibilidades en otros, más allá de la clara predominancia de Torres en la mayoría del país.

La sorpresa inmovilizó en los primeros instantes a los partidos y los actores más relevantes del establishment, que finalmente actuaron al cabo de unos pocos días. Presentaron un recurso ante la Corte Constitucional, que controlan, para que el Tribunal Supremo Electoral, sobre el que también ejercen su poder, proceda a contabilizar nuevamente las actas para presidente y de esa forma evitar lo que ellos identifican como un auténtico «fraude» de Semilla. El procedimiento al que hizo lugar la corte –extemporal y viciado de nulidad– se inició rápidamente y bajo una custodia militar que cercó el ingreso al Parque de la Industria, donde se conservan las actas y las cajas con las votaciones. Informaciones preliminares de un proceso que debe culminar este viernes sugieren lo obvio: las escasas anomalías que puedan hallarse no moverán los números del evidente descalabro al que se enfrentan los partidos que conforman el pacto de corruptos.

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Líderes indígenas en el Tribunal Supremo Electoral de Guatemala, el 5 de julio. AFP, ORLANDO ESTRADA

Más allá de lo afirmado, la primera intensa semana poselectoral dejó al descubierto una vez más, y en toda su elocuencia, algunas cuestiones que conviene enumerar en este marco de acentuada debilidad de la democracia en Guatemala.

Primero, la virulencia de la campaña inmediatamente desatada desde redes sociales y financiada por diversos grupos de presión, que tras la elección dirigieron sus baterías cuestionando la candidatura del propio Arévalo por haber nacido en Montevideo en octubre de 1958, durante el obligado exilio de sus padres, argumento legalmente inválido que antes no había aparecido.

Segundo, en esa ofensiva dijo presente una vez más la antigua rémora del anticomunismo: el triunfo de Arévalo, se afirma, abrirá la puerta al comunismo y a la «ideología de género», y existen riesgos de que los niños y niñas sean secuestrados.

Tercero, la no menos intensa ofensiva evangelista –Guatemala es uno de los países de la región con mayor presencia de esta expresión religiosa–, cuyos pastores abordaron en numerosas alocuciones la cuestión de la catástrofe en la que podía caer el país si no se detiene a Arévalo: «Tenemos que orar mucho para que ese comunista de Semilla no llegue», sostuvo esta semana el «apóstol» Sergio Enríquez.

Cuarto, tanto el silencio de la USAC como las posturas empresariales ante los hechos indican, una vez más, la funcionalidad del pacto al proyecto actual de acumulación económica y el grado de manipulación ciertamente extremo que esas elites, estrechamente vinculadas al narcotráfico, pueden mantener sobre casi todo el espectro político, asegurándose mutua impunidad.

Quinto, y ciertamente amenazante, la postura de la Fundación Contra el Terrorismo, integrada por militares contrainsurgentes, que, este mismo año, consiguió silenciar la voz de El Periódico, cuyo director, José Rubén Zamora, ha sido acusado y encarcelado, lo que obligó a la desaparición del único diario impreso independiente, que ha jugado un rol relevante en la denuncia de numerosos ilícitos económicos. Dicha fundación, ante las expresiones de resistencia frente al recuento electoral manifestadas por las comunidades indígenas –los ancestrales 48 Cantones de Totonicapán–, ha explicitado abiertamente la necesidad de recurrir a la violencia como única alternativa para contener a las comunidades, parte del temor y el racismo estructurantes y recurrentes del mundo blanco.

Sexto, y a diferencia de 1963, las señales externas parecen haber detenido en esta primera fase el intento por detener la elección: la misión de la OEA, la embajada de Estados Unidos en Guatemala y el Departamento de Estado junto con la Unión Europea y las denuncias de exiliados desde el exterior, entre muchas otras expresiones, han advertido por medio de «llamamientos» que permanecen observando de cerca un proceso en el que debe respetarse el resultado electoral.

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