—Cómo conociste a Felisberto Hernández, a quien tanto contribuiste en difundir cuando hacerlo no era una facilidad?
—Mi familia materna mantenía una amistad de años con su familia; mi madre conservaba una foto en la que yo estaba en brazos de Felisberto cuando tenía dos meses. Fue alguien muy presente en mi vida a partir de su regreso de París, en 1948. Después de su divorcio de María Luisa quedó en una situación económica muy difícil. Vivía con su madre, Calita, en una pensión de la calle Chaná (la recuerdo como un subsuelo con cuartuchos divididos por tabiques de madera compensada), trabajaba en AGADU (trabajo que odiaba) y los amigos se habían organizado para ayudarlo. Venía a almorzar a casa de mis padres tres veces por semana. Los viernes iba a cenar a lo de Guido Castillo.
Empecé a leerlo cuando tenía unos 14 años. Había leído, en pocos días, Le rouge et le noir, La condition humaine y L’Étranger. Para seguir leyendo, me puse a buscar en la biblioteca de mi madre. Encontré un paquete con cinco ejemplares de El caballo perdido. Me deslumbró. En seguida lo puse en relación con la obra de Camus. Hace unos años, me saqué las ganas y en un coloquio presenté una ponencia sobre El caballo perdido y L’Étranger. Cuando se divorció de Reina Reyes, vino a vivir a un apartamento casi frente a la casa de mis padres. Lo veía y conversábamos muy seguido. Me regaló un ejemplar de la primera edición de Nadie encendía las lámparas, con una linda dedicatoria. Quisiera agregar que esta amistad familiar se ha prolongado con sus nietos Walter Diconca y Sergio Elena. Hemos sido y somos grandes amigos.
Con la edad, comprendo mucho mejor el aporte fundamental de Felisberto. Es un formidable renovador de la narrativa del siglo XX. Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Italo Calvino lo han reconocido así. Varios miembros del grupo francés Oulipo, a quienes hice conocer la obra de Felisberto, lo leyeron con gran interés. Otro tanto con André Pieyre de Mandiargues, su esposa, Bona Tibertelli de Pisis, pintora surrealista, y la escritora Florence Delay, premio Fémina, miembro de la Académie Française. Julio Olaciregui, quien ya lo había leído en Colombia, siguió mis cursos sobre Felisberto. Igual responsabilidad me cabe con Eduardo Lalo: lo había leído en Puerto Rico y, después, fue mi estudiante en la Sorbona.
—Por tu iniciativa, Banda Oriental reunió casi todos los relatos de Onetti en 1964, ¿tuviste algún contacto personal con él en Montevideo?, ¿pudiste verlo en los años del exilio?
—Recuerdo tres encuentros con Juan en Montevideo. Lo fuimos a ver con Mariano Arana al castillo del Parque Rodó, donde él se ocupaba de la biblioteca infantil. Esperábamos que nos diera algo para Banda Oriental. Nos dijo que no tenía nada pronto. De ahí salió la idea de reunir sus cuentos y de reeditar Tierra de nadie, que él modificó. Me ocupé, por lo tanto, de la edición de Jacob y el otro, un sueño realizado y otros cuentos. Lo volví a ver en la Intendencia para Capítulo Oriental, y cuando salió en libertad, después del triste episodio que siguió al concurso de Marcha, Dolly me llamó y fui a verlo. Charlamos toda una tarde.
En Francia lo vi dos o tres veces, una de ellas por el congreso que yo había organizado en Pau y las otras dos en París. También nos vimos más de una vez en Madrid. Era un hombre muy culto. Recuerdo una larga conversación sobre Proust, cuya obra él conocía detalladamente. Onetti también fue uno de los grandes renovadores de la estética literaria. La vida breve y El astillero son dos obras mayores. Como Lautréamont y Proust, no deja de alertar al lector sobre el hiato entre la realidad exterior y el texto literario, que a ella pertenece, pero que no la representa. En España, cuando se habla de grandes escritores, nunca falta el nombre de Onetti.
—¿Cómo fue en la segunda mitad de los años sesenta la experiencia periodística de los diarios Hechos, dirigido por Zelmar Michelini, y Época, que dirigió Eduardo Galeano?
—Mi relación con Época fue un tanto circunstancial. Una vez por semana publicábamos, con el equipo de Raviolo, nuestros trabajos literarios y también primeras obras de varios escritores. Recuerdo, en particular, los cuentos del jovencísimo Tomás de Mattos, que tenían un lindo toque fantástico. Ya se podía adivinar que sería un valioso escritor.
De Hechos citaré tres nombres: Yamandú Fau, Danilo Arbilla, Mario Jacob. Pido disculpas por citar a tres amigos muy queridos. Yamandú se ocupaba de las noticias políticas. Durante el pachecato y la dictadura, estuvo preso, encapuchado en un cuartel, fue destituido de la enseñanza secundaria y del diario en el que trabajaba. Con el regreso de la democracia fue, como se sabe, diputado, senador, dos veces ministro. Danilo Arbilla se inició en Hechos como cronista de noticias sindicales, en la página que dirigía Héctor Rodríguez. Luego tuvo la importancia fundamental en el periodismo uruguayo y continental que todos conocen. Mario Jacob fue un excelente crítico cinematográfico. También él sufrió el exilio durante la dictadura. Ya bajo la democracia, ha sido uno de los grandes actores de la industria cinematográfica uruguaya. Y no puedo olvidar a otro gran amigo de Hechos, Guillermo Chifflet, quien se había formado como periodista con Emilio Frugoni, en el semanario El Sol.
—¿Cómo evaluás, a más de medio siglo, Capítulo Oriental. La Historia de la Literatura Uruguaya, de la que participaste como autor y traductor?
—Fue una lindísima aventura, que nos permitió llevar a un público vasto gran número de obras que acompañaban cada fascículo y, en estos, tramos significativos y muchas veces desconocidos de la historia de nuestra literatura. Trabajábamos en equipo. Traduje Los cantos de Maldoror para acompañar el fascículo sobre Lautréamont, Laforgue y Supervielle. El número de páginas limitado me hizo suprimir algunos tramos. Creo que el trabajo que hicimos con Cien autores del Uruguay guarda, aún hoy, toda su pertinencia. Ruego se me permita recordar a Alejandro Paternain, maravilloso colega en la docencia y el periodismo, maravilloso escritor, maravilloso amigo.
—¿Podrías sintetizar tu proceso de trabajo como traductor, ya que sos el único uruguayo que se animó –antes de los 30 años– a traducir gran parte de Los cantos de Maldoror?
—He cometido innumerables crímenes de traducción literaria. Traducir los cantos fue muy lindo y muy interesante, porque debía tener en cuenta el estilo muy particular de Lautréamont, tratar de restituir sus efectos de humor, alertar al lector, como él lo hace, de que todo esto es un juego de escritura, pura imaginación, y que la obra no refleja ni la realidad exterior ni la personalidad del escritor: es el fruto de un trabajo específico, la combinatoria de un número reducido de signos, las letras del alfabeto. Otro tanto hice con Marosa di Giorgio y con Felisberto cuando los traduje al francés.
Sobre teoría de la traducción, dirigí un seminario en el Collège International de Philosophie. Conversé mucho con un amigo que, lamentablemente, nos ha dejado, Antoine Berman, a mi juicio, el mejor teórico de la traducción literaria en Francia. Un día, mientras preparaba una ponencia sobre Roa Bastos para un coloquio en Toulouse, se me impuso el cuento «El pájaro mosca» y, a partir de ahí, toda una serie de consideraciones sobre la lengua materna y las lenguas extranjeras.
En un programa de investigación sobre la hospitalidad, dediqué varios trabajos a la traducción como fenómeno hospitalario. El texto de llegada nunca se superpone al texto de partida, cuyas dificultades, fallas eventuales, errores de léxico o de otro orden el traductor debe respetar al recibirlo en su propio espacio cultural y lingüístico. Si un autor escribe «mal» o «complicado» en su lengua, no se puede eludir ese problema. De lo contrario, se inventa una obra que ese autor nunca escribió y se traiciona la hospitalidad. El texto traducido es, pues, una metáfora del texto original: lo reemplaza por similitud.
—¿Por qué escribir cuentos en forma tan discontinua y nunca reunirlos en un volumen?
—Me resulta imposible concebir mi trabajo como una «carrera» literaria. Incluso mis poesías nunca las habría publicado sin el estímulo y la insistencia generosa de Enrique Fierro, gran amigo, cuya ausencia me resulta, aún hoy, muy dolorosa. Empecé a escribir, fui publicando y, efectivamente, mis cuentitos se fueron desparramando en revistas literarias. Una poeta y crítica venezolana, Patricia Guzmán, intentó, hace años, ayudarme a juntarlos: publicó cuentos míos en diarios y revistas de Caracas y en su libro Yo, el otro. Roa Bastos, Mandiargues y algunos colegas que apreciaban mi trabajo me han dicho, varias veces, que debía reunirlos. Tu pregunta también me estimula. Veremos…
—Tu reciente libro de poemas, Todavía, no desdeña el dominio técnico, sobre todo en los aspectos rítmicos. En algún poema planteás, casi juguetonamente, que el ejercicio poético personal sería algo provisorio, ¿cómo plantarte ante el lenguaje y ese discurso, entonces?
—Desde mi infancia estoy determinado por el bilingüismo y la pertenencia a dos culturas. De niño, pues, observé que la palabra tiene sentidos diferentes en francés y en español. Me sorprendió mucho. Más tarde, comprendí que las lenguas son arbitrarias en la producción de sentido. La escritura resulta, en su materialidad, de una combinatoria similar a las series estocásticas: barro, carro, jarro, marro, narro, sarro, tarro. El poema que cierra Todavía se llama, precisamente, «Estocástica» y desarrolla esta particularidad.
Todas las lenguas ofrecen miles de ejemplos. Se puede observar que la palabra francesa gants (guantes) es el anagrama de Angst (angustia, miedo) en alemán. En latín, sed significa ‘pero’ o ‘sino’. En español, puede ser sustantivo o forma verbal y los sentidos cambian. En mi poema «Lugares del tiempo», que da título a ese libro, desarrollé la oscilación material y semántica de varias lenguas en relación con la memoria. Precisamente, mi padre me despertaba siempre recitándome poemas de Víctor Hugo que él sabía de memoria y que se fueron incorporando a la mía, con los juegos de palabras y la importancia del ritmo. La poesía, las particularidades de la escritura y de las lenguas siempre me han sorprendido. Las he incorporado a mi trabajo de poeta y a mi lectura de las obras ajenas.