Según sus votos la mejor ficción internacional fue La gran belleza, de Paolo Sorrentino, la mejor ficción nacional Mr Kaplan, de Álvaro Brechner, el mejor documental internacional César debe morir, de los hermanos Taviani, y el mejor documental nacional Maracaná, de Sebastián Bednarik y Andrés Varela.
Pero como es bien sabido cada vez más se miran películas en Internet o en devedé, y cuando se habla de las que efectivamente fueron proyectadas en los cines se está haciendo un panorama acotado, que todo el mundo sabe que es acotado. Y sin embargo, hay que quebrar una lanza por ese panorama parcial: esas películas “de los cines” son como el ágora de la exhibición cinematográfica. Lo que vieron todos o pudieron ver todos. Lo que falta o sobra ahí, en la oscuridad de la sala y en el tamaño de la pantalla, es lo que falta y lo que sobra a eso que llamamos cultura cinematográfica, con toda su carga emocional y estética, su potencia hipnótica y, sobre todo, su capacidad de poner en sintonía a muchas personas distintas que coinciden en una platea. Aunque según el tamaño de la curiosidad de cada uno y la capacidad de su computadora resulta hoy casi inevitable mirar películas y series por la libre, el cine que comentamos es ese de lo colectivo. Si no sólo quedan los diálogos parciales, entre mirones afines.
2014 no fue peor ni mejor que los últimos años, en que la exhibición se ha multiplicado en los multicines, con preponderancia de Hollywood y pequeños pero seguros nichos (Alfabeta, Casablanca) para el cine europeo o de otras procedencias, que además en sus versiones más riesgosas se instala como es tradición en Cinemateca Uruguaya y Cine Universitario.
La pantalla comercial tuvo, a lo largo de los meses, en medio de las repetidas aventuras policiales, espaciales, de terror, de amor de receta, también sus hitos donde un razonable éxito de taquilla supo aliarse a alguna forma de la calidad. Algunas presencias impactaron; de las ausencias no hay cómo ocuparse de manera directa. Veamos un incompleto recuento
BELLA ITALIA. No deja de ser curioso que Federico Fellini resucite, en la evocación, en la añoranza, en la puesta al día. No extraña que La gran belleza haya subyugado a mirones de distintas edades, con su derrame de lujosa visualidad, su mirada a la vez cínica y compadecida a la alta sociedad romana en su versión más ligada al espectáculo, y su evocación de La dolce vita, pese a la distancia entre ambas películas. Alejadísimo de la grandilocuencia dramática y visual de ese filme, Qué extraño llamarse Federico, de Ettore Scola, entabla con el susodicho un diálogo íntimo, concentrado, desafiando al tiempo y hasta a la muerte. Y sin que aparezca ninguna de las efes fellinianas, la notable Reality, de Mateo Garrone, transita en parte por los tópicos más populares de Fellini, y siembra el escepticismo sobre los cambios en la cultura del espectáculo desde una Cinecittà tomada por la televisión en su cara más banal. Y Giuseppe Tornatore volvió a las andadas con su cine ambicioso, intentando trazos de exquisitez, intento que a veces se nota demasiado. Filmando en su tierra pero con reparto internacional encabezado por Geoffrey Rush –notable riesgo, pues se sabe que Rush arruina películas en la misma medida en que les consigue premios–, La mejor oferta no se constituyó precisamente en un éxito aunque parte de la crítica la aplaudió y otra parte la salvó a medias. Pero no importa, porque los hermanos Taviani con el áspero documental César debe morir demuestran que, pese a todos los altibajos y las ausencias, el cine italiano debe vivir.
GRAN CINE GRAN. Nuestros recuentos empiezan en diciembre del año anterior, porque no hay tiempo de incluir los estrenos de diciembre de cada año en las listas colectivas o personales. Y en 2013 arrancó el 2014 con El Hobbit-La desolación de Smaug, de Peter Jackson, el pequeño libro de Tolkien estirado con fórceps para lograr lo contrario de El señor de los anillos, una gran saga apretada en tres películas. Pero 2014 tuvo sus lujos. Esta cronista detesta lo del primero, segundo y tercer lugar, porque no sabría cómo ordenar las tres películas industriales y “grandes” de su preferencia. Nebraska, de Alexander Payne, El gran hotel Budapest, de Wes Anderson, y Boyhood, de Richard Linklater, no se parecen nada entre sí pero son las tres estupendas películas que cada una en su camino –a manera de bronco retrato en blanco y negro Nebraska, divertida, sofisticada y cinéfila Budapest, con un peculiar realismo en el tiempo Boyhood– cumplen con los tres preceptos que según H A T deberían cumplir las películas que anhelan ser recordadas: emocionar, divertir, hacer pensar. Dejaron mucho más que el paquetazo que colonizó al Oscar. 12 años de esclavitud, de Steve M Queen, Escándalo americano, de David O Russell, Ella, de Spike Jonze, Dallas Buyers Club, de Jean-Marc Vallée, y El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese, aportaron distinto nivel de impacto y elogios críticos, pero no cuesta augurar que ninguna de ellas se constituirá en alimento firme de la memoria cinematográfica de mucha gente, ni siquiera el ácido y retorcido retrato de Scorsese de un protagonista del capitalismo financiero desnudado de cualquier simulación de decencia. Más desapercibidas en el alud de estrenos pasaron El sueño de Walt, de John Lee Hancock, que sin embargo tenía su gracia, el opus anual de Woody Allen, Magia a la luz de la luna –con grandes deudas con la gracia habitual de su director–, y seguramente también Primicia mortal, de Dan Gilroy, uno de los últimos estrenos del año que encara a un cazador free lance de imágenes truculentas para la televisión desde el mismo extremo –aunque con menos ambición totalizadora– con que Scorsese retrata a su histérico vendedor.
EUROPA EUROPA. ¿España es Europa? No lo parece desde el universo mítico y visual que instala Pablo Berger en su Blancanieves, una de las mejores películas del año –según las máximas señaladas por el maestro Alsina, que este filme cumple a la perfección–, un gozo en blanco y negro, mudo pero no silente, que juega, pero muy seriamente, con la iconografía de la “España eterna” al recrear el viejo cuento con toda su sugestión y turbulencia. De la otra Europa que no lo es del todo, Gran Bretaña, dos asentados cineastas acercaron películas más que atendibles: el viejo peleador Ken Loach La parte de los ángeles, y Stephen Frears Philomena, que en torno a la firme personalidad de Judi Dench construye una historia de pérdida, perdón y un reencuentro apenas simbólico.
Hubo algunas películas francesas con justicia olvidables –incluyendo la decepción aportada por el escritor y cineasta Phillipe Claudel con Antes del invierno–, y entre comedias verbales como El nombre o de costumbres (actuales) como Lo mejor de nuestras vidas, tercera entrega de Cédric Klapisch que de una manera distinta a Linklater también sigue a su personaje a través de los años, impactantes, por su explicitación sexual, como La vida de Adéle, hubo un filme sutil y con toques perversos como En la casa, de François Ozon. Lo más fuerte vino del norte-norte: la poderosa La cacería, de Thomas Vinterberg, y Barbara, de Christian Petzold, uno de los nombres alemanes cuya sostenida trayectoria –pudo verse otros filmes suyos en una muestra de Cinemateca– es conveniente atender.
RAROS, TAMBIÉN URUGUAYOS. “Raros” designa aquí no el carácter de los países que envían su cine, sino la condición de la llegada hasta acá de ese cine. No es raro, verbigracia, que de esas rarezas provengan algunas de las películas más personales, más especiales, más ricas en significados. Desde la extraña fábula japonesa de Saya Zamurai, de Hitoshi Matsumoto, hasta la israelí La infiel, de Eitan Tzur, desde la india Amor a la carta, de Ritesh Batra, a la muy escasa pero dignísima presencia de realizadores iraníes: Asghar Farhadi con su película francesa El pasado y el gran Jafar Panahi cuando estaba, hasta ayer nomás, impedido de filmar, y con la complicidad de su amigo Mojtaba Mirtahmas burla la prohibición con Esto no es una película, que sí lo es.
Entre esas extrañezas hay que contar a los latinoamericanos, que con la excepción de unos pocos títulos, entre ellos las interesantes Wakolda, de Lucía Puenzo, y Relatos salvajes, de Damián Szifrón, que sí fueron proyectados en cines comerciales, fueron conocidos gracias a Cinemateca. Heli, El payaso, Entre valles, Las niñas Quispe, y sobre todo Los insólitos peces gato, de Claudia Saint-Luce, merecerían –en otro tiempo lo habrían logrado– una exposición e impacto bastante mayores que los que tuvieron. Algo que también sucedió con las películas uruguayas –véase nota de María José Santacreu–, que al tenor de lo que hoy prefiere el gran público también se ubican en el estante de los “raros”. En un tiempo quizá no tan lejano, documentales como Maracaná, de Sebastián Bednarik y Andrés Varela –que de todas maneras ha sido de las que alcanzó más espectadores–, El padre de Gardel, de Ricardo Casas, o Manual del macho alfa, de Guillermo Kloetzer, y ficciones como Mr Kaplan, de Álvaro Brechner, El lugar del hijo, de Manuel Nieto, y Zanahoria, de Enrique Buchichio, cada uno por distintas razones, hubieran convocado un compacto entusiasmo. Menos mal que el coraje de los realizadores autóctonos no decae, y su suerte en los festivales internacionales tampoco. Habrá que ver cómo se empatan esos vientos positivos con la quieta brisa nacional.