El cuadro es: Joy (Jennifer Lawrence) es divorciada pero su ex marido (Edgar Ramírez) vive en el sótano de la casa de ella, al igual que su padre (Robert de Niro), que divorciado de su madre, vive también en esa casa. Están además los niños, y la madre que vive metida en cama mirando telenovelas, y una abuela (Diane Ladd) a la vez angelical y brujeril que adora a su nieta y le predice el mejor de los futuros. Todos a cargo de Joy. Luego el papá conseguirá una novia (Isabella Rossellini), viuda y rica, que aportará capital para desarrollar una idea que entra accidentalmente en la recargada cabeza de Joy: la creación de una especie de supertrapeador para limpiar los pisos, que la muchacha fabrica, patenta y logra imponer mediante la televenta. Con esta trama basada en una historia real, y su elenco preferido, David O Russell elabora una película curiosa, mezcla rara de comedia absurda con mensaje de superación personal, que tan bien le resultó en El lado luminoso de la vida, con los filmes dedicados a la consecución del american dream. Temas tan actuales como las familias atípicas, la diversidad, las limitaciones sufridas por las mujeres, la versión del capitalismo descarnado tramitado a través de los medios de comunicación, la solapada y oscura batalla de las patentes, están acá presentes. Teniendo en cuenta todos esos factores, y además algunas de las realizaciones previas del director, cabía esperar una especie de reto, uno de esos filmes originales, imperfectos, nerviosos y siempre muy discutibles que cada tanto sacuden las carteleras y dividen las opiniones.
Pero, algo curioso sucedió camino del foro. La película se solaza en los ítems de la familia no funcional y en los retos que enfrenta la protagonista, con demasiada evidencia, y lo peor, lo hace por acumulación. Ejemplos: la teleadicta madre sólo saldrá de su sopor por la presencia en sus dominios de un obrero haitiano; la novia-viuda rica-italiana se viste, se mueve y habla como un cliché de las tres cosas; para enfrentar a quienes quieren estafarla, Joy se corta el pelo, se viste de negro y se dirige al enfrentamiento –en un hotel digno de los cuadros de Hopper– cruzando una calle desierta con el ritmo y la prestancia de un cowboy femenino de spaghetti western; el estudio de televisión con las televentas y todo su chirriante y edulcorado clima y personajes –presentado como un gran mercado público donde el cliente es el que elige, y los vendedores desarrollan su estrategia para captar su atención– se rinde sin demasiado problema a quien lo usa saliéndose estrictamente de las reglas. El tono cambia todo el tiempo, y no felizmente, y si las peripecias de Joy no son fáciles, la película sí lo es, y lo peor es que es una facilidad que se estira durante casi dos horas. Jennifer Lawrence aporta potencia y entrega a su personaje, flanqueada por todas esas otras eminencias –De Niro, Bradley Cooper, Rossellini–, que hacen la plancha o la exageración porque sus líneas y exigencias no dan para más, pero no basta, ella sola, para darle a la película la gracia, ni la intensidad, ni la emoción, que faltaron puntualmente a la cita.