Está pasando algo muy bueno para el cine nacional y es que empiezan a aparecer, con un poco más de asiduidad, películas que pueden agruparse dentro de eso que algunos gustan en llamar cine de género. El término es muy simpático, pero, al referir a la etiqueta que utilizaba Hollywood para clasificar sus producciones –que después, con el tiempo, quedó relegada a las películas clase B–, despliega ciertos problemas. En realidad, hablar de géneros cinematográficos en términos clásicos está lejos de ser suficiente para explicar qué tipo de recursos, formas y estilos pululan en todas las películas fantásticas, bizarras y de bajo presupuesto que se nuclean en festivales latinoamericanos, como el Buenos Aires Rojo Sangre y el Fantaspoa, de Porto Alegre.
Si algo tienen en común estas películas es que, muchas veces, no comulgan con los estándares técnicos y narrativos del cine que se financia con los fondos grandes de los circuitos estatales y sus productores recurren a caminos independientes, aun asumiendo las carencias que eso supone. Lo bueno es que quienes llevan adelante este cine no toman esa falta de recursos como una imposibilidad, sino que se disponen a hacer con lo que hay, a no pedir permiso para contar las historias como se puede, como sale, apelando a una vitalidad diferente y a códigos de comunicación vinculados, sobre todo, al deseo de establecer diálogos con la industria del entretenimiento. Muchos de estos materiales apuestan a provocar reminiscencias basadas en la experiencia previa de los espectadores, buscando reavivar las vivencias de miedo, horror y fascinación que suelen experimentarse frente al cine comercial, de lleno, en la adolescencia.
En Uruguay, uno de los grandes referentes de este cine es Ricardo Islas, director, productor y actor que, en la película de Contenti, interpreta al villano, el excéntrico y oscuro «asesino comeojos». Cuando Islas empezó a filmar películas de terror, ni siquiera había ley de cine en Uruguay. Los otros dos nombres grandes del llamado terror charrúa son Guzmán Vila y Gustavo Hernández. El segundo logró avanzar con el tiempo hacia una financiación más «profesional» de sus películas.2 Por su parte, si bien el trabajo de Federico Álvarez está vinculado con el género, sus condiciones de producción son muy otras, así que es difícil pensarlo dentro de este grupo. Luego está Manuel Facal, cuyas películas se corren de los lineamientos duros del terror hacia el trabajo con formatos más híbridos, que le sirven para coquetear con la comedia o las road movies, explorando a fondo el universo de lo bizarro y lo grotesco. Facal, guionista de Al morir la matinée, estrenó el año pasado una de las películas del cine nacional reciente que más se destacan por su desparpajo y creatividad: Fiesta Nibiru. Otro nombre que puede comenzar a mencionarse alrededor de este cine es el de Eva Dans, la directora que está terminando un policial de pronto estreno –que ella misma protagoniza– llamado Carmen Vidal, mujer detective.
A pesar de contar con un carácter un poco más mainstream, Al morir la matinée se sitúa en ese universo de pertenencia, y el gesto de que Islas encarne el cuerpo del asesino evidencia una notoria voluntad de reconocer a quienes, en nuestro país, han incursionado antes en el género. Sin embargo, da un paso más allá: es brillante en la administración de sus recursos y no tiene nada que envidiarles al ritmo ni a los efectos especiales de una película filmada con más plata. Esa precisión no está solamente vinculada con la dirección de actores: Contenti logra el pulso del entretenimiento abriendo una apuesta fuerte a todas las dimensiones del trabajo cinematográfico, prestando muchísima atención a las decisiones vinculadas con la fotografía, el arte y el montaje.
Uno de los desafíos era, sin duda, contar todo eso que pasaba en la misma sala de cine sin repetir los escenarios hasta cansarse. La mayoría de las veces, la variedad de espacios aumenta la riqueza visual de una película. Así, el hecho de que los espectadores estén viendo, ellos mismos, un filme2 es el primer elemento que le permite al montaje de Al morir la matinée ampliar su universo espacial, porque la película logra salir un poco de sí misma y dialogar con otro plano de la realidad, con ese aterrador afuera que propone la pantalla. A su vez, el pacto de verosimilitud que establecemos con el hecho de que estén mirando una película le da lugar al fotógrafo para, al iluminar los asesinatos, utilizar a su antojo las variables de luminosidad y color. Todo vale (los rojos, los azules, los verdes) porque nos mantenemos creyendo que esas luces son diegéticas. Lo mismo sucede con el plano sonoro: como están mirando una película de terror, los sonidos, los gritos, los gemidos, los rugidos encuentran un entorno racional para suceder, y eso los salva de quedar forzados.
Pero, además, ¿qué lugares son «contables» dentro de un cine, aparte de la sala? La película responde a esa pregunta con gran astucia y hace aparecer un montón de rincones dentro de la gran locación: la boletería, el baño, el hall de entrada, la sala de proyección, las escaleras, los pasillos y hasta un detrás de la pantalla, que es como una especie de sótano olvidado. Eso le permite a Contenti trabajar con los traslados entre los espacios, enfatizando el suspenso y dando lugar a transiciones que se combinan de forma muy consciente con la apuesta narrativa coral, compuesta por una amplia variedad de personajes que van muriendo de a uno (o de a dos). Cada personaje tiene su espacio, un espacio que podemos reconocer claramente; cuando se mueve de ahí, cuando se anima a correrse o trasladarse, es cuando se encuentra con el asesino.
En esa especie de coreografía constante y muy efectiva –que también es buena para establecer en nuestras cabezas la idea sostenida de que lo que vemos está sucediendo en tiempo real– se despliegan el humor y la violencia. La película logra llevarnos de la mano para jugar con nuestras expectativas, a veces explorando un registro metalingüístico y riéndose de sí misma, a veces haciéndonos sentir en el cuerpo la crueldad de esa especie de monstruo que retrata. Es particularmente dura la escena en la que muere la chiquilina con el proyector, casi al final. En ese último clímax la violencia deja de parecerse a un juego y se convierte en una mueca cínica, un amargo reflejo del tiempo que estamos viviendo.
La buena noticia es que el cine uruguayo sigue ampliando sus horizontes y estirando los límites de lo posible, y por eso esta película es un motivo de festejo. Los amantes del slasher, el giallo y la comedia negra no deberían dudarlo un segundo: vayan, les va a gustar.
1. Al morir la matinée se proyecta todos los días a las 19.10 en Cinemateca, y el sábado 5, a las 20 hrs, en la sala B del Sodre.
2. Véase elobservador.com.uy/nota/los-amantes-criollos-del-terror-2015531500.
3. Un lindo dato curioso es que la película que están pasando en la sala es Frankenstein: el día de la bestia (2011), dirigida por el propio Ricardo Islas.