Escuela de palabras - Semanario Brecha

Escuela de palabras

Olor a papel y lápices de estreno.

Foto: Agencia Foco, Gastón Britos.

Las referencias, como un mapa trazado en el aire, aparecían a fines de febrero, cuando comenzaba a despertarse en él un sueño recurrente: iba descalzo a su primer día de escuela. Recién notaría la desnudez de sus pies, las ranuras de las baldosas como un tatetí, cuando sonaba el timbre y debía formar fila bajo el rigor de la altura y el sexo, a veces junto a la campana de esa incertidumbre llamada maestra nueva. Por entonces la democracia comenzaba a ser –otra vez– una niña recién parida, aún con la tibieza del horror. Pero el niño de carne y hueso (o el onírico) no sabía nada de eso, la preocupación estaba en la enorme vergüenza de estar descalzo junto a sus nuevos y viejos compañeros, aunque ninguno pareciera darse cuenta.

¿Volvería a su casa? ¿Llamaría a su madre? ¿Le pediría championes al ropero destinado a los más humildes, o a los caídos en esa temida necesidad fisiológica? Como sucede a menudo, el sueño se evaporaba instantes previos a encontrar una solución para el entuerto. Entonces corría por el cuello el alivio: faltaba tiempo para retomar la escuela con nuevo banco y compañero, con olor a papel y lápices de estreno, con piojos, con una maestra ya conocida de vista o por algunos rumores llenos de elogios, miedos, blasfemias. Faltaban semanas para una nueva instancia en la que enfrentarse al saber, sencillo para el que después ha estudiado mucho o sigue alimentando su curiosidad, pero tan esencial como el esqueleto, o como los dedos para el que sueña con tocar un instrumento.

VISIÓN DEL ESPACIO. Cierro los ojos. Sentado con comodidad, respiro hondo; sin ver escribo sobre el silencio. Hace años que no entro a esa escuela, pero sabría caminar por ella sin mayor dificultad. Ingreso por lo que llamaban terraza. Penetro las puertas blancas y el damero, veo al fondo el retrato de Blanes, flanqueado por el salón de jardinera y la dirección. Más cerca del cuadro, a la izquierda está el largo comedor con balcones hacia la calle, y antes de su puerta algunos recuerdos de antiguos alumnos entre los cuales hubiera deseado estar. A la derecha del pintor, el principal espacio: primer patio y aulas, salón de actos con piano y escalera al primer piso; segundo patio, los respectivos baños. Las aulas son amplias, la mayoría con pisos de madera.

Pienso rápidamente en qué salón estuve cada año; los recuerdo con precisión. Ahora estoy arriba, en tercer año, son las ocho de la mañana y un murciélago se esconde detrás de una añosa biblioteca de roble; emite sonidos mientras muestra su ala rota, indicio suficiente para hacer gritar a las niñas, como si se tratase de un apagón súbito de luz. Antes de que llegue la maestra, entre pulgar e índice Aníbal lo toma de su ala en harapos y lo lanza sobre el techo del corredor que se encuentra debajo de la ventana. El quiróptero se sigue moviendo, pero no puede volar. El día hace el resto del trabajo.

Junto a tercero está el aula destinada a clases de informática. La escuela tiene dos computadoras, las pantallas son negras y las letras blancas, la profesora se pone muy nerviosa cuando alguno se equivoca y aprieta un botón que no es. Pasando esta sala y la escalera, en el salón de quinto la maestra acaba de salir. Dentro, un puñetazo bien dado deja mi ojo negro. Veo la puerta gris de dos hojas abriéndose y la figura colosal del director ingresando tras el llamado de la joven maestra. Escucho palabras solemnes. No logro recordar si nos pedimos disculpas, lo cierto es que el Mono empezó todo con unos manotazos, y en mi intento de pegarle en la panza, su propietario se cubrió y apuntó con éxito a mi cabeza, dejando clara su experiencia en riñas de pueblo, y mi total inexperiencia.

ELENA. Esperaba con ansias el momento de aprender a escribir. Se recuerda haciendo garabatos en una hoja, muy cerca el sonido de la Olivetti celeste de su madre, muy presente la caligrafía de su padre. Hasta que Elena le enseñó el alfabeto, letra por letra, con una dedicación que todavía lo conmueve. Al frente de la clase, oculta detrás de sus lentes y su túnica blanca, compartía con enorme paciencia el tesoro del idioma, los grafemas formando palabras que se volverían propias para transformarse en la mejor herencia posible, aunque cada vez más devaluada.

Le han contado que Elena, ya muy anciana, casi ha olvidado las palabras y viaja por otros pliegues del mundo, quizás hurgando en azarosas imágenes de estos tiempos, aunque sin signos lingüísticos que puedan traducirlas. Pocos destinos suenan más porfiados para alguien que abrió el camino de la lectura y la escritura.

ESPACIO DOS. Sigo con los ojos cerrados. Ahora bajo las escaleras y allí me doy cuenta de que la escuela no tiene pasto. El viejo edificio frente a la plaza de la ciudad tiene plantas, pero es poco el verde. Veo a Patria –la secretaria– retando a un estudiante porque le saca hojas a un arbusto plantado en una maceta.

—¿A vos te gustaría que te arrancaran las orejas? –le pregunta en un solo grito, frente a varios de nosotros.

El niño la mira con susto, pero no responde. Entonces lo hago por él:

—La relación no es equivalente, secretaria, está mal lo que hizo Pablo, pero las hojas vuelven a crecer, las orejas no.

La clase de música está por comenzar; debe ser martes. El pelo lacio de la vieja pianista nos enseña algunas cosas pero aprendo poco, usa una antena de radio para señalar la pizarra llena de negras y corcheas, y cada golpecito me irrita. En los actos a veces ejecuta el himno y suena realmente bello, pero últimamente no lo hace, entonces Patria pone el grabador rojo sobre una silla y todos cantan embelesados, sobre todo la marcha “Mi bandera”, que pone fin a nuestros dos pies sobre la misma baldosa.

En cuarto disfruto de la clase, qué buena maestra, allí escuchamos una entrevista que hicimos con el mismo casetero Philips. Cruzo a segundo, y tres años antes del ojo negro el director nombra mi apellido al final de una lista de compañeros, diciendo, con ese protocolo suyo, que la conducta podría hacer peligrar mi año. Opuesto panorama el de sexto: allí debo cargar la bandera, y cierto orgullo se mezcla con el temor de no poder soportar su peso en pleno “Himno nacional”.

Al fin llego al inicio –jardinera–, están las pequeñísimas sillas de siempre y el jugolín de las cuatro. La maestra está sentada junto a una amplia alfombra; como una falda de inocencia todos los niños la rodean, sedientos de ese alimento llamado lectura. Hay algo de hada en esa muchacha apasionada y maternal, más perceptible aun cuando quedó embarazada y entró como suplente una mujer mayor, una bruja malvada que nos llenó de gritos y rigideces.

Momento justo para salir a la vereda, abrir los ojos, dejar de escribir sobre el silencio.

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