Buenos Aires es una ciudad donde convive la estética de lo imponente con la miseria de la civilización, subproducto de lo que llamamos desarrollo. Así, frente al fastuoso teatro Colón, un matrimonio con sus dos hijos mendiga alguna limosna o alimento sobrante de los transeúntes. Sobre Diagonal Norte, cuna de los recaudadores del mundo, se alojan los derrotados del sistema, y desde las espejadas torres de Puerto Madero se puede divisar, a escasos metros, la Villa 31, una de las más pobladas de la ciudad. Hace pocos años se instalaron, en distintos puntos de la ciudad, bancos de cemento que simulan ser de terciopelo. Y por ahí anda la cosa, entre la dureza que sucede y una apariencia que seduce.
En esa lógica perversa se inscribe el Abasto y todo lo que contiene. El shopping de la avenida Corrientes es una cáscara de lujo que almacena en sus entrañas almas desoladas y errantes, en algún punto sobrantes para este sistema que, como denunciaba Eduardo Galeano, vomita hombres. Dentro de la ostentosa edificación hay una lujosa fuente de agua hecha de granito negro que los visitantes utilizan como “fuente de la buena suerte”, donde arrojan monedas mientras esperan que el destino sea cortés y les abra puertas de gloria. Cuando el sol cae, la fuente se transforma en olla al final del arco iris para los olvidados. Brillantes y empapadas de pena, las monedas son extraídas por personas que buscan ayuda y dignidad en la estación de subte Carlos Gardel.
En el pasillo que conecta la salida del Abasto con los andenes, entre tentadoras promociones de las cadenas trasnacionales de comida rápida, yacen personas desamparadas. Una de ellas es Santiago Pinetta. Todas las tardes, entre las 16 y las 17 horas, Santiago llega a paso lento, algo encorvado, producto de sus 84 años, y con un banquito para encontrar algo de comodidad en la indecorosa tarea de pedir una contribución a las personas que transitan por el lugar. Siempre de camisa impecable, con pelo y barba blancos, pantalón cómodo y sus manos extendidas, repite en voz baja: “Ayuda, ayuda”. Muchos de los que desfilan por ese pasillo, dominado por la cara de un Gardel multicolor, identifican a Santiago y balbucean: “Es ese, es ese, el que mostraron en la tele”. Santiago parece haber recobrado algo de la notoriedad que supo conquistar en los años noventa como periodista, luego de destapar una escandalosa licitación del menemismo que el Banco Nación había armado a medida para la Ibm. Son momentos bien diferentes: hace dos décadas él escribía un libro para desarticular un obsceno negocio valuado en 250 millones de dólares, hoy los medios han convertido su miseria en morboso placer. En el mercado de la abundancia, la penuria cotiza en alza.
Sí, Santiago “es ese”, ese al que sus colegas se arriman para hacerle dos o tres preguntas de rutina y se esfuman tan rápido como llegaron.
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En 1945 comenzó a trabajar en Clarín, aunque supo destacarse, a lo largo de los años, en La Razón, Crítica, El Mundo, la revista Primera Plana y en radio. Era un periodista que ponía cuerpo y alma en su trabajo, de los que preferían estar en el lugar de los hechos a leer cables de agencia. Presenció el bombardeo a la Plaza de Mayo en 1955 y fue secuestrado y detenido en Campo de Mayo entre noviembre de 1976 y febrero de 1977. Es autor de 14 libros, entre investigación, ficción y poesía.
Santiago Pinetta merece un lugar en el altar del periodismo criollo: develó el primer caso de corrupción del menemismo que pudo esclarecerse, con personas que confesaron el cobro de suculentas coimas en dólares. Gracias a sus denuncias se recuperaron 7 millones de dólares que dormían en cuentas suizas de ex funcionarios.
En 1993 el Banco Nación había solicitado la informatización de todas sus sucursales. Ibm ganó la licitación. El Plan Centenario fue un negocio de 240 millones de dólares que incluía 37 millones en coimas, de los cuales la empresa de informática pagó 21 millones a funcionarios.
De ese fraude –del que Santiago se enteró por sindicalistas del banco que lo contactaron con autoridades de segunda línea– nació el libro La nación robada, publicado en febrero de 1994 y solventado con fondos que él mismo consiguió luego de tocar varias puertas. Sin embargo, en marzo de ese año el pacto Ibm-Banco Nación fue rubricado. La prensa no publicó línea alguna sobre la investigación. En la radio tampoco se mencionó su trabajo. La televisión mientras tanto distraía y alternaba imágenes de los pomposos preparativos para el Mundial 94 con las de nuestro heterodoxo presidente fashion y cool que buscaba un segundo mandato.
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Santiago continúa con las manos extendidas hacia las almas piadosas que buscan ayudarlo con algunos pesos, masitas o agua. Los billetes que recibe los lleva a no más de cinco centímetros de sus ojos para conocer su valor; las cataratas, junto a la artrosis en sus rodillas, son obstáculos que debe sortear diariamente para ubicarse en su banquito y mutar en una presencia ausente, una de las tantas que habitan la calle.
Bebe un sorbo del café que le traje y me explica que regaló a varios jueces federales un ejemplar de La nación robada, con la esperanza de que la investigación adoptara la forma de litigio. Al no obtener respuestas decidió redactar una denuncia por cuenta propia, y en mayo de 1994 se la llevó a un fiscal de Cámara, que le respondió: “Retirala, este es tu pase al cementerio”. Santiago decidió no abandonar su investigación y presentó la denuncia, que llegó al juez federal Adolfo Bragnasco, quien inmediatamente la congeló. Cuatro días después la vida de Santiago inició una lenta y tortuosa metamorfosis. En la esquina de Loria y Rivadavia tres personas lo interceptaron y lo golpearon brutalmente. Un mes más tarde los medios que habitualmente compraban sus notas de free lance comenzaron a rechazarlas, y los teléfonos del Sindicato de Periodistas le devolvían un tono agudo infinito.
Durante un año vivió asediado por el miedo ante algunas amenazas aisladas, pero con la esperanza de que la denuncia que había entregado reviviera en algún momento. Sucedió la mañana del 16 setiembre de 1995, cuando el Fbi allanó la sede de Ibm, consecuencia de la ley estadounidense que prohíbe que las empresas de ese país paguen sobornos o coimas. Ese mismo día por la tarde, cerca de las 18 horas, Santiago sufrió un segundo atentado: caminando por avenida Callao, entre Rivadavia y Mitre, un taxi lo pasó por encima. Con 14 fracturas a lo largo y ancho de su cuerpo, pasó siete meses y medio internado en la Clínica Colegiales. Con el tiempo se comprobó en la justicia que el taxi era en realidad un auto de la Secretaría de Inteligencia del Estado (Side), pero no se encontraron culpables. Por las noches, sin poder conciliar el sueño, con un cuerpo cansado del reposo prolongado, su mente se transformaba en un loop eterno que repetía: “Este es tu pase al cementerio”.
En abril de 1996 abandonó la clínica y en junio de ese año recibió un llamado de un grupo de periodistas interesados en entrevistarlo. Santiago no dudó un instante y aceptó la propuesta, era lo que había esperado durante largo tiempo: que su investigación comenzara a levantar vuelo en el ambiente y también su nombre, censurado y silenciado por las esferas del poder.
Esa tarde, gris y fría, anuncio de un invierno duro, Santiago esperaba en su líving. Escuchó unos pasos apresurados por el pasillo que se detuvieron súbitamente frente a su apartamento. El timbre sonó tres veces. Santiago se levantó del sillón, dio cuatro o cinco pasos y abrió la puerta. “En cuanto los vi supe que no eran periodistas”, cuenta con algo de angustia en la voz. Recibió una trompada con una manopla de acero que le abrió los labios y le arrancó el 60 por ciento de la dentadura. Mientras la sangre caliente y espesa bajaba por su cuello, los matones esgrimieron algunas amenazas y abandonaron el lugar. En ese entonces el periodista no sabía a qué le temía más: si a la vida o a la muerte.
Tan duro y áspero iba a ser ese invierno, que diez días después de haber iniciado, el 31 de julio de 1996, Santiago sufrió otra agresión. En la madrugada, mientras caminaba por avenida Corrientes, cuatro personas lo golpearon y arrojaron al suelo mientras gritaban: “Dejate de joder con el Banco Nación y con Dadone (el ex-director del banco), porque si no te hacemos mierda a vos y a toda tu familia”. Los gritos y las patadas sobre su cuerpo caído son lo último que recuerda. Despertó en una cama del hospital Ramos Mejía; en su pecho, con una navaja, le habían escrito: “Ibm”. El destino, caprichoso, quiso que esos golpes los recibiera a una cuadra del Abasto.
En las expresiones de Santiago hay algo de cansancio, agarro su mano y le aviso que me retiro. Asiente con la cabeza y me despide, agradeciendo la charla.
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Otro día llego y está ubicado algunos metros más cerca de la puerta del Abasto, porque en “su” lugar hay un hombre durmiendo. Según el cartel a su lado, fue payaso, conquistó la risa de miles de niños, pero el infortunio lo privó de trabajo, familia e ingresos. Con una gran sonrisa dibujada en el cartel, apela a la solidaridad de los transeúntes.
Mi llegada sorprende a Santiago, que me rastrea con los ojos un poco perdidos pero utilizando el sonido de mi voz para orientarse en el espacio. “Es difícil estar acá, y es bueno que alguien se acerque a hablar un poco. A mí me mata estar acá”, explica con la voz frágil, titubeante. Cuenta que la causa Ibm-Banco Nación dejó un solo condenado que no cumplió su condena, y que Ibm continuó manejando la informática del Banco Nación y la de otros bancos importantes que operan en Argentina. La lucidez mental con que relata su historia contrasta con el cuerpo cansado de Santiago. Explica que su investigación periodística sobre el caso fue un ancla que lo hundió en las profundas oscuridades de la profesión. No pudo integrar otra planta de redacción ni lograr que aceptaran sus artículos como periodista independiente; su nombre fue censurado y él lo adjudica a la presión del gremio periodístico, “un gremio asqueroso”, asegura.
Santiago tuvo 11 hijos, pero la vida le arrancó a dos. Ambas pérdidas se produjeron antes de su investigación. El primero falleció a los pocos meses de nacer, producto de una enfermedad terminal. La segunda fue una hija adolescente atacada mientras esperaba un tren que la llevara a la capital. Según le contaron, ella intentó huir de los manotazos groseros de dos hombres, dio un paso en falso y cayó a las vías justo cuando pasaba la máquina. “Todavía la extraño”, dice. Le pregunto por el resto de sus hijos. Con excepción de uno, todos emigraron del país en busca de un futuro más promisorio y estable. “Tengo hijos en Canadá, en Nueva Zelanda, en Australia y Europa. Sin embargo, mis padres me enseñaron algo. A los hijos no hay que pedirles nada. Mis papás nunca me pidieron nada y yo hago lo mismo con mis hijos”, comenta.
Una mujer se acerca con una botella de agua fresca y algo de dinero para Santiago. “Le traigo agua fresca porque vi que tiene poca. Gracias por lo que hizo, gracias de corazón. Ojalá lo ayuden”, le dice mientras le acomoda la botella al lado de su banco. “Gracias, muchas gracias”, responde él.
Santiago comenta que ningún gobierno en los últimos 20 años lo llamó para ayudarlo en algo. Cuando a mediados de marzo pasado las cámaras lo encontraron y lo usaron como insumo de la televisión basura, autoridades de la ciudad de Buenos Aires se contactaron con él para ofrecerle un lugar donde vivir. “Les agradecí y les aclaré que no me sirve. Tengo un lugar donde vivir, que literalmente es un sótano, pero vivo. Mi problema central son los medicamentos, los precios me estrangulan”, aclara.
Sin la ayuda de las personas que transitan por la estación Carlos Gardel no podría costear los remedios que lo mantienen vivo y los suplementos alimenticios que lo mantienen activo. Después de cuatro atentados la salud pasa factura: sufrió un Acv y tiene dos by-pass en el corazón. Necesita nueve remedios y siete suplementos por mes.
El 19 de marzo recibió una llamada del Banco Nación, que le prometía ayuda. Santiago aún espera que lo contacten nuevamente. “Todos esos pasos implican mucha burocracia, pero a mí la vida se me apaga. Lo único que quiero es terminar mis días con dignidad. Que alguien recuerde que salvé una de las instituciones más importantes y a miles de familias que dependían de esos salarios que se podrían haber perdido. Y, sobre todo, que no me arrepiento de lo que hice”, insiste.