Espera, ansiedad y aceleración - Semanario Brecha
Desafíos del gobierno en materia de seguridad para 2026

Espera, ansiedad y aceleración

opinion

Nuestros países enfrentan un triple desafío en materia de violencia y criminalidad.

El primero es la magnitud de las violencias y los delitos, y su relación con las desigualdades múltiples.
La historia latinoamericana es la historia de una violencia estructural, al punto de ser la región con las tasas más altas de homicidios en el mundo. En la última década, el proceso uruguayo se ha ido acercando a los promedios regionales y aquellos elementos que nos preservaban hace ya tiempo que comenzaron a fallar. La comprensión del problema del delito no puede estar desacoplada de una dinámica regional ni de un proyecto político de desarrollo que haga de la inclusión y la igualdad su centro de acción.

El segundo desafío nos remite a los altos niveles de polarización política a la hora de tramitar las discusiones sobre seguridad. Las derechas han asumido un discurso violento cuando son oposición, pero también cuando ejercen el gobierno, bajo retóricas y prácticas que priorizan la autoridad y el orden, y un supuesto eficientismo en el control del delito. Se buscan adhesiones electorales en desmedro de la legitimidad democrática y la garantía de derechos. Esa radicalidad conservadora tiene un doble fin instrumental: además de buscar respaldos masivos, pretende también encubrir todas las tramas de complicidad con el ejercicio delictivo del propio poder. Los cinco años del gobierno de coalición, con el caso Astesiano como referencia emblemática, ilustran ese talante. En ese escenario, el campo progresista y popular ha quedado fragmentado y desnorteado, casi sin agenda, salvo el mimetismo con algunas medidas de políticas impulsadas por las corporaciones del sistema penal y por el mercado de la tecnología del control.

El último desafío se vincula con unas instituciones que han sobrevivido hasta aquí sin grandes transformaciones, dejándose llevar por las inercias y por las adaptaciones a las demandas sociales. Las políticas que se han aplicado en el último tiempo no solo no han funcionado, sino que sus formas y sus contenidos han sido profundamente contraproducentes. Una buena parte de las dinámicas del delito, incluyendo la criminalidad organizada, proviene –directa o indirectamente– de las propias lógicas de las instituciones del sistema penal.

En nuestro país, el nuevo gobierno que ha asumido en marzo tiene que navegar en una situación social, económica e institucional de extrema precariedad. Un país macroeconómicamente estable y que, sin embargo, se encuentra atravesado por profundas fracturas sociales. Las violencias, los delitos e incluso las propias representaciones sobre la inseguridad hacen pie en esta geografía. Venimos de cinco años de problemas agravados, hábilmente escondidos mediante mediciones sesgadas de los delitos, retóricas de respaldo a la Policía (que en los hechos solo implicó un profundo proceso de desprofesionalización) y publicidad de operativos antidroga. Asumir la gravedad de la situación ha sido uno de los méritos del actual gobierno, que ha plasmado hasta el momento una gestión sobria, a veces un poco inexpresiva, sin caer en las trampas discursivas a las que estamos acostumbrados.

Durante estos primeros meses de gestión se han tenido que enfrentar los problemas de siempre: la intensidad de la violencia homicida, la violencia de género y los femicidios que no ceden, la crítica situación en las cárceles, algunos atentados atribuidos al crimen organizado y un cierto rebote de los robos violentos. Capítulo aparte merece el abordaje que el gobierno hizo de las personas en situación de calle en contexto de emergencias por las olas de frío, que implicó un conjunto de intervenciones que logró neutralizar las violencias policiales a la hora de los traslados, aunque sin lograr todavía medidas más permanentes y sostenibles.

Concluido el año, y luego de algunos meses de luna de miel, la gestión en seguridad presenta altos niveles de desaprobación; se ha obtenido un presupuesto que prioriza la seguridad (aunque mucho más desde las inercias que desde las novedades programáticas); se presentó un promisorio programa de vivienda para los barrios más vulnerables, y se concluyó un intenso diálogo para la elaboración de un plan nacional de seguridad, cuyos primeros insumos ya se conocen. El gobierno en general y las políticas de seguridad en particular enfrentan una coyuntura muy difícil, que exigirá movimientos, reacciones y reorientaciones discursivas, en medio de una situación que combina un escenario geopolítico muy adverso, una dinámica política marcada por impulsos violentos y un conjunto de problemas sociales de larga data.

La elaboración y la puesta en marcha de un plan nacional de seguridad, que deberá sí o sí traer novedades y cambios discursivos sobre el tema, y las formas de posicionarse de la oposición (cuyas estrategias ya son fácilmente advertibles) marcarán un tono muy distinto para el año 2026. La seguridad volverá a estar con fuerza en el centro de la discusión y no habrá forma de eludir los conflictos políticos. La ilusión tecnocrática de navegar por fuera de las dinámicas políticas –a las que considera muchas veces como irracionales– puede ser útil para fijar algunos parámetros y puntos de agenda, pero a la larga puede contribuir a reforzar el clima antipolítico. Un plan de seguridad no puede valorarse solo por las promesas de lo que funciona, sino, además, por sus alcances políticos para promover conversaciones, priorizar demandas, construir diálogos y alianzas para favorecer la sostenibilidad, vencer resistencias corporativas y comprometer recursos. Esta es la pulseada decisiva que tiene el gobierno para lo que viene.

Un plan debe nacer de un proyecto político y todo su despliegue instrumental tiene que estar orientado a obtener resultados sustantivos que sean fuertemente consistentes con ese proyecto político. La evidencia, lo que funciona, los resultados, el impacto no son ajenos a discusiones metodológicas e interpretativas sobre las visiones últimas de los procesos sociales y políticos. Lo que queremos decir es que tienen que emerger convicciones fuertes y tiene que haber disposición real para asumir conflictos que son inherentes a la propia política.

Hay, sin embargo, otro escenario clave: las transformaciones más importantes hay que seguirlas en el plano de la integración social, en los esfuerzos para acompañar trayectorias, en las capacidades del sistema educativo, en las intervenciones territoriales y en las políticas de infancias y adolescencias, y sobre esa base evaluar también los despliegues preventivos para incidir sobre los principales factores de riesgo de la violencia y el delito. Hay que poder construir una mirada evaluativa de esas esferas, que no siempre se presentan articuladas, pero que pueden dar la clave para comenzar a torcer algunas tendencias negativas muy largamente instaladas. Por eso es estratégica la construcción de un área de conocimiento para salir de las rutinas clasificatorias habituales de los delitos y los operativos, y poner el ojo en procesos decisivos. Los espacios territoriales que concentran la mayor cantidad de problemas deberán ser escenarios privilegiados para el despliegue de una política pública orientada a revertir los nudos más críticos.

Si el proyecto político sobre seguridad se limita solo a acciones de control del delito o a mostrar operativos antidrogas (por cierto, y para atajar a algún mal intencionado, es clave que el Estado impida la instalación de redes criminales), si lo que tenemos que esperar es que se nos diga que el modelo Bukele es digno de estudio y que tiene «cosas buenas» (como más de uno se ha animado a enunciar), si la ansiedad se calma solo con ilusiones tecnocráticas sobre lo que sí funciona según la literatura internacional, correremos más riesgos de los que ya hay, pues dilapidaremos nuestras propias bases de apoyo sin lograr ser más creíbles ante los ojos de aquellos que pretendemos convencer con nuestra moderación estéril. Hay que acelerar, pero bajo convicciones que están ahí, vivas, latentes, y bajo nuevos esfuerzos de articulación política, cuyas posibilidades también las tenemos al alcance de la mano. En definitiva, hay que reaccionar a tiempo si no queremos que una nueva ola regresiva –que se huele por todos lados– nos arrase sin retorno.

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