Con la salida democrática y los cambios tecnológicos que posibilitaron la factura de un cine hecho en video empezaron a aparecer materiales que reconocían la potencia de las imágenes en movimiento en la lucha por la memoria y la construcción de la opinión pública. El cineasta César Charlone filmó en 1980 –aún en plena dictadura– la película Y cuando sea grande, referida a la apropiación de niños y niñas y a la búsqueda desesperada por parte de sus familiares y de distintos organismos de la sociedad civil. En 1985 el cineasta César di Ferrari dirigió Elecciones generales, sobre los primeros comicios democráticos luego del régimen dictatorial. Los ojos en la nuca, de 1988, fue dirigida en colectivo por Grupo Hacedor, y articula en varios capítulos su denuncia de la arbitrariedad dictatorial. Para pensar en la segunda mitad de los ochenta contamos con el libro Cema. Archivo, video y restauración democrática, editado por Beatriz Tadeo Fuica y Mariel Balás, que se dedica a analizar varios materiales de ese colectivo de jóvenes músicos, fotógrafos, periodistas y autodidactas audiovisuales que se volcaron hacia el cine y lo hicieron en video. En uno de sus artículos leemos: “Así como en los años sesenta y setenta el cine propició colaboraciones entre algunos realizadores del continente con el objetivo de contribuir a los movimientos revolucionarios, en los ochenta y noventa el video pasó a considerarse una herramienta de información y creación necesaria para recorrer las transiciones políticas, económicas y sociales de la época”. La salud, la educación, la situación de la mujer, la militancia sindical, los derechos humanos, la relación entre el arte y la política: estos temas fueron abordados en varias ocasiones y en diversos tonos por profesionales vinculados al Centro de Medios Audiovisuales (Cema), que funcionó como el gran centro de creación documental de su tiempo. El cordón de la vereda, por ejemplo, recorría las calles de Montevideo en 1987 para conocer la opinión de los montevideanos en torno al juicio a los militares. Entretelares contaba, en 1988, la situación de las trabajadoras textiles. La esperanza incierta, de 1991, reflexionaba en imágenes sobre el destino político del Cono Sur y las diferentes transiciones democráticas. Pasacalle. Negros, coproducida con Canal 10, era un informe periodístico sobre el racismo y la inserción de los afrodescendientes en la sociedad uruguaya. Estos y otros títulos, que de algún modo quedaron más pegados a la televisión que al cine, demuestran que la conciencia de la potencia política del audiovisual no estuvo para nada ausente en ese tiempo. Su existencia habilita ese rescate doble que interesa a la historia de un país: nos permiten asistir a la manera en que una época se pensaba a sí misma, y a partir de esa evidencia repensarla desde el presente.
Una acotación nada menor para pensar el cine político es cuál es su relación con el documental y la ficción. En Uruguay, en términos ficcionales, es sobre todo el tema de los derechos humanos el que ha aparecido en el cine, en la voluntad de construir relatos alternativos y reconstruir la historia desde diversos puntos de vista. Polvo nuestro que estás en los cielos, de Beatriz Flores Silva, y Paisito, de Ana Diez, ambas de 2008, abordaron el tema. Más cerca en el tiempo encontramos Zanahoria (Enrique Buchichio, 2014), centrada en la imposibilidad de los familiares de detenidos de-saparecidos de conocer la verdad, y Migas de pan (Manane Rodríguez, 2016), que reconstruye la historia de las mujeres encarceladas y torturadas durante la dictadura. Otra historia del mundo, de 2017, presenta la época en forma de fábula, tomando una pequeña anécdota de pueblo. Las fechas de estos títulos dan cuenta de la existencia de lo que la cineasta Virginia Martínez llama “período de silencio”. Esta idea se refiere a un momento en el que, antes de 2005, no había una producción sostenida sobre estos temas (ni tampoco una continuidad en el cine de ficción que permitiera el abordaje de otras problemáticas sociales). Sin embargo, hacia fines de los noventa ese silencio era roto por la propia Virginia Martínez en codirección con Gonzalo Arijón, con quien estrenó el documental Por esos ojos (1997), que cuenta la historia de Mariana Zaffaroni, una niña uruguaya apropiada en el marco del Plan Cóndor, y su abuela María Esther Gatti, quien la buscaba incansablemente.
Virginia Martínez (que en 2000 también realizó Ácratas, contundente documental sobre el anarquismo expropiador uruguayo de los años treinta), junto a Aldo Garay y José Pedro Charlo, pueden ser pensados como los cineastas políticos más importantes de su generación, ya que aún se encuentran realizando películas y su obra teje un puente ideológico con el presente. En 2008 los tres convergen en El círculo (Virginia Martínez como productora y Garay y Charlo como directores), esa pieza tan importante sobre la memoria del dirigente tupamaro y rehén de la dictadura militar uruguaya Henry Engler. Garay venía de hacer en 2005 Cerca de las nubes, donde narra la vida en el pueblo de Quebracho, mostrando la terrible despoblación del campo y el enorme esfuerzo por sobrevivir que hacen sus pobladores. Luego realizaría El casamiento (2011), sobre una pareja de veteranos que se conocieron en una plaza: Julia Brian, una trans que había estado en situación de calle, e Ignacio, un obrero de la construcción. El abordaje del derecho a la identidad y al amor encuentra una radicalización en El hombre nuevo, de 2015, donde Garay retrata a Stephanía, una travesti nacida en Nicaragua que en plena revolución sandinista fue adoptada por una pareja uruguaya de militantes de izquierda. José Pedro Charlo, por su parte, había realizado en 2004 A las cinco en punto, sobre la manifestación de repudio al golpe de Estado del 9 de julio de 1973, cuando fueron detenidos Liber Seregni, Víctor Licandro, Carlos Zufriategui y Walter Santoro. En 2012 estrenó El almanaque, donde cuenta la experiencia de Jorge Tiscornia, un preso político que había estado, como él mismo, recluido en el penal de Libertad. Sus curiosas estrategias de supervivencia son la excusa para seguir trabajando en una memoria fragmentada, que se resiste a dejarse encasillar.
La película DF. Destino final (2008), de Mateo Gutiérrez, supone una transición generacional, porque ya es la película de un hijo. En ella el cineasta cuenta la vida de su padre, Héctor “Toba” Gutiérrez Ruiz, asesinado en la dictadura. Reconstruye con archivos y testimonios su historia, y en esa búsqueda serena pero angustiante de la identidad de su padre ausente y de la suya propia se dibuja un cine de una potencia abrumadora, en el que la demanda de verdad y justicia se vuelve urgente porque su necesidad nos pasa por el cuerpo. Del mismo modo, aunque en una producción francesa, la directora uruguaya Maiana Bidegain había filmado en 2007 Secretos de lucha, en la que hace un hondo viaje familiar para dar a conocer la oscuridad de la dictadura uruguaya y la violencia implícita en el exilio.
En los últimos diez años, más de cincuenta títulos documentales engrosaron la filmografía nacional. Mientras los directores Mario Handler y Mario Jacob seguían haciendo obra, al igual que la generación siguiente de Garay, Charlo o Martínez, toda una camada de jóvenes empezó a proponer nuevos abordajes políticos del cine. Es claro que si proclamamos que toda película documental es política no podemos establecer una categoría clara de pensamiento al respecto, y no es la intención de este artículo diferenciar exactamente qué es político de qué no lo es, sino más bien provocar esa pregunta en el lector. Pero sí propongo establecer una distinción simple entre películas referidas a temas sociales: aquellas que se centran en narrar el pasado para construir un aporte de corte histórico, aquellas que observan el presente con intención objetiva, y aquellas que eligen retratar el presente o el pasado con una notoria voluntad crítica o de denuncia concreta, emparentándose con un cine más expresamente militante y comprometido. Las fronteras son barrosas y hay títulos que oscilan entre esas categorías, pero de todas maneras este tipo de categorizaciones puede servirnos para explicar cierta tendencia militante que empieza a aparecer con fuerza en los últimos tres o cuatro años.
El cine de Sebastián Bednarik, por ejemplo, con títulos como La Matinée (2007), Cachila (2008), Mundialito (2010) o Sangre de campeones (2018), tiende a enmarcarse en las primeras categorías: observa las situaciones del pasado o del presente con una mirada tendiente a la objetividad, construye una verdad que, si bien expresa una cierta ambigüedad, no pone el foco en dudar de sí misma o en manifestar una opinión o adhesión políticas. Los realizados por Emiliano Mazza, como Multitudes (2013) o Nueva Venecia (2016), también pueden situarse allí, porque buscan un resultado más plástico, vistoso y sensorial, en el que importan más los colores, los encuadres o el movimiento dentro de los planos, que la aparición compleja de una idea política del mundo. El ejemplo de Mariana Viñoles es bien diferente: su ópera prima Crónica de un sueño (2005) cuenta de forma muy explícita su vínculo personal y familiar con el triunfo del Frente Amplio. En Exiliados, de 2012, relata el exilio económico de su familia frente a la crisis de 2002, acercando el tema a una idea ya no vinculada con la dictadura sino con un pasado más reciente, que casi no está problematizado por el cine. La idea de verdad que Viñoles propone es subjetiva, compleja, dudosa; más que adherir a ciertas causas concretas, asistimos a una narración que se desborda, que no logra enmarcarse claramente. En El mundo de Carolina, de 2015, esa confusión se despeja hacia algunas certezas implícitas en el modo de filmar: la del derecho a la voz del otro, la de defensa de la diversidad, la de entregar los recursos más clásicos del cineasta para dejar espacio a ese encuentro misterioso que emerge de un retrato tan íntimo de una adolescente con síndrome de Down.
Dentro de la línea de los documentales más históricos podemos pensar en títulos como Wilson (Mateo Gutiérrez, 2017), sobre la historia de Wilson Ferreira Aldunate, o Detrás del traje (Inés Pereyra Rivero, 2017), sobre el dirigente blanco Carlos Julio Pereira. Si bien los signos políticos de estos materiales parecen algo antagónicos, en ambos casos la mirada se presenta como objetiva, y más que poner en cuestión el presente de manera explícita se centran en delinear la importancia histórica de sus figuras. Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas (Julián Goyoaga, 2017) se para en un lugar híbrido entre pasado y presente, haciendo una contextualización histórica a medio camino (parece ser la mínimamente necesaria para enmarcar el relato), y quedándose finalmente con esa viuda que se convierte en personaje principal.
Pero últimamente también ha aparecido otro tipo de películas que se animan a brindar opiniones más claras, a denunciar y expresar adhesiones o rechazos contundentes. Uno de estos casos es Desde adentro, de 2013, donde el “Vasco” Elola y Andrea Villaverde registran las historias de dos reclusos entre 2006 y 2009, poniendo en escena sin tapujos la vida en la cárcel de Canelones y denunciando de manera crítica lo que supone esa realidad para una sociedad que decide, junto a cada gobierno, mantener una actitud profundamente hipócrita al respecto. Pecera (Emiliano Grassi, 2017) acompaña durante un año y medio la ocupación de la fábrica procesadora de pescado Fripur, que dejó a todos sus trabajadores en la calle al ser adquirida por una empresa canadiense. La película se toma el trabajo político de acercarnos sin miedo a esas mujeres que han perdido su empleo, cuyo sentido vital está puesto en cuestión. No sólo se retratan las marchas, los reclamos y la ocupación: toda la idea de clase obrera vuelve a ponerse en cuestión con fuerza en este tipo de materiales. Negro (Pablo di Leva, 2016) es un documental sobre el candombe en el que los entrevistados no tienen pelos en la lengua a la hora de denunciar no sólo el origen y la situación del racismo en el país, sino el papel tan negativo que han cumplido la televisación y la globalización en el desarrollo y conservación de nuestra cultura ancestral. Kollontai, apuntes de resistencia (Nicolás Méndez Casariego, Argentina, 2017) cuenta la historia de la creación del Partido por la Victoria del Pueblo (Pvp); de las acciones para difundir sus proclamas reivindicativas en Uruguay y para avanzar en su concreción. Es una película increíble justamente porque renuncia a la objetividad y se para en un lugar de lucha, donde la comprensión del pasado es función ética para trabajar por la modificación directa del presente. El país sin indios (Nicolás Soto, Leonardo Rodríguez, 2017) propone un recorrido comprometido con la temática indígena en Uruguay. Se ocupa de la historia del genocidio, pero además da cuenta de la lucha de los colectivos que siguen intentando ser reconocidos, de su realidad y dificultades al conformar un movimiento político no partidario. Locura al aire (Alicia Cano, Leticia Cuba, 2018) retrata a sus personajes, que concurren al Centro Diurno del hospital Vilardebó (algunos se encuentran internados y otros no, pero todos participan de la radio Vilardevoz), con un cuidado y una intimidad muy notorios, pero además no repara en enmarcarlos en su lucha por una ley integral de salud mental, en comprometerse con ellos por su causa y en servirles de insumo para una visibilidad que necesitan de forma genuina, asumiendo un rol social que trasciende ampliamente lo artístico. Ópera prima (Marcos Banina, 2018) vuelve a pensar en la ideología como problema personal, que articula de forma perversa lo privado y lo público. Un recorrido que empieza inocentemente por la infancia y el registro de imágenes familiares se convierte en un viaje hacia un padre torturado, el miedo heredado, la responsabilidad compartida en el sentido roto de la participación política, que no logra reconstruirse de una generación a la otra.
Finalmente, quisiera nombrar dos películas que se han estrenado este año y que espero abran la puerta para que se produzca más cine de denuncia social directa. Me refiero por un lado a Los olvidados (Agustín Flores, 2018), sobre el barrio Marconi, que retrata la pobreza de un modo muy interesante, alternando imágenes filmadas por el equipo técnico con algunas otras hechas por los propios vecinos del barrio. Es una película muy impresionante. Algunos de sus planos logran una tensión extrema, ganas de dejar de mirar, cierta idea de invasión a un mundo que nos está vedado y frente al que sentimos miedo. Pero también humaniza a sus personajes, los escucha, los deja moverse y ser para que nos paremos junto a ellos y podamos concebir la vida desde su punto de vista. La película va aun más allá: denuncia directamente la desidia del gobierno, la complicidad amarillista y el paternalismo de los medios de comunicación, la imposibilidad de sus habitantes de salir del gueto, la carencia enorme de acceso a los bienes culturales. Lo único notorio de lo que la película no habla es de la realidad de las mujeres jóvenes en el barrio: son como un fuera de campo alarmante, y es muy triste que aun este tipo de material las evite. Por otra parte, el 21 de junio se estrenó el documental Tracción a sangre (Sofía Betarte, 2018), en el que la directora presenta a dos familias de clasificadores de residuos de Montevideo que intentan salir adelante luego de haber perdido sus caballos. Valiente, honesta y provocadora, esta película no sólo toma una actitud de observación sino que indaga deliberada y conscientemente en esa situación de encuentro entre mundos que implica la relación entre la cámara y los personajes filmados. Los escucha, los contextualiza espacialmente, los respeta, los deja interactuar con libertad, pero a la vez los interpela, dirige su mirada con intención para mostrar las consecuencias de la desigualdad y las problemáticas de llevar, literalmente, la vida a cuestas.
El ejercicio de encuadrar este tipo de materiales en la tradición nacional de un audiovisual comprometido y militante puede servir para visibilizar que la despolitización absoluta hace tiempo que migró de nuestro cine. Tal vez lo que haga falta es contactarse más entre cineastas, armar una idea de generación, hacer de los emprendimientos individuales causas compartidas y comprometernos, por qué no, con un registro aun más sistemático y colaborativo de las luchas populares de nuestro tiempo (pienso en la lucha feminista, por ejemplo). De algún modo, el cine siempre es político: revisar a quiénes beneficia su potencialidad transformadora es una tarea de todos los que formamos parte de su universo.