La antropóloga argentina –que ha desarrollado gran parte de su trabajo en Brasil y a lo largo de toda América Latina– dio una conferencia reveladora acerca del orden político patriarcal, la posición masculina y el dominio territorial, el Estado y la politicidad femenina como historias diferentes y entrelazadas, y la diversidad dentro de los feminismos como fuerza fundamental del movimiento. También ensayó, de manera muy lúcida, posibles razones para pensar el advenimiento de los fundamentalismos religiosos del presente. Y luego, a pesar del cansancio extremo, mantuvo con Brecha una conversación impregnada de calidez, ternura y una impresionante capacidad de escucha y receptividad.
—En el contexto actual, en el que los feminismos pugnan por ser expansivos, ¿cuál es el sentido político del sujeto “mujer”?
—¿Qué es la mujer? El cuerpo de mujer es un ícono de una posición, que es la posición femenina. Nosotros pensamos con la razón, pero también con la imaginación; en la imaginación, ese cuerpo de mujer iconiza una posición. No quiere decir que toda mujer realmente represente esa posición, para nada. El patriarcado ha estado vigente a lo largo de muchísimo tiempo y se expresa en términos de poder patriarcal frente a la posición femenina. Yo hablo de dos grandes períodos: el patriarcado de bajo impacto –que se daba en las sociedades comunales– y el patriarcado de alto impacto, que es el moderno, el femicida. Entre ambos hay una transformación que puede pensarse en un paralelismo muy grande con la definición de raza. Entonces, primero voy a hablar de la raza, para que se entienda lo que quiero decir sobre qué es “la mujer”.
La raza, en la perspectiva teórica a la que adhiero –que es el pensamiento decolonial formulado por Aníbal Quijano–, es una invención del proceso colonial. No hay raza antes de la conquista. Hay xenofobia, hay discriminación, pero la raza es la atribución al vencido de una naturaleza: el vencido es biologizado. Biologizado en el lenguaje contemporáneo, porque no había biología en el momento de la conquista, pero sí naturalismo e investigaciones sobre la naturaleza. Y después surgen la ciencia y la biología como una ciencia. Entonces, a ese cuerpo del vencido se le atribuye otra naturaleza. Y por eso su posición es inamovible: no tiene posibilidades de salir de la posición de vencido porque tiene una biología diferente, y no se puede sentir empatía por él porque es un otro biológico, su naturaleza es otra. Esa es la tremenda invención colonial.
Ahora, ¿qué pasa con la mujer? En esas sociedades del patriarcado de bajo impacto ya había un lenguaje que hablaba de las posiciones masculina y femenina. En los pueblos de América, en los pueblos indígenas, había una determinación de los papeles sociales masculino y femenino, pero no del cuerpo. Masculino y femenino eran papeles relativos: una persona podía tener un papel que no estaba en consonancia con su cuerpo, pero sí con su corporalidad, con su manera de ser; había una transitividad de género. Incluso están las grandes investigaciones, maravillosas, de Giuseppe Campuzano, el peruano, que muestra las cédulas de la corona española en las que se dice cuáles son los castigos para la india que se viste de indio o para el indio que se viste de india: la transitividad de género fue un camino abierto todo el tiempo hasta la colonia. Cuando empieza la colonia pasa lo mismo que con la raza: se le atribuye un yeso físico a la posición femenina, se le atribuye una “otra naturaleza”. Deja de ser sólo una relación: ahora, en la mujer, hay otra naturaleza.
Nuestro continente es un continente transicional, de sociedades transicionales. Eso aprendí a verlo en un trabajo que hice hace unos dos años para una Ong del País Vasco que encargó a diversas investigadoras analizar 26 casos de extrema violencia contra las mujeres en cinco países diferentes: Colombia, El Salvador, Guatemala, el Estado español y el País Vasco. Entonces, mientras estudiaba un caso de Andalucía, noto que en esa zona, cuando se rompe la casa comunal y la gente es expulsada del campo –igual que en nuestros países–, la violencia de género y la desprotección son muy grandes. Sociedades transicionales como las nuestras, que son sociedades de acriollamiento –yo vivo en una, allá en el norte de Argentina–, son extremadamente violentas porque en ellas se va enyesando, fijando, una posición: una mujer es ese cuerpo, un tipo de cuerpo. Y en ese sentido, ¿qué es el acto violador? Es el acto que fija a la mujer en su cuerpo, que la captura, la aprisiona en el cuerpo que lleva. Por eso no podemos caer en la idea de que la violación tiene que ver con el deseo sexual: tiene que ver con el deseo de poder; es el espectáculo narcisista del macho que usa la sexualidad para fines vinculados con el poder. ¿Qué es una mujer? La definición es histórica. La mujer no es lo que pensamos que es: es una posición dada, obligada y fijada por el proceso transicional del acriollamiento y la colonización, y por el acto de violación que la captura, la encierra en su cuerpo.
Dicho todo eso, vuelvo a hablar de la analogía entre raza y género. Hace muchísimos años escuché a una muchacha colombiana, de la costa pacífica, que contó el momento en que supo que era negra. Ella vivía en el Chocó, una zona con millones de personas negras, pero cuando salió al secundario, a estudiar en una ciudad blanca, supo que era negra. A mí me pasó algo semejante: hubo un momento en el que me enteré de que era mujer. Mi mamá era muy muy feminista: yo no sabía si un huevo frito se hacía con agua o con aceite. Me prohibió tocar cualquier sustancia alimenticia: por razones de su vida personal me crió solamente para estudiar, como un cerebro y nada más. Me crió igual que se cría a un varón. Incluso tengo diarios míos infantiles escritos en sujeto masculino, que hablan sobre mí con adjetivos masculinos; es rarísimo. Pero no por mi sexualidad –soy totalmente heterosexual–, sino por mi papel social: mi sexualidad se formó femenina, pero mi cabeza no es femenina. Un día tuve que casarme –nunca conté esto– porque trabajaba en un instituto de etnomusicología en Venezuela y debía irme a Brasil, todavía en plena dictadura, y era conveniente. El día que me casé sentí que me había perdido, que mi estatus había caído abruptamente. Lo sentí en el cuerpo; fue una experiencia concreta: dejé de ser yo misma para ser la mujer de alguien. Ahí me di cuenta de que era mujer. Entonces, cuando escuché hablar a esta muchacha colombiana pensé en mí, en el día que entendí que mi posición en el mundo había cambiado por completo. Cambió la manera en que empecé a percibirme, a verme a mí misma, y además pasé a ser alguien que tenía que saber cosas que no sabía. Fui al supermercado y no sabía qué hacer; agarré una cosa verde y le dije a una señora que estaba al lado: “¿Cómo se prepara esto?”. Y ella me contestó: “Señora, ¡es una lechuga!”.
—La señora no podía creer que fueras mujer y no supieras lo que era una lechuga.
—Exacto. ¿Qué es una mujer? Mi mamá me hizo jurar que jamás iba a usar el apellido de mi marido, que nunca iba a usar alianza, que siempre iba a tener absoluta autonomía económica. Eso era mi mamá. Ella nació tercera hija mujer y sus padres querían el varón. Entonces su madre se enfermó; no la pudo amamantar del disgusto que tenía porque ella había nacido mujer. ¿Qué es una mujer?
—Nos lo preguntábamos en el sentido de que, por un lado, adherimos a expandir los feminismos, a la idea de abandonar el binarismo, y pensamos a la mujer como posición, pero, por otro lado, damos la batalla porque los cuerpos femeninos aparezcan, ocupen espacios que ocupan sólo los varones.
—Ahí hay una contradicción. ¿Queremos un camino femenino, la construcción de una politicidad femenina, o queremos una neutralidad en la que varones y mujeres seamos un sujeto político indistinto? Muchas veces las mujeres se masculinizan. ¿Queremos ser un sujeto ciudadano indistinto, en la política partidaria, en el Estado? ¿Eso queremos? Entonces abandonemos la idea de una politicidad femenina que viene de otra historia. En mi imaginación teórica, hombre y mujer son dos historias diferentes, que van entrelazadas, pero son dos historias, dos acumulaciones de experiencia diferentes. Si se pierde eso, se pierde una pluralidad del mundo. Por eso no uso mucho la “e”. Yo creo que hay que usar la “a”, la “o”, y la “e” y la “x” y todo lo demás, pero no puede dejar de haber la “a” y la “o”, porque, si no, es un imperativo de unidad, de neutralidad, que me molesta profundamente. Masculino y femenino son politicidades diferentes, maneras de gestionar la vida totalmente diferentes.
—Con respecto a la idea de que en las sociedades precoloniales había un patriarcado de bajo impacto, ¿qué pasa con el imperio incaico? ¿No hay allí ya un patriarcado de mucha intensidad?
—La gran arqueóloga peruana María Rostworowski y John Murra, el etnohistoriador ucraniano, nunca hablaron de un imperio incaico: siempre hablaron de una organización, de una administración incaica. No era un imperio como los que conocemos hoy, no era un imperio expropiador, que te deja en el hambre, sino una organización que exportó tecnologías de alimentación para todos los pueblos que administró. Pero lo que empieza a haber ahí es Estado, y donde aparece el Estado hay poder masculino, hay jerarquía de género. Hay gente que niega que existiera una jerarquía de género precolonial, pero yo no estoy de acuerdo. La base del incanato fue comunal, pero, cuando se sale de lo comunal hacia una estructura de gestión de Estado, aparece el patriarcado con mucha más fuerza.
—Los estados nación son manifestaciones patriarcales. ¿Podemos pensar en un Estado feminista?
—No, porque ahí el feminismo se volvería igual que el patriarcado, pero con otro cuerpo. No es mi aspiración. Mi aspiración no es que las mujeres construyamos un patriarcado con otra fisonomía de cuerpo; no me interesa eso. Quiero un mundo en plural. El valor del pluralismo, esa es la meta.
—Y en términos de políticas de Estado, ¿se puede pensar en dejar un espacio para eso? Desde el Estado, ¿se puede pensar un no Estado?
—Eso es un problema. Fue el problema en Bolivia, por ejemplo, que se preparó para eso, pero no lo consiguió. Es muy interesante; hay que seguir pensándolo.
—En Uruguay cuesta mucho pensar desde la teoría decolonial, sobre todo por la enorme influencia histórica europea –la supuesta excepcionalidad de la Suiza de América– y esa diferenciación, que persiste, con lo latinoamericano. ¿Cómo se piensa un feminismo decolonial en Uruguay?
—Una vez alguien le preguntó a una mujer de lengua quechua cómo traduciría la palabra “colonialidad”. Lo que ella respondió fue que la colonialidad es el robo de la memoria. Más recientemente tuve una alumna abogada de la maestría en derechos humanos, maravillosa, que me dijo: “Profesora, yo quiero escribir sobre mi abuela”. Yo le pregunté: “¿Cómo vas a escribir sobre derechos humanos partiendo de tu abuela?”. Y ella dijo: “Porque todo el mundo habla de mi abuelo portugués y nadie menciona a mi abuela. Hay un solo retrato de ella, que yo encontré de casualidad. Pero, además, en mi familia, mis hermanas y hermanos son rubios, y yo soy igual a mi abuela”. Entonces escribimos a partir de eso: sobre el espejo, sobre verse, reflejarse y reconstruirse. El trabajo se llama “El derecho humano a la memoria de los linajes no blancos en la familia brasilera”. Esos linajes no blancos existen en las personas –acá, en Uruguay, también–, pero esa memoria está robada, cancelada, censurada. No sólo son linajes de sangre, sino de crianza y del paisaje que habitamos. Ese paisaje que habitamos definitivamente es no blanco, y nosotros somos seres de ese paisaje colonial, donde ese espectro, ese “esqueleto en el armario” del genocidio indígena, está en el paisaje. Cuando vamos a Europa somos todos Frantz Fanon: somos todos no blancos. Uruguay se mira en un espejo falso. La no europeidad es no blancura. Somos un paisaje que camina, somos emanaciones de un paisaje no blanco, colonial, un espacio de conquista, y eso está en nuestra sangre. Puede estar en parte biológicamente y también como una percepción muy profunda, física y orgánica, del espacio que habitamos. Atahualpa Yupanqui decía que el hombre es tierra que anda. Las mujeres también; todas las personas.
—¿Hay una brecha entre el feminismo popular y el académico? ¿Cómo se tienden esos puentes?
—Hoy está siendo muy valorizado el trabajo en territorio, con las comunidades. Se está buscando un camino de colaboración permanente. Mi libro La crítica de la colonialidad en ocho ensayos tiene un subtítulo, que es “Una antropología por demanda”. De mis libros, es el que más quiero. En una concepción clásica, el antropólogo va al campo y lo observa para encontrar cuál es el modelo cultural que está por detrás del vivir de la gente; él coloca su pregunta, él coloca su tema, él cierra sus preguntas, lo que va a responder mediante la observación. Después viene la época de la antropología reflexiva; es decir, el antropólogo se va a conocer a partir de la diferencia del otro. Después hay también toda una tendencia de antropología aplicada, que implica nociones de desarrollo; el antropólogo, a partir de lo que entiende de un campo, intenta interferir empujando esa otra sociedad hacia un desarrollo que está dentro de sus propios valores y los de su sociedad.
Pero la antropología por demanda es totalmente otra cosa. El antropólogo va a un campo en el que la gente le pide que le explique algo, que le dé una información que necesita. Una vez un estudiante me contó sobre una reunión de sociólogos y antropólogos en Rio de Janeiro con gente de las favelas. Estaban estos expertos en violencia, en una mesa redonda, hablando sobre la violencia. Entonces un miembro de la comunidad se levantó y les dijo: “Nosotros no queremos que ustedes nos expliquen por qué somos violentos; queremos que nos expliquen cómo funciona el Estado. Necesitamos entender el Estado”. Ese es el camino. O, por ejemplo, una vez yo estaba sentada en mi escritorio, suena el teléfono y alguien me convoca para que vaya a una audiencia pública que iba a haber sobre infanticidio indígena. Yo nunca había pensado sobre infanticidio indígena, pero me necesitaban. Entonces, no es el antropólogo el que hace la pregunta, sino que se deja preguntar. La interpelación cambia de rumbo: en lugar de que el antropólogo sea el preguntador, es su antiguo nativo –pero hoy sujeto de habla– el que le pregunta sobre determinado tema. Es una antropología litigante: la gente le pregunta al antropólogo cómo defenderse, cómo proteger a su pueblo. Y ahí veo el feminismo también; esa otra lógica para pensar y hacer.
En 2002, en Brasil, cuando iba a subir Lula al gobierno, dos mujeres indígenas pidieron en la Funai (Fundación Nacional del Indio) un taller en el que adquirir un vocabulario de género y derechos humanos porque querían hacer un documento con reivindicaciones para Lula, para hacérselo llegar apenas asumiera la presidencia. Entonces me llamaron para hacer ese taller, y ahí 41 mujeres encerradas juntas elaboramos el texto. Eso es antropología por demanda. La manera en que ellas pensaban era muy diferente a mi feminismo blanco, a mi feminismo anterior. Pero fui aprendiendo. Por ejemplo, cuando ponían una reivindicación, cuando pedían una política pública, primero colocaban la reivindicación del pueblo, de su gente, de su aldea, y dentro de la reivindicación del pueblo pedían algo especial para ellas. Pero nunca al revés. Se pensaban siempre, antes que como mujeres, como miembros de sus sociedades.
—En la conferencia que diste aquí, en Montevideo, había algunos académicos, pero buena parte de la audiencia pertenecía al movimiento social.
—Era todo tipo de gente. Eso es bueno. Hay algo que yo llamo “el weberianismo panfletario”: cuando cae el muro de Berlín, hay una apropiación de Weber para hacerle decir algo que es falso, y es esa idea de la neutralidad en las ciencias sociales. Eso es una mentira, porque en el diseño del trabajo social hay dos momentos: el momento en que le preguntás al campo y el momento de la observación. Cuando el investigador en ciencias sociales decide su pregunta y su perspectiva teórica, decide qué aspectos de la vida social va a iluminar y mapear. Ese haz de luz va a iluminar ciertas relaciones, y no otras, y va a poner un límite en su campo de observación. La neutralidad no existe. Las preguntas siempre son interesadas, aunque después la observación sea absolutamente objetiva y neutral.
—¿Qué es el pensamiento de la incomodidad o el paradigma de la incomodidad?
—No lo inventé yo. La Unsam (Universidad Nacional de San Martín) me invitó a dar una cátedra en el marco de ciertas actividades para que la gente se vuelva más consciente en relación con los problemas de género, y en la que yo pueda ejercer mi creatividad y sacudir un poco la mente de los estudiantes. Estaba comiendo con mi editor y con un gran periodista argentino que se llama Reynaldo Sietecase, una persona muy culta, muy erudita. Entonces me llaman de la Unsam para decirme que necesitaban un nombre para la cátedra; yo suelto el teléfono y digo: “Ay, necesito un nombre para mi cátedra”, y Sietecase dice: “Cátedra Rita Segato de pensamiento incómodo”. “¿Y por qué?”, le pregunté. “Porque, cuando vos pensás, incomodás, molestás”, me contestó. Ahora, no sé bien por qué lo de la incomodidad, porque, para mí, lo que yo pienso es absolutamente accesible a los sentidos; puedo hablar con cualquier persona sobre lo que pienso y la persona me va a entender. Lo que pasa es que la universidad nos secuestró la capacidad de observar la realidad. La universidad les dice a los alumnos que vienen a aprender. Pero ¿vienen a aprender qué? Lo ya pensado. Y ahí está el contrabando: lo ya pensado, ¿cuándo y dónde? En otro tiempo y en otro lugar. Ahí está el atravesamiento de una idea que es pésima y equivocada, porque aprender acá, en América Latina, es aprender algo que llegó de otra parte. La diferencia mía es esa: yo me atrevo a pensar por mí misma. Para mí, el ensayo es eso: yo digo, yo pienso, esta es mi síntesis, mi alquimia. Hoy más que nunca. Hay, además, una decadencia enorme en la tecnología del paper. ¿Por qué? Porque el paper fue el resultado del gran poderío estadounidense en un momento en que la información era preciosa. Había un gran problema de información: quien la tenía era el rey y las bibliotecas estaban en el norte. Pero, en poco más de veinte años, la información es un problema de signo contrario: estamos asfixiados. Hoy lo que hay que enseñar es qué le vamos a preguntar a esa información, cuál es la ruta autoral. Ahí entra el ensayo: seleccionar la evidencia que va a apuntalar el camino hacia un “yo digo”. Y el ensayo es un género importantísimo, porque es el género nuestro, el género latinoamericano de escritura, aunque por mucho tiempo se nos haya exigido el paper, esa cosa que ahora me parece vacía y horrorosa, aunque en su momento me pareció deslumbrante.
—¿A qué refiere el concepto de “pulsión ética”?
—Eso se refiere a un texto que no está en ninguno de mis libros, que se llama “Antropología y derechos humanos. El papel de la ética en la expansión de los derechos universales”. La ética es diferente al derecho y a la moral: no es un conjunto de normas. La ética es un deseo, una pulsión. En ese texto yo defiendo que hay solamente dos pulsiones éticas. Una es la ética de la insatisfacción, que es la que tenemos las personas que reconocemos los chips que llevamos dentro y decidimos desactivar algunos. Todos estamos programados. La cultura es una forma de programación, pero hay personas desobedientes. La ética de la desobediencia es una ética insatisfecha. Tiene que ver con decir: “Yo fui enseñada así, pero este mandato lo anulo, no es lo que quiero”. Y luego está la ética conservadora, que es la ética de las personas conformes, de la conformidad. Son dos pulsiones distintas. Puede haber dos personas con esas dos pulsiones diferentes en la misma familia; puede haber alguien que responde a la ética de la conformidad dentro del Partido Comunista: va a repetir lo que su mamá y su papá del Partido Comunista le enseñaron. Y la ética insatisfecha es la desobediente, la que va a estar siempre con un pie adentro y un pie afuera de su propia realidad.
[notice]Segato y Federici
“Prefiero morirme amamantando que vender la teta”
—¿Qué opinás sobre los planteos de Silvia Federici en el libro El patriarcado del salario y la reivindicación de asignar un valor monetario al trabajo doméstico?
—No estoy de acuerdo con eso; no acuerdo en absoluto. No se puede corregir un error con otro error. Para Marx, la mujer no es productiva, sino reproductiva. Eso es Marx. En todo caso, lo más interesante de toda la teoría marxista es su concepción del trabajo y del trabajo alienado. El salario aliena el trabajo, compra la mano de obra y cosifica el cuerpo. Entonces, ¿el amor puede ser transformado en un trabajo alienado, en una mercancía? ¡No! No puede. No vamos a corregir un error con otro error peor; de ninguna manera. Prefiero morirme amamantando que vender la teta.
—Estás en contra de transformar el trabajo doméstico en un valor de cambio por dinero.
—Totalmente. Me parece brutal decir eso, y no lo acepto nunca jamás. El valor de cambio es la cosa, es la cosificación del mundo. El origen de la cosificación del mundo es el desarraigo de la economía y la transformación del valor de uso en valor de cambio. Es el primer paso del mundo que tenemos hoy, del mundo‑cosa, la vida‑cosa, la gente‑cosa. No, no y no. No puedo aceptarlo.
—No aceptás la mercantilización de la politicidad femenina.
—La gratuidad es un concepto central para nosotras, es algo que es nuestro. Es lo que se da por vínculo, la inversión de la cosa en el vínculo: yo voy a gastar cosas, dinero –ese dinero que no voy a recibir es un gasto– en la permanencia de los vínculos. Es una inversión inversa; no para la cosa, para los vínculos.
—Pero tenemos que concebir un espacio de valor para el trabajo doméstico, aunque no sea de valor de cambio.
—Hay un montón de trueques entre las mujeres. Hay que generar una retórica sobre esas lógicas y reconstruirlas, recuperarlas, valorarlas. Pero no venderlas. Hay que sobrevivir, pero no entregar la supervivencia de esa forma.
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