En 2012 cuestionábamos el proyecto de Código Penal remitido al Parlamento en 2010,1 y entre las numerosísimas objeciones que formulábamos a ese texto se encontraba la derogación del delito de abuso de funciones. Entonces entendimos necesario señalar nuestro desa-cuerdo con la propuesta, dado que desarticularía la sistemática del Código Penal uruguayo. Aun con los defectos técnicos que se le atribuyen, el abuso de funciones cumple como tal una relevante función en aquél. Recordemos, y sólo a vía de ejemplo, que las pesquisas secretas prohibidas por los textos constitucionales desde 1830 encuentran represión penal a través de este delito. Del mismo modo, la prevaricación de los jueces encuadra en esta figura. También diversas conductas arbitrarias de la autoridad, por lo que buena parte de los fallos que lo han imputado lo han hecho frente a actuaciones policiales abusivas.
La comisión legislativa que trabajó el proyecto mencionado decidió entonces reincorporar el artículo; pero en la versión que se presentara al pleno de la Cámara de Representantes en 2014, este delito quedaba acotado a conductas abusivas de funcionarios que persiguieran un provecho económico. Objetamos entonces en Brecha (12-XII-14) esta solución, destacando que la corrupción en la función pública no es exclusivamente actuar para obtener indebidamente un provecho de carácter patrimonial; comprende también diversas situaciones abusivas donde se utiliza ilícitamente el poder público con móviles espurios. Con la modificación propuesta quedarían excluidos de la previsión penal los actos abusivos de las autoridades públicas adoptados por odio, venganza, resentimiento, prevalecimiento de una situación de superioridad, abuso frente a situaciones de indefensión o especial vulnerabilidad, favorecimiento a amigos o familiares, etcétera.
Nuevamente se cuestiona la existencia de este delito proponiendo su derogación o su sustitución por una fórmula similar a la malograda de 2014. Por esto resulta oportuno indicar la falacia de los argumentos que sustentan tales iniciativas.
- Que se trata de una figura inconstitucional. La Suprema Corte de Justicia se ha pronunciado, en reiteradas oportunidades, a favor de la constitucionalidad de la norma analizada. Incluso resolviendo los casos por decisión anticipada, como lo ha hecho en las sentencias números 25 y 26, del 19-II-14, remitiéndose a la sentencia número 61, del 1-IV-05: “la disposición no vulnera en forma alguna las disposiciones constitucionales mencionadas (…) no pudiendo imputársele en modo alguno desajuste con la normativa constitucional invocada”.
- Que existe unanimidad en la academia reclamando la derogación de esta figura. Dicha unanimidad no existe en absoluto. La doctrina tradicional uruguaya jamás ha propuesto la derogación en modo alguno (Reta, 1960; Bayardo, 1965; Camaño Rosa, 1967; Bergstein, 1977), ni tampoco la mayoría de la doctrina nacional reciente que se ha ocupado del tema (Malet, 1999; Silva Forné, 2012; Basaistegui, 2014). La existencia de opiniones a favor de la derogación de esta figura delictiva podría haberse verificado en el caso de académicos que a la vez se desempeñan como abogados litigantes, con lo que se suele superponer la lógica de la defensa forense que tienen a su cargo, con la argumentación académica.
- Que se trata de una figura delictiva propia de una legislación fascista. Resulta curioso que quienes enarbolan este argumento nunca lo hayan hecho respecto de los delitos que se aplican a los sectores más vulnerables de la población o a quienes disienten con la autoridad. Pero sin perjuicio de tal digresión, recordemos que figuras delictivas similares al vernáculo abuso de funciones se encuentran en múltiples códigos penales que nada tienen que ver con legislación fascista alguna: Argentina (artículo 248), Chile (artículo 228), Colombia (artículo 416), Costa Rica (artículo 331), España (artículo 404), Paraguay (artículo 305), Perú (artículo 376), entre otros.
- Que se trata de un delito destinado a reprimir la actuación de los funcionarios políticos. Analizado un período de diez años, se ha advertido que nada menos que el 10 por ciento de los procesamientos por delitos contra la administración pública había sido por el artículo 162 del Código Penal.2 Ello demuestra que no se trata de actos cometidos por jerarcas políticos, sino esencialmente por funcionarios públicos de distinto rango y función que cometen deliberadamente actos arbitrarios en perjuicio de la administración o de los particulares. Por lo tanto, se advierte que no estamos ante temas de corte político, sino ante conductas penalmente reprochables que merecen castigo por parte del sistema penal.
El argumento empleado por Julio María Sanguinetti, de que el delito previsto por el artículo 162 “limita severamente la actividad de los administradores y (…) promueve la consideración por la justicia penal de temas que son estrictamente políticos” y que por ende deberían estar “sometidos al escrutinio de la gente, que habrá de valorarlos al decidir su voto”, resulta inaceptable. Es violatorio del principio de igualdad que todos los funcionarios públicos deban responder por sus actos y especialmente por la adopción deliberada de actos arbitrarios, inclusive penalmente, en tanto se pretenda excluir de responsabilidad a los funcionarios políticos.
Porque recordemos que los funcionarios públicos están sujetos a responsabilidad disciplinaria, por lo que si cometen actos arbitrarios deben ser sometidos a un sumario que entre las consecuencias a que puede dar lugar incluye sanciones de suspensión e incluso la destitución. Nada de eso sucede respecto de los funcionarios políticos, en tanto tras su cese en la función dejan de estar sometidos a potestad disciplinaria y ni siquiera están obligados a comparecer ante las investigaciones administrativas o sumarios que se instruyeren en el organismo en que actuaban, para esclarecer situaciones arbitrarias o presuntamente delictivas. La desa-parición de este tipo de responsabilidad penal para los funcionarios de carácter político generaría una situación de impunidad intolerable por el dictado de actos arbitrarios perjudiciales, a la vez que los simples funcionarios no contarían con semejante prerrogativa; ello es inaceptable jurídica, política y éticamente.
- Que la exigencia de que el acto sea arbitrario ampara la discrecionalidad judicial. Por el contrario, es esta exigencia de la figura delictiva, que se suma al actuar abusivo en perjuicio de la administración o de los particulares, la que complejiza la imputación delictiva, requiriendo un móvil espurio. De lo contrario, si la figura se construyera solamente sobre un actuar funcional ilegal, se borrarían las diferencias con los actos con desviación, abuso o exceso de poder que pueden ser anulados ante el Tribunal de lo Contencioso Administrativo, y su ámbito de aplicación resultaría enorme.
OTRA PROPUESTA. No podemos dejar de señalar, sin embargo, que en algunas oportunidades hay operadores judiciales que actúan como si a la justicia penal le estuviese cometido el contralor de la legalidad de la actuación estatal. Ello evidentemente no es así, en tanto el derecho penal como subsidiario, interviene solamente ante las situaciones más graves; lo erróneo, mal confeccionado, el incumplimiento de deberes formales o de procedimiento, en tanto no estén orientados a causar deliberadamente un perjuicio, no quedan abarcados por el artículo 162 en cuestión.
Aquel punto de vista olvida que los delitos deben interpretarse a través del bien jurídico que tutelan; lamentablemente, esa visión formal de lo penal es también uno de los peores legados de la dictadura militar, por cuanto procede de académicos que se formaron en dicho período, autores de bibliografía de consulta usual en la enseñanza universitaria y entre la magistratura.
El contralor de la regularidad de la actividad estatal está cometido en el ordenamiento constitucional uruguayo a toda una serie de mecanismos de control: los recursos administrativos, la acción de nulidad ante el Tribunal de lo Contencioso Administrativo, los mecanismos de corte político como son los llamados a sala y los pedidos de informes de los cuerpos legislativos, y a su vez, el contralor cometido al Tribunal de Cuentas con el ejercicio de sus potestades. Todo ello sin perjuicio de la intervención de las restantes ramas del Poder Judicial a través de la distribución de competencia por materias, en aquello que correspondiere.
Un tratamiento responsable para el delito de abuso de funciones amerita en todo caso una mejor delimitación de su ámbito de aplicación, así como determinar en forma independiente y concreta otras figuras delictivas que permitan tutelar en forma más eficiente la administración pública y evitar todo acto de corrupción, asegurando la transparencia en el actuar de todos los servidores públicos, cualesquiera sean el rango, jerarquía o función que ocupen.
* Doctor en ciencias sociales y jurídicas por la Universidad de Cádiz. Profesor adjunto de derecho penal en la Universidad de la República. Director de la Revista de Derecho Penal. Integrante del Sistema Nacional de Investigadores.
- Diego Silva Forné, La reforma penal. Fcu, Montevideo, 2012.
- Jimena Basaistegui, “Algunas reflexiones respecto al abuso de funciones en casos no previstos especialmente por la ley”, en Revista de Derecho Penal, número 22. Fcu, Montevideo, 2014.