El presente histórico del mundo occidental no está definido en función de la inmensa mayoría de mujeres que amasan el pan o la tortilla y que aún no resuelven sus problemas más elementales, como lograr casa, alimentación y salud para ellas y sus hijos. Evidentemente en esa realidad hay una especie de insurgencia, y es difícil pensar a Domitila, la mujer de las minas bolivianas, versus Carolina de Mónaco.” Esta frase publicada en 1986 por parte de feministas que buscaban los modos de desplegar un pensamiento propio, hoy podría ser reescrita casi en los mismos términos. Hoy podríamos escribir: el presente histórico del mundo occidental –y de América Latina si ella quisiera ser parte de ese Occidente– no está definido en función de la inmensa mayoría de mujeres que amasan el pan o la tortilla y que aún no resuelven sus problemas más elementales, como lograr casa, alimentación y salud para ellas y sus hijos. Evidentemente en esa realidad hay una especie de insurgencia, y es difícil pensar a la hija de la activista asesinada Berta Cáceres versus las actrices de Hollywood y su movimiento #Metoo. El feminismo, o los feminismos, desde su vocación internacionalista pueden compartir un repertorio de preocupaciones con otras feministas del Norte, pero están interpelados por fenómenos particulares que inciden en sus concepciones y estrategias. Esta preocupación por comprender, visibilizar y denunciar las condiciones específicas de opresión de las mujeres de América Latina nació hace varias décadas y hoy cristaliza en un movimiento que recoge día a día cada vez más adhesiones. Pero lo importante aquí no se trata de decir “nosotros/as tenemos nuestros propios problemas”, sino de comprender que el feminismo en clave latinoamericana tiene características propias y proporciona una oportunidad para pensar la política hoy en día.
El movimiento feminista en América Latina actual es hijo –o tal vez nieto, porque los noventa no fueron en vano– de un despliegue que no fue un resultado automático de la Conferencia Mundial de las Naciones Unidas de 1975 en México, ni de una recepción pasiva de las ideas del feminismo blanco heterosexual clasemediero del Norte estadounidense o parisino. Fue el resultado de muchas cosas, pero entre otras, de la resistencia de organizaciones de mujeres y feministas a las políticas de control natal que en su expresión más dura llegaron a algunos países de la región financiadas por agencias estadounidenses para practicar esterilizaciones forzadas que se aplicaron especialmente a mujeres pobres indígenas y negras. Las primeras organizaciones feministas, aun apoyando la contracepción como método emancipatorio, señalaron no sólo el modo imperialista, sino la intervención arbitraria en los cuerpos femeninos y el carácter racializado que ponía al descubierto la reedición de prácticas coloniales. Así, desde sus inicios muy tempranos, el despliegue feminista tuvo un carácter antimperialista.
Ese feminismo de los setenta y ochenta también se diferenció por una específica lectura de la experiencia política de las mujeres en la región. Esta experiencia era la de la lucha, el combate, la revolución, la capacidad de subversión de las mujeres, en un continente colonizado, violentado y empobrecido. Las referentes latinoamericanas no eran tanto las sufragistas sino las que pertenecían a una generación más reciente, luchadoras, presas, exiliadas, guerrilleras, madres de desaparecidos, indígenas desplazadas, sindicalistas, figuras en las que el feminismo se inspiraba para realizar su nueva revolución que no era sólo la de las mujeres sino la de todos los oprimidos en general. Así, a pesar del “sisterhood is global”, muchas rechazaron una hermandad que podía invisibilizar y neutralizar un objetivo de transformación estructural. Junto con el apellido de “latinoamericano”, el feminismo se adjetivó “comprometido”, “político” y “revolucionario”.
TIERRA Y PROPIEDAD. El nuevo momento feminista al que hoy asistimos y que convoca a una nueva generación tiene mucho de aquellos antecedentes pero además los refuerza. Una parte importante de este feminismo latinoamericano denuncia las formas de operar del neoliberalismo en la región, actualiza la vigencia de la discusión sobre la tierra y la propiedad, poniendo en evidencia además cómo estas se articulan con la opresión de las mujeres. Denuncia, visibiliza y respalda la resistencia de las mujeres en los territorios donde resisten –y mueren– a los despojos violentos de tierras o a la masculinización de esos territorios que los megaemprendimientos extractivistas conllevan, las dos principales novedades del neoliberalismo en el continente y que afectan principalmente a las mujeres.
Este fenómeno específico hoy en día es muy poco visualizado por las izquierdas latinoamericanas, aunque estas también son responsables. Si en Uruguay los megaemprendimientos extractivistas producen, por ejemplo, una nueva división sexual del territorio, la reproducción y fijaciones de roles de género y el crecimiento de la prostitución, resulta difícil concebirlos como otra cosa que la reedición de la alianza del hombre blanco con el nativo que reproduce desigualdad y en la que el costo más alto lo pagan las mujeres. Este tipo de cosas están siendo denunciadas por los feminismos contemporáneos latinoamericanos, sería importante escucharlos aunque implique repensar profundamente las políticas impulsadas por el propio “progresismo”.
Para quienes la propiedad de la tierra no les resulta una agenda actual o consideran que no hay poblaciones afectadas como en otros países –ninguna de las dos cosas es cierta–, también el feminismo latinoamericano está denunciando, como ninguna otra corriente, el carácter extremadamente conservador del nuevo neoliberalismo. Un fenómeno que ya tiene nombre –backlash– y que designa la reacción conservadora al paquete de leyes aprobadas que hacen a la denominada agenda de derechos. Un fenómeno que no sólo atañe a la posible derogación de normas aprobadas o al recorte presupuestal de iniciativas institucionales orientadas a combatir la desigualdad de género, sino al llamado de retorno al hogar que se vehiculiza por los grandes medios de comunicación y tiene el apoyo de las elites conservadoras. Un retorno al hogar que claramente tiene objetivos de despolitización y desmovilización.
REACCIÓN CONSERVADORA. En América Latina este fenómeno además se profundiza con el fortalecimiento del conservadurismo de la Iglesia Católica y la Iglesia Evangélica. Que el 8 de marzo se conmemore con múltiples iniciativas, con miles de mujeres y varones en las calles, pero también con iniciativas de “contramarchas” o “contraconmemoraciones” que reivindican la femineidad y el “no te metas con mis hijos”, no es un dato menor. Que la destitución de Dilma Rousseff se apoyara como un retorno a la familia tampoco lo es. La denuncia de esta nueva ola conservadora la está realizando el feminismo, no la izquierda, y con ello se afirma en su voluntad de perder cada vez más socias y algunos socios también.
El movimiento feminista convoca hoy un contingente que no convoca ninguna otra causa. Ofrece un espacio en el que se depositan nuevas expectativas en lo político, entendido en sentido amplio, que puede traducirse en decisiones políticas o no, pero que permite desplegar una discusión y politizar nuevos asuntos. Moviliza en las calles, fundamentalmente en una fecha concreta, pero también congrega a un número cada vez más importante de jóvenes a reunirse a pensar e intercambiar en múltiples espacios que se escapan de la institucionalidad estatal y partidaria y que pretenden recuperar lo político desde otro lugar. Esta cuarta ola feminista latinoamericana es movimientista, disputa el espacio público, lo interviene y grita que está harta de inercias institucionales y patriarcales. Ahí hay algo a atender, porque evidentemente ese espacio está convocando lo que otros no convocan.
Si se presta atención puede apreciarse que el feminismo latinoamericano no es el resultado de la agenda de las Naciones Unidas, que no hace otra cosa que “licuar” a la izquierda, hacerle favores al capitalismo y vaciar la política. El feminismo latinoamericano es justamente lo contrario, su resistencia. Claro, para acompañarlo hay que abandonar la lógica del centro, de los consensos, de la política tradicional y de la perpetuación de los privilegios patriarcales. Es que si no se lo acompaña, el feminismo se transforma en un concepto que muchos buscan disputar y vaciar políticamente. Si necesitan ejemplos podemos mirar el titular del diario Clarín de esta semana adjudicando la condición de feminista al presidente del país vecino.
En esta nota se escribió feminismo en singular como modo de simplificar la lectura pero también como recurso para realizar una lectura específica de las iniciativas feministas en la región, que son diversas, que están más o menos cerca del Estado, de los partidos, del anticapitalismo, etcétera… pero que presentan algunos factores en común que le dan características propias al feminismo latinoamericano. Puede ser además una oportunidad para el retorno de la “politicidad” luego de la reinstalación de democracias formales que cancelaron rebeldías, y de progresismos latinoamericanos que tras una primavera crecieron en desilusión. Estos feminismos desde el Sur no vacían la política, sencillamente la hacen posible.
* Candidata a doctora en ciencias sociales por la Universidad Nacional General Sarmiento (Argentina). En su tesis doctoral trabaja sobre izquierda y feminismo en el Uruguay posdictadura.