Trump reconoce a Jerusalén como capital israelí - Semanario Brecha
Trump reconoce a Jerusalén como capital israelí

El fin de las apariencias

Trump. Foto: AFP

Donald Trump acaba de firmar el acta de defunción del derecho internacional. Reconocer a Jerusalén como la capital de Israel significa dar el último adiós a la tan mentada solución de dos estados, como varios diplomáticos palestinos lo reconocieron. En los casi setenta años que siguieron a la creación de la entidad nacional sionista, ningún gobierno estadounidense se había atrevido a una acción tan temeraria.

El anuncio es sin lugar a dudas un acontecimiento histórico. Pero sólo eso. Parafraseando a Fernand Braudel, se trata apenas de una perturbación superficial, la espuma de la marea histórica. Con su show del miércoles, Trump simplemente certificó algo consumado hace largo tiempo, ya que en Jerusalén la legalidad internacional es vapuleada todos los días con la mayor impunidad. A pesar de que el Plan de Partición de la Onu establece que la urbe debería estar bajo control internacional, Israel ocupa el ala oeste desde la guerra de 1948. Hace ya cincuenta años también controla la parte oriental, y desde 1980 insiste en que la ciudad santa “completa y unida” es su capital.

“Una Jerusalén judía es una parte orgánica, inseparable, del Estado de Israel”, sentenciaba en 1949 ante el parlamento el padre fundador David ben Gurión. La ciudad era –y todavía es– “el corazón” de un proyecto colonial que 12 años antes, en el marco más íntimo de una carta familiar, el prócer había resumido bajo la premisa “debemos expulsar a los árabes y tomar su lugar” (“Carta de Ben Gurión a su hijo Amos”, 5-X-1937).

Ese proyecto no se detuvo y la llamada comunidad internacional no ha hecho nada para detenerlo. Israel ignora las resoluciones contra las más de 140 colonias judías en Cisjordania y Jerusalén Este, con la complicidad mal disimulada de su protector estadounidense.

“Presidentes anteriores han hecho de esto una gran promesa de campaña, pero no han cumplido. Hoy yo estoy cumpliendo”, afirmó Trump el miércoles. El magnate republicano aprovechó la ocasión para sacar pecho ante su electorado evangélico, y recordar que lo que ejecuta ahora es una resolución del Congreso que tiene más de veinte años de aprobada.

El Senado estadounidense votó en 1995 a favor de reconocer el sueño de Ben Gurión, con un aplastante consenso bipartidista. El grupo de presión sionista Aipac tenía en la aprobación de ese proyecto una de sus prioridades de aquel año y festejó la noticia con la satisfacción del deber cumplido (Aipac.org, 6-XII-17). Sin embargo, los presidentes de entonces tomaron distancia de las bancadas y mantuvieron la norma en suspenso mediante un burocrático trámite semestral. Había que guardar las apariencias.

Previo a una cumbre sobre Oriente Medio auspiciada por la presidencia de George W Bush, Madeleine Albright aconsejaba a Condoleezza Rice “no perjudicar” a ninguna de las partes en conflicto. La Casa Blanca debía dar la imagen de árbitro imparcial entre israelíes y palestinos. “No vayas demasiado lejos, piensa las cosas cuidadosamente, no te comprometas con cosas que no puedes cumplir y sé muy paciente”, insistía la ex secretaria de Estado de Bill Clinton (Reuters, 21-XI-07).

En aquellos años las normas de la Onu todavía debían dar una impresión de vitalidad. Como en un cuento de Poe, la conciencia moribunda de la comunidad internacional se mantenía atada a este mundo mediante un truco de mesmerismo: las narcóticas negociaciones de paz. Ese ardid permitía que Estados Unidos mantuviera (apenas) su imagen en el mundo árabe y que sus aliados regionales camuflaran sus relaciones cada vez más estrechas con Israel. Hasta que Trump decidió tirar por la borda lo poco que el Departamento de Estado intentó salvar, en particular bajo John Kerry.

Washington se corta solo otra vez. Aunque Filipinas y República Checa anunciaron su intención de imitarlo y trasladar sus propias embajadas a Jerusalén, tanto las potencias europeas como Rusia y China condenaron con dureza la medida.

A nivel popular, la decisión de Trump, aunque simbólica, tiene efectos incalculables: 1.800 millones de musulmanes observan con atención lo que pasa en Jerusalén, uno de los tres lugares sagrados del islam. Dejados en falsa escuadra ante sus propios pueblos, los déspotas árabes no ocultan su nerviosismo. Los saudíes dijeron que el accionar estadounidense es “injustificado e irresponsable”, y el rey jordano se apresuró a avisar que estaba en riesgo la estabilidad de toda la región (Al Arabiya, 7-XII-17).

Hasta la Autoridad Nacional Palestina (Anp) queda en posición comprometida, dados sus múltiples acuerdos de cooperación con Israel y Estados Unidos. Enfrente, Irán, Hizbolá y Siria ven confirmada su prédica intransigente tanto hacia Trump como hacia Tel Aviv.

Así las cosas, el traslado de la embajada estadounidense en Israel parece una muestra más de la impulsividad de un imperio en caída libre, con decisiones que a la larga debilitan a sus aliados y favorecen a sus enemigos, como indica el curso actual de la guerra siria. Pero el daño que provoca en el camino hacia el fondo podría ser irreparable. Hoy miles de palestinos se manifiestan en tres “días de furia” para reclamar por el derecho internacional, ese cadáver insepulto. Quizás aún no sea tarde para que en Jerusalén, la ciudad de los milagros, haya otra resurrección.

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