«La guerra no es algo que trate ante todo de la victoria o la derrota, sino de la muerte y el hecho de infligir muerte. Representa el fracaso absoluto del espíritu humano.»
Robert Fisk, La gran guerra por la civilización: la conquista de Oriente Próximo
Los soldados armenios se acurrucan en una trinchera y cantan. A su alrededor, la guerra devora vidas, territorios y esperanzas, y rompe, otra vez, leyes internacionales y acuerdos de alto el fuego. La guerra, que tiene protagonistas y estrategas que se relamen por un pedazo de tierra, también deja al descubierto la fragilidad y la impotencia de la Organización de las Naciones Unidas. Ese organismo, que debería mantener el equilibrio mundial, apenas es un cascarón vacío. Pero es poco probable que esos soldados, aferrados a sus fusiles, agotados por los bombardeos de los drones turcos e israelíes, piensen en todo esto. Ellos, jóvenes, casi adolescentes, cantan: «Es una noche triste, estamos sentados en un pozo/ Aquí fluye la sangre de los valientes armenios/ Vinimos a pelear, peleamos así/ Mi hermano y yo golpeamos al turco…».
El 9 de noviembre, después de más de 40 días de combates, desatados el 27 de setiembre por Azerbaiyán con el respaldo político y militar del gobierno turco, los gobiernos de Armenia y Azerbaiyán firmaron, con el auspicio de Rusia, un acuerdo que puso fin a un conflicto bélico sangriento. La disputa tuvo su epicentro en la República de Artsaj (también conocida por el nombre de Nagorno Karabaj), el pequeño territorio de mayoría armenia que hace 30 años es escenario de discusiones, tensiones y escaramuzas militares entre Ereván y Bakú.
EN ENTREDICHO
El acuerdo para poner fin a la guerra en Artsaj reduce considerablemente este territorio, en el que viven 150 mil personas y que declaró su independencia en enero de 1992. Según lo establecido, las operaciones militares cesaron completamente el 10 de noviembre. Armenia y Artsaj perderán no sólo los territorios ocupados por las tropas azeríes durante estas últimas semanas –entre ellos, buena parte del sur de la antigua provincia soviética de Nagorno Karabaj, incluida la estratégica ciudad de Shushí–, sino, además, la totalidad de los territorios adyacentes que Armenia ocupaba desde 1992 y que permitían la continuidad territorial entre Nagorno Karabaj y el resto de Armenia. De estos últimos, Armenia mantendrá sólo el corredor de Lachin (cinco quilómetros de ancho) como única conexión territorial con Artsaj. En el acuerdo se especificó que la nueva ruta deberá construirse en un lapso de tres años y Azerbaiyán será responsable de la seguridad de los ciudadanos, los vehículos y las mercancías que atraviesen el corredor en ambas direcciones.
A su vez, a lo largo de los nuevos límites territoriales de Artsaj y del corredor de Lachin se desplegarán tropas rusas por un período de cinco años, con la opción de prórrogas automáticas de cinco años más si ninguna de las partes declara, antes de que expire el período, su intención de poner fin a ese despliegue. Los desplazados y los refugiados por el conflicto regresarán al territorio de Artsaj y a los distritos adyacentes bajo los auspicios del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, y se gestionará el intercambio de prisioneros de guerra, detenidos y cadáveres. Por último, se construirá una nueva vía de transporte para unir, a través del sur de Armenia, el exclave azerí de Najicheván con el resto de ese país. En el acuerdo no se hace ninguna referencia al estatus de Artsaj como república independiente, algo que los armenios demandan desde hace décadas. El mandatario azerí, Ilham Aliyev, declaró este martes: «¿Dónde está el estatus? El estatus se fue al infierno, falló, se hizo añicos, no está ni estará. Mientras sea presidente, no habrá estatus».
VENCIDOS Y VENCEDORES
El presidente de Artsaj, Arayik Harutyunian, afirmó esta semana, en una conferencia de prensa no exenta de dolor y sinceridad, que se había vuelto imposible detener el avance militar azerí, principalmente por el poder de fuego que le dio su masivo uso de drones, y que las tropas armenias estaban desmoralizadas y muchos soldados, infectados de coronavirus. Explicó, al igual que el primer ministro armenio, Nikol Pashinián, cuando dio a conocer el cese al fuego, que si la guerra hubiera continuado, se habría perdido todo el territorio de Artsaj. Pero a las pocas horas de anunciado el acuerdo, estallaron las protestas en la capital armenia. Los manifestantes acusaron de traidor a Pashinián, pidieron su renuncia y ocuparon edificios gubernamentales. Hasta ayer, la Policía había detenido a 79 manifestantes, entre ellos, varios dirigentes políticos.
Además de la pérdida de territorio para los armenios, el fin de la guerra en Artsaj dejó dos ganadores claros: Turquía y Rusia. En el caso de Ankara, el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, logró un avance diplomático importante a través de las conquistas azeríes y una conexión territorial directa con la capital de su aliado. Además, otra vez se le permitió violar el derecho internacional, ya que envió a cientos de mercenarios desde Siria y Libia para que combatieran junto con las tropas de Azerbaiyán. Turquía también demostró su capacidad militar y su avance bélico-tecnológico en la industria de los drones, un negocio millonario que en este conflicto compartió con Israel.
Para Rusia, el acuerdo significó redoblar su influencia en la región. Su rol como mediador estuvo marcado por el frío pragmatismo característico del gobierno de Vladimir Putin en estas situaciones. Aunque muchos armenios pensaron que Moscú iba a intervenir militarmente a favor de Artsaj, la realidad es que Rusia optó por mover sus fichas políticas de forma equilibrada y convertirse en un árbitro que seguirá su relación histórica con Armenia, pero mantendrá también sus vínculos comerciales con Azerbaiyán, en especial, la venta de armamento.
Desde hace años, el gobierno de Erdogan despliega una política expansionista que tiene sus ejemplos más concretos en el norte de Siria, donde ocupa ilegalmente las regiones kurdas de Afrin, Serekaniye y Tell Abyad, y apoya a las milicias de Idlib; en Libia, con el envío de armamento y mercenarios para respaldar al islamista Gobierno de Acuerdo Nacional; en el Mediterráneo oriental, una zona rica por la que Turquía choca con Francia, Grecia y Egipto, y en Irak, donde ha reforzado su presencia militar en el Kurdistán.