Mientras los empleos estadounidenses son destruidos en masa por una pandemia que llevaba años anunciada, el problema de la desnutrición se extiende en la clase trabajadora. Escuelas públicas y Ong luchan por mantener alimentados a los niños del país más rico del mundo y el gobierno se ve forzado a extender las políticas asistenciales.
Anastasia Ali piensa que tiene suerte. Todos los días camina ocho cuadras desde su apartamento en Brooklyn, Nueva York, hasta la escuela Fort Hamilton, y allí le dan una bolsa de papel marrón con comida para ella y sus dos hijos. “Trabajo a tiempo parcial como cuidadora a domicilio, pero voy a la universidad a tiempo completo. Quiero ser fonoaudióloga”, dice. “Antes del virus, mis hijos comían en la escuela. Ahora estamos todos en casa. El desayuno y el almuerzo gratis que voy a buscar nos duran todo el día. Es una gran ayuda porque mi salario apenas cubre el alquiler, la luz y la calefacción.”
Madre soltera emigrada de Rusia hace diez años, Ali agradece poder conseguir comida para ella y sus hijos sin que se le hagan mayores preguntas y sin tener que presentar documentos de identidad. Esto no sucede en la mayoría de los estados de Estados Unidos, donde las colaciones para adultos no son reembolsadas por el Departamento de Agricultura (Usda, por sus siglas en inglés), la agencia federal que supervisa el programa de comidas escolares, y donde los alimentos distribuidos a los mayores de 18 años deben pagarse mediante impuestos locales.
No es sorpresa que esto haya causado un sensible aumento del hambre. Según una investigación publicada a comienzos de mayo por el Hamilton Project del Brookings Institute,1 cerca del 20 por ciento de los niños estadounidenses de 12 años o menos no comen lo suficiente porque sus familias no pueden costear su alimentación. Igualmente alarmante es que casi el 41 por ciento de las madres de niños en edad escolar dijo que padecía “inseguridad alimentaria” como resultado de la pandemia.
El problema se debe en parte a que el Usda no exige que se sirvan comidas a los alumnos cuando las escuelas están cerradas –como sucede en los meses de verano, pero también durante emergencias sanitarias como la actual–, lo que deja a algunos niños, especialmente a los niños pobres de zonas rurales, desesperados por algo de sustento.
Allí donde todavía se distribuyen alimentos, lo ofrecido varía enormemente, ya que cada distrito decide la cantidad y la frecuencia de las colaciones. Por ejemplo, en Lexington, Nebraska, los padres fueron notificados de que “se entregará una comida por alumno, por orden de llegada y mientras duren los suministros”. En Chicago, en cambio, los padres pueden recibir provisiones como para tres días delante de cada escuela pública de la ciudad.
Las consecuencias del aumento en el hambre infantil son predecibles y, al mismo tiempo, terribles. Una buena nutrición es inseparable de una buena salud y un buen rendimiento escolar. Si se tiene en cuenta que, antes de la pandemia, el 60 por ciento de los niños en edad escolar recibía el desayuno, el almuerzo y la merienda en la escuela, se puede entender la magnitud potencialmente catastrófica de la situación actual.
EFECTOS DURADEROS. Se sabe que el hambre puede tener un impacto devastador, tanto físico como psicológico. Según el New England Journal of Medicine, “incluso breves períodos de inseguridad alimentaria pueden causar daños a largo plazo en el desarrollo psicológico, físico y emocional”. La privación de alimentos provoca cansancio, disminución de la respuesta inmunológica y dificultades para concentrarse.
Pero proveer alimentación no es tan sólo preparar paquetes o depositarlos en determinados lugares para su posterior distribución. De hecho, los distritos escolares que desean dar aunque sea una pequeña cantidad de comida han tenido que enfrentar una multitud de obstáculos burocráticos, incluidos ocho formularios diferentes que deben ser presentados antes de que se esté habilitado a entregar tan siquiera una manzana. Entre ellos: una autorización para distribuir alimentos evitando aglomeraciones, ya sea en la calle o en el gimnasio de la escuela; una autorización para permitir más de una colación a la vez; una autorización para permitir que se pueda dar meriendas después de la escuela sin que vayan acompañadas de actividades extracurriculares; una autorización para distribuir comida gratuitamente sin verificación de ingresos; una autorización para permitir que los padres o tutores se lleven comestibles para los niños a su cargo…
Vonda Ramp es directora de los programas estatales de nutrición infantil para Pensilvania. “Hemos tratado de mantener el proceso tan simple como sea posible”, sostiene. “Queremos que la atención se centre en las comidas y en su distribución. Tramitamos 675 autorizaciones para poder distribuir alimentos en 2.500 lugares en las tres semanas que siguieron el cierre de las escuelas.”
Antes de la pandemia, las escuelas públicas, las charter y las privadas religiosas participaban en el programa estatal de alimentación escolar, que cubría a más de 1 millón de niños de Pensilvania por día. Según Ramp, ahora muchas de estas escuelas se asocian entre sí o trabajan con grupos comunitarios para distribuir comida. Algunos distritos, añade, han instalado puntos específicos para la entrega de alimentos o lo hacen en las paradas habituales de los buses escolares. “Se han organizado entregas a domicilio en algunas zonas rurales donde algunas familias pueden no tener locomoción para ir a un punto de distribución o a una parada, o donde se les hace imposible ir a uno de esos sitios durante las horas de reparto de alimentos” apunta Ramp. “Se están dando hasta diez comidas a la vez, el equivalente a cinco días de almuerzo y desayuno.”
Ramp no sabe aún cuántas colaciones han sido distribuidas desde que comenzó el reparto afuera de las escuelas. “Las escuelas tienen 60 días a partir del último día del mes para informar el número de beneficiarios”, dice. “Llevamos sólo seis semanas.”
¿Y anecdóticamente? “Hemos oído que mucha gente va a los bancos de alimentos y a los comedores de beneficencia locales en lugar de a las escuelas”, comenta, “por varias razones: algunas familias viven más cerca de un banco de alimentos o de una iglesia, o quieren minimizar el tiempo que pasan fuera de casa. Sabemos por las estadísticas de desempleo que muchas familias ya no tienen sus ingresos habituales. Entendemos que pueden estar recurriendo a varias fuentes de ayuda alimentaria”.
TRABAJADORES VULNERABLES. Otro obstáculo para la entrega de comida en las escuelas es el propio virus. Diane Pratt-Heavner, directora de relaciones públicas de la Asociación de Nutrición Escolar, señala una encuesta de fines de marzo, realizada en 1.769 distritos escolares que representaban a 39.978 escuelas, que reveló que si bien la mayoría de ellas distribuye ayuda alimentaria de emergencia, también están preocupadas por la salud y la seguridad de su personal, por lo que tratan de limitar el contacto entre los cocineros, los que sirven la comida y el público. “La decisión de distribuir varias colaciones a la vez tiene por objeto reducir las aglomeraciones y el contacto”, afirma. “Muchas de las trabajadoras de los comedores escolares son mujeres mayores. Algunas se han enfermado y los sitios debieron cerrarse hasta que se recuperaran o hasta encontrar un reemplazo.”
Para Lisa Davis, vicepresidenta principal de No Kid Hungry (Ni un Niño con Hambre), una organización que actúa desde hace diez años contra el hambre y la pobreza en la ciudad de Washington, los trabajadores de la alimentación escolar son “los superhéroes de la pandemia, tanto como los trabajadores de la salud”. Pero al mismo tiempo aclara que para ella los programas públicos como el de nutrición para mujeres, niños y bebés, y el de asistencia alimentaria suplementaria (Snap, por sus siglas en inglés), conocido comúnmente como food stamps o cupones de alimentos, son en realidad “las mejores líneas de defensa contra el hambre” ya que permiten a las familias comprar según sus necesidades o deseos, en vez de depender de lo que otra persona cree necesario.
Un paso para expandir el Snap fue tomado a mediados de marzo cuando el presidente firmó la ley de respuesta al coronavirus “las familias primero”. Según Davis, eso permitirá a los estados aumentar las asignaciones de emergencia del programa. Aunque al comenzar mayo sólo 12 estados han recibido la aprobación para incrementar las asignaciones, ella confía en que el número siga creciendo. Gracias a esta ley, la subvención de 646 dólares para una familia de cuatro personas receptora de las food stamps aumentará en un 40 por ciento.
La medida se hará sentir en Montana, donde Heather Denny es coordinadora estatal para la educación de las personas sin techo. “Muchos de los 4 mil niños sin hogar de este estado viven en pueblos chicos o muy chicos, así que cargamos la comida en buses escolares y recorremos las carreteras para llevárselos”, dice. “Uno de los obstáculos con los que nos hemos encontrado es que algunos distritos muy pequeños no tienen comedores escolares. Antes del coronavirus, la escuela de un solo salón de Garrison tenía dos alumnos sin hogar y tenía que escribir al banco de alimentos local para que pudieran recibir una comida a la hora del almuerzo. El resto de los niños trae el almuerzo de sus casas.”
Añadió que a medida que se pierden trabajos muchos habitantes de Montana recurren a los bancos de alimentos, pero la gente que no tiene transporte o que vive en lugares muy alejados está sufriendo. “Digamos que vives en Belgrade, a 19 quilómetros de Bozeman, donde está el banco de alimentos, y que no tienes auto. Hay un ómnibus que va de Belgrade a Bozeman, pero a más de un quilómetro y medio del banco de alimentos. Si tienes que cargar con tu bebé y tus suministros, se te hace casi imposible andar recorriendo esa distancia ida y vuelta”, explica Denny. “Intentamos conectar a la gente, pero no siempre es fácil. Por otro lado, la mentalidad de aquí es compartir con los vecinos. Saben cuándo una familia la está pasando mal y tratan de ayudarla.” Cree que el aumento en la asignación de food stamps es una buena medida, ya que permitirá a la gente ir a las tiendas locales y comprar lo que necesiten cuando lo necesiten.
Ann Greenwood, habitante de Waterville, en el estado de Maine, cruza los dedos a la espera de que en su estado se reduzcan los límites de acceso a las food stamps. Si así sucede, ella y su familia tendrán finalmente derecho a ese beneficio y podrá dejar de presionar a sus hijos adolescentes para que vayan a la parada de ómnibus a levantar el desayuno y el almuerzo en los tres días de la semana en que están cubiertos. “Los niños no se preocupan por las comidas, pero las necesitamos”, dice Greenwood. “Son más que nada alimentos procesados, cereales, bizcochitos de harina integral, sándwiches fríos, zanahorias, manzanas, pasas de uvas y de arándanos. Algunos días prefieren pasar hambre antes que ir a la parada.”
Greenwood suena frustrada, cansada. “Trabajamos muy duro”, cuenta. Pero en el trabajo sólo le pagan 12 dólares la hora y a su marido sólo 14 dólares. “Tenemos que pagar dos préstamos, para los dos autos, porque cada uno necesita el suyo para ir a trabajar, además de una hipoteca, el seguro de la casa y los impuestos. Mi hijo de 14 años está creciendo y puede comer más en una sola comida que yo en un día entero. Lo que recibimos de la escuela nos ayuda, pero aun así tenemos que andar con cuidado al hacer las compras.”
Joel Berg, presidente de la Ong Hunger Free America (Estados Unidos Libre de Hambre), sabe que los trabajadores de la educación hacen un trabajo increíblemente duro para alimentar estudiantes hambrientos. Pero aunque valora el esfuerzo, es pesimista sobre el futuro inmediato. Incluso si en los 50 estados la gente pudiera beneficiarse del aumento del Snap, piensa que no será suficiente: “Mira cuántos ya pasaban hambre en este país cuando la economía iba bastante bien. Pasar por una recesión y una pandemia al mismo tiempo, bueno, es una catástrofe”.
Berg reclama aumentos de salarios, un acceso más amplio a las food stamps que incluya mayores beneficios, dos colaciones diarias para cada alumno de las escuelas públicas independientemente de los ingresos de su familia, terminar con los rescates a las grandes corporaciones del agronegocio y garantizar el suministro de alimentos nutritivos y libres de productos químicos a todas las comunidades rurales, semiurbanas y urbanas.
Por muy bienvenidos y necesarios que sean esos cambios, se necesita sin embargo un conjunto más amplio de medidas, dice Diane Nilan, fundadora y presidenta de Hear Us (Escúchanos), organización dedicada a hacer oír las voces de niños y adolescentes sin techo. “Es hora de priorizar las necesidades humanas básicas de aquellos que están abajo en la escala económica. Si no tienes casa, si no tienes atención médica, estás excluido del mercado laboral, si no tienes medios para afrontar el cuidado de tus hijos y no tienes acceso a la tecnología, una comida se parece tan sólo a una migaja que cae de la mesa. Es difícil disfrutar la comida cuando sabes que tú y tu familia necesitan mucho más.”
(Copyright, Truthout.org. Publicado originalmente en inglés como “Schools Are Struggling to Feed Hungry Students as Unemployment Rises”. Brecha publica con autorización. Traducción y titulación de Brecha.)
1. Disponible en: www.hamiltonproject.org/blog/the_covid_19_crisis_has_already_left_too_many_children_hungry_in_america (N del E).