Los “servicios energéticos” son cruciales para muchos asuntos fundamentales de una sociedad: la provisión de alimentos, acceso al agua por bombeo, servicios sanitarios, cuidados médicos en hospitales, funcionamiento de escuelas y acceso a la información y comunicación. Agricultura, industria y transporte dependen indefectiblemente del abastecimiento energético. La falta de acceso en forma segura y en cantidades apropiadas está fuertemente relacionada con la pobreza estructural.
Si bien no existe consenso sobre si el acceso a la energía debería considerarse un derecho humano, se reconoce que su falta inhibe el efectivo goce y cumplimiento de casi todos los derechos humanos. No puede garantizarse la dignidad humana si no se garantiza el acceso a la energía en forma segura y en cantidades apropiadas. Incluso hay quienes sostienen –y también es mi convicción– que la energía es “la precondición de todas las mercancías” en el sentido de que ninguna actividad humana puede realizarse sin ella y, por tanto, existe cierta “dominación instrumental” de la energía en la sociedad. No hay sustituto para la energía y por eso constituye un valor de uso tan básico como el aire, el agua y la tierra. Asimismo, dentro del amplio abanico de las formas de energía, la electricidad constituye un capítulo aparte dado que es verdaderamente una mercancía que atiende múltiples propósitos. La dependencia de la electricidad ha crecido gracias a que es un flujo fácilmente ajustable, de acceso sencillo e instantáneo y con impactos ambientales mínimos en el lugar de uso (no así en su generación, claro está). Por lo tanto, en este esquema, la energía eléctrica juega un rol primordial.
El concepto de pobreza energética tuvo su génesis en los países fríos del norte europeo tras los shocks petroleros de los setenta, donde se dio a conocer como “pobreza combustible” y definía a aquellos hogares que gastan más del 10 por ciento de sus ingresos en cubrir sus “necesidades energéticas”. Si bien es la definición oficial de algunos países europeos al día de hoy, no está exenta de problemas, como el reconocimiento reciente de que a veces se incluye en dicha categoría a hogares que gastan mucho por “bombear agua para la piscina”.
Más acá en el tiempo (y en la geografía) se ha definido como pobreza energética a la falta de acceso a las energías modernas (electricidad y derivados del petróleo) así como al uso de biomasa (leña) para cocción. Esta medida da cuenta de una enorme problemática que afecta a muy buena parte del capitalismo periférico. De hecho, existen en el mundo unos 1,3 billones de personas sin acceso a la electricidad, que en su mayoría pertenece a África, Asia y América Latina, llegando a niveles bajísimos de cobertura para el África subsahariana, con tan sólo el 31 por ciento de los hogares con acceso a la electricidad.
Sin tener plétoras de hogares que bombean agua para la piscina (aunque los hay), ni la mayoría de la población con problemas de acceso a las fuentes modernas de energía, vale preguntarse: ¿cómo se manifiesta en nuestro país la pobreza energética?, ¿el tan alabado cambio de matriz energética se ha traducido en una resolución semejante de dicha problemática o quedan asuntos pendientes?
En nuestro país, el problema del acceso a la energía moderna es particularmente bajo. Partiendo de niveles de cobertura muy altos, hubo un descenso en la pobreza energética en los últimos años. De esta forma, se observa que mientras para 2006 el 97,7 por ciento de los hogares accedían al tendido de la Ute (aunque algunos “colgándose”), los datos más recientes indican (aunque no puede afirmarse rotundamente por falta de mediciones precisas) que supera el 99 por ciento de los hogares. Estos niveles de cobertura asemejables a los de los países capitalistas centrales seguramente obedezcan tanto a condiciones geográficas particulares, como, y principalmente, a la existencia de una empresa pública como Ute, que desde su fundación en 1912 tiene como principio orgánico llevar electricidad a todos los hogares del país.
Pero ¿es suficiente con este logro?, ¿todos los hogares cubren sus necesidades en las condiciones actuales o tienen niveles de consumo insuficientes? Y para aquellos que logran niveles de consumo necesarios, ¿el esfuerzo económico que realizan les permite satisfacer otras necesidades, o les es inhibitorio de poder dedicar tiempo y recursos al ocio, la formación, etcétera? Es imposible responder estas preguntas con rigurosidad en poco espacio, razón por la cual intentaré mostrar, con el ejemplo de la calefacción, algunos pendientes en la política energética.
En primer lugar, si bien los niveles de cobertura son casi totales, persisten problemáticas complejas asociadas a la conexión irregular. Lejos de significar “electricidad gratis” como señalan algunos vecinos, se trata de una forma insegura de acceso que implica costos que van desde la intermitencia (y noches de invierno sin electricidad por sobrecarga de la línea y afecta también a quienes pagan en los barrios de contexto crítico) hasta los accidentes fatales. Asimismo, al no pagar por el consumo, muchas veces (no todas) implica un consumo excesivo que atenta contra la eficiencia energética y el cuidado del ambiente. Lamentablemente, no disponemos de fuentes que hagan un relevamiento continuo de esta problemática para saber cómo ha evolucionado en los últimos años, y aunque es posible que haya mejorado –se adoptaron varias políticas intentando mitigar el problema–, es un hecho que persiste en los barrios pobres y marginados.
En segundo lugar, el supergás, que es de suma importancia para la cocción y calefacción, no siempre llega a todos los hogares. De hecho, en algunas zonas consideradas “rojas” no hay distribución de garrafas. Con los datos existentes es posible conjeturar que la tercerización del servicio de distribución de supergás contribuye con la exclusión de determinadas zonas y con que existan precios dispares a pesar de la regulación. Asimismo, es una de las causas por las que –según estudios recientes– cuando en los hogares se pregunta por energía, responden “Ute” casi como un reflejo pavloviano.
Surge de la Encuesta de Gasto e Ingresos de 2005-2006 que el 10 por ciento más pobre de la población gastaba prácticamente un 17 por ciento de sus ingresos en energéticos (que se reducía a poco menos del 15 por ciento si excluimos la nafta y el gasoil), mientras que el 10 por ciento más rico gastaba un 7,2 por ciento de sus ingresos (consumiendo significativamente más) y un 3,2 por ciento si excluimos la nafta y el gasoil. En el caso concreto de la electricidad, implica esfuerzos económicos que van desde un 9,6 por ciento en el 10 por ciento más pobre, hasta un 2,4 por ciento en el más rico, consumiendo estos últimos más del doble. Desde entonces se han diseñado descuentos comerciales y nuevas tarifas como la tarifa de consumo básico en sus diversas variantes. Pero, ¿habrá sido suficiente para paliar toda la problemática? ¿Sólo debe resolverse con tarifas baratas?
En este sentido, la Encuesta de Hogares de 2011 relevó varios aspectos novedosos en lo que hace a la calefacción de los hogares. Partiendo de casi un 20 por ciento de hogares que no se calefaccionaban en 2006, se descendió a un 12 por ciento en 2011. Probablemente producto de la combinatoria del aumento del ingreso real de los hogares y de políticas de inclusión específicas en el sector energético. Dicho descenso se correspondió con un aumento en el porcentaje de hogares que se calefaccionan con electricidad y de los que lo hacen con supergás.
Más allá de estos logros parciales, queda claro también que en Uruguay ser pobre implica, entre tantas otras penurias, pasar frío. Si nos centramos en el 10 por ciento de los hogares más pobres, cuatro de cada diez no se calefaccionaban en 2006 y en 2011 dicho porcentaje rondaba el 27 por ciento (tres de cada diez aproximadamente).
Asimismo, para el año 2011 se puede observar que los hogares que logran calefaccionarse a pesar de tener bajos ingresos, no lo hacen siempre que sienten la necesidad de hacerlo. Si bien esta problemática afecta en mayor medida a los hogares de menores ingresos, está presente en el conjunto de la población uruguaya. La mitad de los hogares uruguayos se calefacciona siempre que siente frío, un 38 por ciento a veces, y un 12 por ciento nunca.
La reciente discusión sobre empresas públicas ha tenido como centro la necesidad de contribuir a Rentas Generales tomando como prioridad el combate al déficit fiscal. Sin embargo, ni el frío ni la necesidad de refrigeración –principalmente en el verano en los departamentos al norte del Río Negro– han estado en la discusión sobre los objetivos de los entes. Ante un escenario más adverso, algunos logros pueden llegar a revertirse y además, si las empresas asociadas a los servicios energéticos empiezan a dejar de lado su rol social para contribuir crecientemente al fisco, el frío nos va a pasar factura, o viceversa.
* Economista, integrante de Comuna.