Función trasnoche - Semanario Brecha

Función trasnoche

Constantin Stanislavski.

Constantin Stanislavski por Ombú.

El método Kominsky –serie en la que Michael Douglas aparece como maestro de actuación– me llevó a reencontrar El método Stanislavski en la biblioteca. Constantin Stanislavski vivió sus ochenta años durante los dos siglos pasados. Su enseñanza teatral descartó lo estereotipado y prefirió la naturalidad.

“¿Qué es, cada vida, sino una serie de episodios incompletos?” –planteaba Stanislavski a sus alumnos.

Para que no cayeran en la tentación de representar una pasión con grandilocuencia –ni pretendieran mostrarla de golpe, en su tragedia o su esplendor–, les proponía pensar y sentir momentos. Como piezas valiosas, inconclusas, vivas.

“La creación se da por la lógica de la continuidad –encuentro subrayado en su libro–,1 podríamos dominar por partes la intensidad de un personaje si hiciéramos listas de los momentos que forman su pasión. No es real expresarla de una sola vez y por completo.”

Suena menos verdadero declamarla que mostrar sus pasos.

El arte está en los detalles.

La vida está en los detalles.

Sean los de un jugador, un suicida, un pescador, un enamorado.

Proponía hacer listas. Por ejemplo, de momentos de amor:

“Alegría inexplicable al verse.

Si no se ven, viven recordándose.

Buscan un pretexto para volver a verse.

Bienestar. Confianza al estar juntos.

Admiración. Encanto mutuo.

Primer desacuerdo, reproches, dudas.

Nuevo encuentro, para aclararlas.

Reconciliación. Obstáculos.

Ruptura. Separación. Ausencia.

Nuevo encuentro. Comprensión. Besos.

Incomprensión. Misterio. Casualidades.

Nuevas situaciones.

Etcétera”.

Etcétera es una palabra perezosa (alude a lo que falta, pero lo suprime); sin embargo, dicen bastante esas piezas del puzle de un amor. La utilidad de la lista, según él, estaba en recuperar la memoria emotiva. Y gracias a ella reconocer la lógica de los sentimientos, la continuidad de las sensaciones.

Quería, con el mismo fervor que otros buscaron la piedra filosofal, encontrar la lógica de la creación. “¡Nada menos que la lógica y la continuidad del sentimiento! ¿Cómo abordarla?”, se preguntaba Stanislavski, “¿qué haría yo en las circunstancias del personaje?” Para eso proponía recurrir al material emotivo del actor, su experiencia de la vida real, conocimientos, recuerdos, estilos de trabajo, hábitos.

Tal vía práctica ponía en escena tramos incompletos, pero significativos, de la pasión del personaje.

Algo invisible podía otorgar continuidad a esos tramos.

(Tal vez la complementaria memoria emotiva del espectador.)

El método Stanislavski puede haber pasado de moda. No lo sé.

En cada época ocurren nuevas vías para la creación.

Pero me fascina su valoración de los episodios incompletos. Son la vida. Incluso, alguno –como los cuentos de Sherezade– puede salvarla.

EL BARROCO EN OURO PRETO. Una de las primeras notas que me tocó en suerte escribir fue sobre el barroco en Brasil. Para una revista que se llamaba Brasil Cultura. Yo tenía 25 años, un cautivante hijito recién nacido y una Woodstock (comprada a un cerrajero en su taller, que fue mi primera máquina de escribir).

Era una época en que existía en Buenos Aires la palabra “bornes”.

Si no había bornes en tu edificio, no tenías teléfono.

Así que no teníamos. Las visitas caían sin aviso. Tocó el timbre un amigo, con un libro grande y pesado que puso sobre la mesa, al lado de la pila de pañales y del óleo calcáreo. El libro era sobre el Aleijadinho2 y sobre esas iglesias blancas, preciosas, construidas por el 1600 en Congonhas, Mariana, Diamantina, cerca de la costa del país que descubrió Pedro Alvares Cabral.

—¿Escribirías una nota sobre esto? ¿En una semana?

—Claro. Sí. Qué alegría.

Se fue mi amigo y empezó mi enamoramiento del barroco, ese arte que unió a la corte portuguesa con el paisaje exuberante de Brasil desparramando angelitos voladores, palmas, ananás y flores en volutas interminables. Porque eso, vine a entender, es el barroco: pretende expresar la continuidad.

Copérnico había cambiado el pensamiento de la época. Los astros giraban en el espacio infinito, el equilibrio clásico saltaba por los aires. El hombre había dejado de ser el centro del universo. Formaba parte de él. Adiós, clasicismo. ¡Continuidad! Algo que empieza en una voluta como de humo –aunque el humo sea de piedra– y que no se sabe dónde terminará.

Era imposible representar lo infinito.

Entonces se eligió representar lo incompleto.

La vida.

Incompleta, puede ser, a la vista.

Pero continua en alguna parte.

Como si estuviéramos frente a una ventana y desde dentro viéramos la cabeza de un caballo… o la parte de atrás de un carro. No vimos por completo el carro que pasó, pero intuimos que hubo caballo entero. Y que hubo carro.

Desde entonces me consideré barroca. En el mismo sentido del “continuará” de las historietas y de los folletines.

Debe ser por eso que me gusta tanto escribir contratapas. Ventanas que enmarcan 7.500 caracteres. Son mi desesperación y mi esperanza. De poder contar algo ante la ojeada que alguien eche sobre el pequeño paisaje que puedo ofrecer ese día. Los periodistas tenemos el beneficio de la próxima vez. Ciertamente no disponemos de cuatrocientas páginas juntas. Pero de una en una son un intento de totalidad. Se pierde un velerito en el horizonte. Pero está por zarpar el próximo.

EQUINOCCIO DE MARZO. Ya que estamos hablando de la vida, viene a cuento uno de esos momentos que le dan sentido (Stanislavski hablaría de memoria emotiva). La noche del 26 de marzo de 1971.

Antes de la noche de aquel día, hubo en mi vida cuentos de entre casa que parecían páginas de La tierra purpúrea. En ellos, el personaje de Santa Coloma daba el perfil del propio Aparicio. Entre los que con él fueron murió el novio de una hermana de mi abuela. Que desde 1904 se vistió de negro y conservó a la vista el retrato del muchacho que la amó y que ella amaba.

Entre los defensores de Paysandú –bastión de Bernardo Berro contra brasileños y mitristas– hubo algún Larravide. Y hubo un fantástico inglés familiar… El “¡no los fusile!” de su viuda a Oribe (por dos soldados en capilla señalados como sus asesinos) me aclaró que sólo la piedad supera lo irreparable. Hubo muchos cuentos. La voz convincente de papá los hacía tan verdaderos. Semejante infancia daba más blanco que el jazmín del país.

Otras historias llegaron, después, en la voz de Maneco. Sobre Batlle y Ordóñez: su modernidad, su comprensión de los tiempos, su capacidad de argumentar con los adversarios. El divorcio, el voto de las mujeres, tan temprano en América; los temas sindicales (de nuevo tendría aquí que escribir “etcétera” porque no entra Batlle en un párrafo. Digo nomás que si Maneco Flores hubiera escuchado a algún porteño comparar a Batlle con Perón…, le daba un síncope).

Mi padre me marcó con su mitología romántica.

La de Maneco me amplió el panorama. Lo admiré aun más de lo que él admiraba a Batlle: fue capaz de estampar en la tapa de Jaque aquel “Oremos por el alma de Vladimir Roslik, que murió asesinado”, fue capaz de organizar con Zumarán la Comisión de Derechos Humanos, en los últimos tiempos de la dictadura, y capaz, aunque el cáncer le robaba la voz, de levantarse y decir “Amnistía, ya”.

Quisiera escribir más sobre estos dos fumadores empedernidos, de vida más breve de lo que yo hubiera querido. Mi padre, José Pedro Larravide, y el que se le pareció cuando me hizo falta, Maneco Flores. Los dos me entrenaron para escuchar historias.

Me fueron interesando otras, además de las suyas.

Y hoy no importa que se me termine el espacio, porque aquí mi memoria pasa al frente con otras. Que también recuerdan una noche de marzo, una esperanzada noche de 26 de marzo. Recordamos un episodio de nuestras vidas, en que la apasionada voz de Zelmar Michelini, las de Vivian Trías, Alba Roballo, Arismendi… y –reuniendo a todas– la tranquila voz de Seregni se volvieron inolvidables.

1.   El trabajo del actor sobre sí mismo.

2.             El lisiadito.

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