Griego antiguo - Semanario Brecha
La derecha dura se consolida en Atenas

Griego antiguo

La derecha clásica logró un triunfo atronador en las últimas elecciones helénicas, favorecida por los medios masivos y la desmovilización de los jóvenes. La desmoralización ocasionada por la claudicación de Syriza aún perdura.

Militantes del partido de derecha griego Nueva Democracia festejan el triunfo electoral en la elecciones, Atenas, 21 de mayo. AFP, ARIS MESSINIS

Fue más allá de las previsiones más negras: pocos eran los que creían que el principal partido progresista griego, Syriza, podía ganarles las elecciones legislativas del domingo pasado a los conservadores de Nueva Democracia, la formación del primer ministro saliente, Kyriakos Mitsotakis, pero las encuestas le daban alguna esperanza de pisarles los talones. Los resultados fueron, sin embargo, lapidarios. Nueva Democracia más que duplicó los votos de Syriza: casi 42 a 20 por ciento. Los socialdemócratas del PASOK llegaron en tercer lugar, con algo menos del 12 por ciento (tuvieron 8 en 2019), seguidos por el Partido Comunista (KKE), que también creció y pasó del 5 al 7,2 por ciento en cuatro años, y de otro partido conservador, Solución Griega, con 4,4. No llegó al mínimo del 3 por ciento necesario para entrar al parlamento ninguna de las escisiones por izquierda de Syriza, comenzando por Mera25, el partido encabezado por el exministro de Economía Yanis Varoufakis.

Pero a pesar de su victoria en todo el país (perdió solo en una de las 59 circunscripciones y ni siquiera antiguos feudos rojos le resistieron) Mitsotakis se quedó, por apenas un puñado de diputados, sin la posibilidad de formar gobierno en solitario: necesitaba 151 escaños y obtuvo 146. El sistema electoral griego prevé que quien ocupe la presidencia (en este caso la jueza Katerina Sakellaropoulou) llame al líder del partido ganador a intentar constituir un Ejecutivo que reúna el apoyo de al menos la mitad más uno de los parlamentarios; si no lo consigue, llama al segundo, y si este tampoco lo logra, al tercero. En caso de fracaso total, se convocaría a nuevas elecciones.

Es el escenario que se perfila ahora: Mitsotakis ya dijo que no quiere aliarse con nadie, confiando en que en una segunda vuelta electoral, en la que, a diferencia de la del domingo, se otorga una prima de 50 escaños al partido ganador, conseguirá fácilmente la victoria. Syriza no está, a su vez, en condiciones de encabezar una mayoría alternativa: se lleva a las patadas con el KKE y al PASOK solo puede unirle el espanto de evitar un nuevo triunfo de la derecha, y ni siquiera eso: los socialistas, que fueron la formación dominante de la política griega por muchos años, aborrecen de un partido como Syriza (su sigla significa Coalición de la Izquierda Radical), que en el pasado supo enrostrarle su corrupción y sus componendas con banqueros y multinacionales. El martes 23, el líder de Syriza, Alexis Tsipras, anunció que renunciaba a intentar formar gobierno. Lo más probable, si no seguro, es que cuando esta edición esté en la calle en Grecia se hayan fijado nuevas elecciones para entre fines de junio y comienzos de julio. Y que en ellas vuelva a ganar Nueva Democracia.

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En 2015, Syriza fue, en Europa, y también bastante más allá, el portaestandarte de una postura que despertaba ilusiones de poder hacerles frente, desde un país pequeño, ultraendeudado y económica y socialmente arrasado, a esos llamados poderes fácticos que buscaban ponerlo totalmente de rodillas. Llegado al gobierno al frente de su partido, Tsipras le plantó cara al Fondo Monetario Internacional (FMI), al Banco Central Europeo (BCE), a la Comisión Europea (a los tres juntitos los llaman la troika), que le exigían dejar de lado cualquier veleidad de poner en práctica su programa y que «honrara» la deuda externa del país (muy superior al PBI) y se resignara a aplicar a pie juntillas las políticas que desde Bruselas y Washington ellos le dictaban. En claro: privatizaciones, recorte de programas sociales, reforma jubilatoria y todo el etcétera del recetario habitual.

Tsipras se negó, puso en marcha algunas medidas de emergencia social para sacar a los griegos más pobres de la miseria, paró las privatizaciones de las empresas públicas que aún quedaban y mandó a su ministro de Economía, Yanis Varoufakis, a negociar con la troika. Meses duraron esas discusiones, que resultaron épicas y tantas ilusiones despertaron en la izquierda de la izquierda europea, por la forma en que Varoufakis se paró frente a los acreedores (Brecha le dio en su momento una amplísima cobertura a ese período de ilusiones, negociaciones, fracasos). El cineasta Costa Gavras evocó esos meses en su película de 2019 Comportarse como adultos, una ficción basada en un libro testimonial de Varoufakis en el que queda en evidencia la arrogancia de los tecnócratas europeos y del FMI, seguros de poder doblarle la mano a Atenas.

Lo cierto es que las negociaciones fracasaron y Tsipras convocó a un referéndum para que los griegos decidieran si aprobaban o no el memorándum que la troika le había remitido al gobierno con las medidas que debía implementar si quería recibir «ayudas» para pagar las cuentas corrientes y refinanciar su deuda. Tsipras y Syriza hicieron campaña por el No, y el 5 de julio de 2015 el No arrasó en las urnas: más del 61 por ciento de los griegos rechazaron el diktat de los acreedores. Preferían apretarse el cinturón, pero con perspectivas de una salida digna y dejar de seguir regalando las joyas de la abuela antes de arrodillarse.

Poco le importó a la troika: no son los griegos los que deciden, somos nosotros, dijeron al unísono (no es un eufemismo, es casi textual) el presidente del Eurogrupo, el socialdemócrata Jeroen Dijsselbloem, y el conservador ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schaüble, hombre fuerte de la principal economía europea y representante de hecho de los bancos germanos, los mayores acreedores de Grecia. «O aceptás o te vas», le había dicho Schaüble a Varoufakis en una de sus muy tensas reuniones.

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Aculado, Tsipras acabó cediendo al cabo de pocos días. Primero relevó a Varoufakis y luego aceptó las condiciones de los acreedores. Una parte de Syriza dijo que en ese contexto era mejor abandonar el gobierno, que se estaba traicionando no solo el voto de los griegos en el referéndum, sino las promesas con que el partido había ganado las elecciones menos de un año antes. Tsipras se mantuvo igualmente en sus trece. Con Syriza dividido (25 diputados se escindieron), se quedó sin apoyo parlamentario y debió convocar a nuevas elecciones, que Syriza volvió a ganar. El sueño, sin embargo, ya estaba roto, y los altos funcionarios de la Comisión Europea y del BCE no perdieron ocasión de pasear la cabeza del antiguo rebelde heleno rendido a sus pies por cuanta institución regional pudieron.

El mensaje de que «no se puede» (presentarles lucha) no lo dirigió solamente a los griegos: apuntaron también a los españoles de Podemos, que por entonces estaban en pleno auge en la cuarta economía del euro y pertenecían a la misma familia ideológica que Syriza en el Parlamento Europeo, la de la izquierda alternativa. Era común que las banderas griegas ondearan por entonces en los actos de la formación española, del Bloque de Izquierda portugués y del sector afín a Jeremy Corbyn en el laborismo británico, que poco después sería mayoritario en ese partido.

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Tsipras maniobró para obtener algunas concesiones que le permitieran no acogotar demasiado a los griegos, pero los «hombres de negro» (la imagen que se usaba entonces para referirse a los funcionarios de la troika) volvieron a instalarse en las oficinas del Ministerio de Economía en Atenas para controlar las cuentas (Varoufakis los había expulsado) y le impusieron a Syriza el grueso de sus exigencias. Al cabo de un tiempo Tsipras declaró que había tensado demasiado la cuerda con los acreedores y que había pecado por «demagogia» y por prometer «medidas irrealizables». La capitulación se había completado.

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En 2019 Nueva Democracia desplazó a Syriza: con casi 40 por ciento de los votos en las elecciones legislativas, pudo formar gobierno en solitario al alcanzar la mayoría absoluta en el Consejo de los Helenos, el parlamento. Regía todavía la disposición por la cual el partido más votado obtenía una bonificación de 50 diputados también en la primera vuelta. La derrota de Syriza no fue tan estrepitosa como la de ahora: llegó a 31 por ciento, nueve puntos menos que Nueva Democracia.

Pero, apenas asumió, la derecha no anduvo con miramientos para borrar de un plumazo la «anomalía» syriziana, según dijo el nuevo primer ministro, Mitsotakis: cortó subvenciones, redujo impuestos a los empresarios, congeló los salarios, suprimió las negociaciones colectivas, limitó el derecho de huelga, despidió a funcionarios públicos, relanzó las privatizaciones: el puerto de El Pireo, en la capital, fue concesionado por décadas a una empresa china; los aeropuertos fueron entregados fundamentalmente a compañías alemanas. Y se preocupó por no dejarle resquicio mediático a la oposición, controlando con mano de hierro las televisiones y las radios públicas (las privadas le respondían y le responden como un solo hombre).

Tímidamente primero, un poco más abiertamente después, regresaron las manifestaciones a las calles, adormecidas durante los cuatro años de gestión de Syriza. Nueva Democracia respondió con una batería de medidas destinadas a mantener a raya y reprimir la protesta social. Mientras les negaba fondos a la salud y la educación pública, el gobierno contrataba a cientos de policías (1.500 solo en 2020), reforzaba su equipamiento y los cubría en sus «excesos».

Y los «excesos» volvieron por sus fueros, con muertos y heridos en las manifestaciones por la represión. En junio de 2022, un informe del ómbudsman griego determinó que en un año los casos de violencia policial habían aumentado 17 por ciento. Sus víctimas preferentes fueron los manifestantes y los jóvenes de los barrios populares. Pero también los inmigrantes.

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El combate a la inmigración «es una obsesión de Mitsotakis» desde el inicio de su gestión, dice el portal francés Mediapart (18-V-23). En 2019 el primer ministro prometió la extensión del muro terrestre que separa Grecia de Turquía de 32,5 a 70 quilómetros, impedir la llegada de nuevos migrantes y confinar a los ya arribados en campos que se asemejan a prisiones, que cuentan con el apoyo de la Unión Europea.

Las denuncias contra los guardias costeros griegos se han multiplicado en los últimos meses. Un video difundido la semana pasada por The New York Times muestra cómo migrantes africanos que lograron arribar a la isla de Lesbos, entre ellos niños y bebés, fueron asaltados por los guardias, que les robaron todo y los devolvieron al mar en una balsa. Nadie en el gobierno respondió a los periodistas del diario estadounidense que pretendieron saber qué tenían para argumentar las autoridades. «Nuestras políticas migratorias han sido duras, pero justas», dijo Mitsotakis durante la campaña. El control en las fronteras logró reducir la llegada de inmigrantes, pero las muertes en el Egeo aumentaron y alcanzaron en 2022 su número más alto (al menos 326) desde 2016. El tema casi ni se evocó durante la campaña.

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Cuando estalló la pandemia de covid-19, los hospitales públicos se vieron rápidamente desbordados por la carencia de personal y equipamiento. Los medios, estatales y privados, no ahorraron, sin embargo, elogios para la gestión gubernamental en ese período. Un editorialista del periódico Liberal llegó a comparar al primer ministro con Moisés. A mediados de 2020 salió a luz que el Ejecutivo había repartido unos 20 millones de euros entre los principales grupos mediáticos (todos controlados por oligarcas cercanos a Mitsotakis) para la difusión de mensajes sobre la pandemia. Las publicaciones más o menos críticas vieron migajas, cuando vieron algo, según denunció el International Press Institute (Mediapart, 28-VII-20).

Entre 2020 y 2022 Grecia pasó del lugar 70 al 109 en el índice de respeto a la libertad de prensa que establece Reporteros sin Fronteras.

Hace un año algunos medios revelaron que el Servicio Nacional de Inteligencia había espiado a periodistas, sindicalistas y dirigentes políticos de la oposición. El asunto no tuvo demasiado eco en la llamada prensa grande, como tampoco lo tuvieron varios casos de corrupción que golpearon el entorno del primer ministro.

El choque, a fines de febrero pasado, de dos trenes, un accidente que dejó 57 muertos, dejó al descubierto el pésimo estado del sistema ferroviario griego, producto de los recortes presupuestarios. Decenas de miles de personas salieron a las calles en los días siguientes («Nosotros ponemos los muertos, ustedes se llevan las ganancias», decía una pancarta en una marcha en marzo), pero en menos de tres meses el escándalo salió de los primeros planos y no tuvo repercusión alguna en las elecciones del domingo pasado.

«Estamos cansados. Ya ni siquiera manifestamos demasiado. Trabajamos más y más, sin chistar, y muchos griegos han perdido confianza en la política», le dijo a Mediapart Alexander Sikalias, un joven productor de videos ateniense. Como varios de sus colegas, el politólogo Seraphim Seferiades, docente en la Universidad Panteion de Atenas, piensa que mucho de la victoria aplastante de Nueva Democracia el domingo debe atribuirse a la desmovilización del electorado de izquierda, sumamente atomizado y carente de un referente fuerte tras las agachadas de Syriza. «Syriza no ha planteado alternativas a las lógicas neoliberales en estos años y no es capaz de encarnar la bronca social subterránea de la sociedad», dijo el docente. Los jóvenes no se inclinaron mayoritariamente por la derecha, pero tampoco por Syriza: más bien se refugiaron en la abstención, que, como sucede habitualmente en Grecia, el domingo superó el 40 por ciento.

Los sectores medios y altos, a su vez, se vieron seducidos por la propuesta de «ley y orden» de la derecha y por un tipo de crecimiento económico que los favorece. Como el resto de los países del sur de Europa, con excepción de Italia, Grecia no ha sido demasiado afectada por la guerra en Ucrania y su PBI ha crecido en 2022 por encima de la media europea (4,1 por ciento, contra 3,5 en el conjunto de la zona euro), tironeado por las inversiones extranjeras, fundamentalmente en el sector del turismo. «El turismo crece, sin duda, pero no se adapta a las necesidades de los griegos, sino de los clientes y de los grandes grupos, fundamentalmente extranjeros. Los salarios que paga son bajos y los empleos que genera, precarios y de baja calificación», dice Michalis Spourdalakis, profesor de Política Social en la Universidad de Atenas. Pero el gobierno es muy hábil en vender su política económica y se ve favorecido por medios de comunicación que multiplican su mensaje y una oposición debilitada, agrega.

En Exarcheia, el barrio anarquista de Atenas, donde dicen que la Policía no entra y que si lo hace, es para reprimir a sus habitantes –en su mayoría jóvenes e inmigrantes–, alguien grafiteó en un muro «Wake up» (‘despierten’), y otro, al lado: «Solo nos queda volver a hablar en griego antiguo».

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