En el país de la libertad
Lo que de manera un tanto eufemística es mencionado habitualmente como “la cárcel de Guantánamo” es en realidad un campo de concentración liso y llano, el mayor de todos los que en el planeta mantiene Estados Unidos desde que en 2001 lanzara su “guerra al terrorismo”.1 El complejo de campos (no es uno solo, son cuatro) que funciona en la base naval que Wa-shington mantiene en territorio cubano desde comienzos del siglo pasado fue montado algunas semanas después de los atentados del 11 de setiembre de 2001, cuando Estados Unidos invadió Afganistán y necesitó “lugares seguros” para concentrar, “interrogar” y eventualmente juzgar a los “combatientes enemigos” capturados allende los mares. Hacia fines de setiembre de aquel 2001, George W Bush –que ya había recibido del Congreso poderes especiales para atacar a “países, organizaciones e individuos” sospechosos de financiar, colaborar u ofrecer “santuarios” al “terrorismo”– firmó un decreto autorizando a las agencias de inteligencia de su país a establecer centros de detención en el extranjero. Una resolución presidencial posterior, de noviembre del mismo año, hizo de todo aquel “ciudadano no estadounidense” que fuera detenido por sospechas de terrorismo un candidato a permanecer en un limbo jurídico por tiempo indefinido: el Pentágono quedaba habilitado a llevarlo donde quisiera, privarlo de todo contacto con el exterior, mantenerlo preso sin acusación ni juicio, y disponer a su antojo de su cuerpo sin control de autoridad independiente alguna.
Fue en ese marco que comenzó a operar Guantánamo. La cárcel extraterritorial recibió a sus primeros secuestrados en enero de 2002: venían de Afganistán y eran algo más de una veintena. Luego fluyeron también desde Pakistán, Irak, Yemen. No se sabe a ciencia cierta cuántas personas pasaron por el campo imperial instalado en Cuba en estos doce años y pico. En un informe que acaba de publicar, el New York Times dice que fueron 779. Asociaciones humanitarias hablan de bastante más de 800, incluidos al menos 17 menores de edad en el momento de su captura, de los cuales al menos uno terminó suicidándose, según denunció Amnistía Internacional.
EXPERTOS. El abogado Leandro Despouy, actual presidente de la Auditoría General de la Nación de Argentina, fue en los años setenta y ochenta un activo denunciante de las dictaduras del Cono Sur (véase entrevista en Brecha, 2-X-09). En 2004 Despouy formó parte de una comisión de cinco expertos internacionales designados por las Naciones Unidas para visitar Guantánamo bajo la conducción del austríaco Manfred Nowak. Estados Unidos aceptó la inspección pero puso condiciones: la visita debía durar un solo día (en vez de los diez habituales), no habría entrevistas privadas con los detenidos y los expertos no podrían ser cinco sino sólo tres. El argentino, que había exigido tener contacto personal con los presos (“es un requisito esencial para preservar la independencia de nuestro trabajo”, comentó) fue de pique uno de los dos excluidos. A lo largo de casi un año la onu y Estados Unidos negociaron la visita, que finalmente no se realizó por decisión del Pentágono. “Argumentó que había una guerra en curso, que Naciones Unidas no era competente en la materia y que no podía exigir que a los presos en esa prisión extraterritorial se les diera un trato similar al de un detenido ‘normal’”, recuerda Despouy (revista Veintitrés, 2007).
Los expertos de las Naciones Unidas realizaron de todas maneras su informe basándose en entrevistas con los abogados y los familiares de los presos y cruzando datos de investigaciones de “cantidad de ong que trabajan en el tema”. Lo presentaron en 2006 y es lapidario para Estados Unidos.
El documento tiene un doble abordaje: el del estatuto de los detenidos y el de sus condiciones de reclusión. En lo que tiene que ver con lo primero, recuerda Despouy, dice que “los presos están privados de todas las garantías que prevén el derecho internacional y el derecho humanitario. Aun las normas del derecho de la guerra prevén garantías judiciales mínimas cuando alguien puede ser sometido a juicio, condenado o detenido. Y en Guantánamo esas reglas no están siendo observadas: los presos son sometidos a jurisdicciones militares, que son las que establecen la continuidad de la detención, pero no tienen abogado, presunción de inocencia, comunicación con sus familiares, derecho de apelación ante las comisiones militares…”.
Aunque Washington no lo acepte, dijo a su vez Manfred Nowak, “los acuerdos sobre derechos humanos que ratificó son aplicables en Guantánamo, aun cuando estas personas hayan sido detenidas durante actos terroristas y estén en una cárcel extraterritorial. Esto significa que, según la ley estadounidense y según todos estos acuerdos y convenciones, que tienen carácter obligatorio, las personas que están allí se hallan detenidas arbitrariamente”.
En cuanto a las condiciones de reclusión, son “absolutamente aberrantes”, agregó el relator especial de las Naciones Unidas: la mayoría de los presos pasa 22 de las 24 horas encerrados en celdas sin ventanas, iluminadas día y noche; sólo pueden hacer media hora de gimnasia al día, en algunos casos tres días por semana; son objeto de intimidaciones continuas con perros y de agravios a sus convicciones religiosas; los interrogatorios a los que cada tanto se los somete se realizan en base a métodos que los propios observadores de la Cruz Roja, los únicos autorizados por el Pentágono a visitarlos por su obligación de confidencialidad, consideraron “asimilables a la tortura”. Testimonios coincidentes hablan de la presencia en esos interrogatorios de médicos encargados de regular la intensidad de las torturas…
Nada muy distinto –como se podía prever analizando su adn– a las “prácticas de represión clandestina de las dictaduras latinoamericanas”, apunta Despouy. “No es la primera vez que el mundo se confronta a este tipo de situaciones en donde los militares argumentan que en el país hay una guerra y que por lo tanto se suspenden todos los derechos humanos, pero cuando se les sugiere que apliquen las leyes de la guerra se niegan, alegando que se trata de una guerra sucia y no de un conflicto internacional y declarado, con lo cual a los detenidos no se les aplica ni una ni otra normativa y se impide de hecho que puedan constatarse denuncias de violaciones a los derechos humanos.”
En junio de 2006 el Pentágono se opuso a un pedido de Amnistía Internacional de realizar una investigación independiente sobre las muertes de tres detenidos en Guantánamo que habían aparecido ahorcados en sus celdas el mismo día. Adujo que “el ejército de Estados Unidos es capaz de realizar una investigación adecuada y no necesita de la injerencia extranjera”.
Según Amnistía Internacional, Guantánamo “no es otra cosa que un gulag moderno”.
PROMESAS. En 2008, cuando ya arreciaban las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos en el campo, los detenidos habían realizado varias huelgas de hambre (la mayor tendría lugar en 2013 e involucraría a 106 de los 166 presos de entonces; véase Brecha, 10-X-13) y decenas de miles de estadounidenses habían firmado peticiones reclamando su cierre, W Bush dijo que “si fuera por él, Guantánamo dejaría de existir como cárcel”. Y estrenaría un argumento paradójico que luego se haría habitual en las jerarquías del Pentágono: que la responsabilidad de la permanencia del campo recaía en el rechazo de terceros países a recibir a los internados y que la mayor parte de éstos “no habían podido ser sometidos a juicio” (“¿Y eso por qué? ¿No habrá sido acaso porque el Pentágono, su propio Ministerio de Defensa, presidente, se negó a enjuiciarlos en función de que no tenía atisbo de prueba alguna contra la mayoría de ellos?”, le lanzó en la época a Bush uno de los integrantes de la comisión de expertos de la onu).
Las elecciones presidenciales de 2009 encontraron al demócrata Barack Obama y al republicano John Mc Cain de acuerdo en que en caso de acceder a la Casa Blanca clausurarían el campo. El mulato fue el más convincente: “Guantánamo es una vergüenza”, dijo. Apenas electo, Obama anunció que en un máximo de un año el campo de Guantánamo sería historia. Pero el tiempo pasó, y nones.
BLOQUEOS. El Congreso hizo lo suyo para que el presidente demócrata no pudiera cumplir con su promesa de campaña. La mayoría republicana en la Cámara de diputados vetó en dos ocasiones, en 2009 y 2010, el traslado de los presos a cualquier otra parte del territorio estadounidense. Los conservadores querían evitar la repetición de una experiencia que les había dolido en el alma: Ahmed Ghailani, un detenido en Guantánamo que pudo ser juzgado por un tribunal civil en territorio “continental”, “con todas las garantías del caso”, según dijo su abogado, fue absuelto de 284 de los 285 cargos de los que se le acusaba, incluido el de terrorismo.
No hubo más Ghailanis. Desde el veto del Congreso, quienes fueron juzgados fueron sometidos a tribunales militares en la propia cárcel. Se trató de un puñado: apenas el 1 por ciento de las alrededor de 800 personas que por allí han pasado en 12 años, de acuerdo a estadísticas citadas por la bbc. Y las condiciones de los procesos fueron tales que un relator especial de la onu, Philip Alston, los consideró “nulos” por “incumplir todas las normas internacionales de justicia”.
Un fallo de la Suprema Corte de 2006 según el cual juzgar a prisioneros de guerra extranjeros por tribunales militares “es violatorio del Código de Justicia Militar y de la Convención de Ginebra” fue invalidado de hecho por una ley que autorizó expresamente el funcionamiento de esos tribunales.
Tampoco en el Senado, de mayoría demócrata, el presidente la tiene fácil. La Cámara alta decidió hace un par de años que los presos en la base ya no podrán recurrir su detención ante la justicia, un derecho que la Suprema Corte les había acordado en 2004. Decenas de detenidos habían echado mano a ese recurso, y desde que les fue retirado perdieron uno de los pocos instrumentos con que contaban para ser liberados.
Pero para Adam Smith, un diputado demócrata integrante del Comité de Servicios Armados del Congreso, el obstáculo principal para el cierre de la cárcel es la negativa de una mayoría de legisladores de ambos partidos a transferir a los detenidos hacia cárceles de alta seguridad del continente. Algunos, dice el senador, tienen “temores a esta altura irracionales” de que puedan escaparse; otros lo hacen por razones “de principios” tales como que “a los terroristas no se les puede dar ninguna garantía” y cuanto más lejos y peor estén mejor; otros se mueven por motivos puramente electoralistas (bienvenido sea todo aquello que pueda debilitar la figura de Obama).
El presidente ha intentado convencer a una franja de los legisladores preocupados por reducir a toda costa el gasto público argumentando que Guantánamo es de lejos la cárcel más cara de mantener para el Estado (un informe oficial determinó que cada preso en el campo insume unos 800 mil dólares anuales, contra los 25 mil que se destinan a cualquier detenido en una prisión de alta seguridad en territorio estadounidense). Pero ni con el argumento del ahorro el presidente ha ganado hasta ahora la partida.
Obama puede, de todas maneras, ordenar ya el traslado a sus países de origen a buena parte de las 156 personas que permanecen en Guantánamo, dice Ken Gude, del Centre for American Progress, un think tank cercano a los demócratas. Más de la mitad de los detenidos son yemenitas cuya repatriación fue autorizada hace años por los tribunales militares pero “suspendida” por el Pentágono porque el gobierno de ese país era “afín a Al Qaeda” y los liberados podrían “volver a realizar actos terroristas”. “Pero ahora hay en Yemen un nuevo gobierno con el que Washington tiene buena relación”, declaró Gude a la bbc.
Otro fuerte contingente proviene de Afganistán. Gude observa que cuando las tropas de Estados Unidos se vayan definitivamente de ese país, a fines de 2014, “deberían formar parte del proceso de paz y ser devueltos a Kabul”.
Quedará sin embargo el “paquete” más duro: el de los detenidos cuyos procesos ante tribunales militares ya fueron iniciados, entre ellos los acusados por los atentados del 11 de setiembre. Son pocos, pero la sucesión previsible de apelaciones y recursos haría en principio imposible el cierre del campo antes del fin del mandato de Obama, en 2017. Salvo que de la galera de las negociaciones entre republicanos y demócratas surja alguna salida, opinan analistas citados por la agencia Reuters.
Obama obtuvo de todas maneras ayuda de sus amigos. Los 27 integrantes de la Unión Europea le ofrecieron en 2010 acoger detenidos en Guantánamo bajo ciertas condiciones, aunque fueron pocos los que concretaron (algunos a cambio de preferencias comerciales), y otros fueron repatriados o marcharon hacia terceros países: desde 2010, según el informe del New York Times, fueron transferidos en total unos 616 detenidos (véase nota de Samuel Blixen).
“La adaptación de los presos no está siendo tan fácil como se esperaba”, afirmaba en un reportaje el diario madrileño El País refiriéndose a Walid Hijazi, uno de los cinco liberados de Guantánamo aceptados por España en tiempos del gobierno de Rodríguez Zapatero. Las dificultades provenían de las “graves secuelas psicológicas con que llegó de la base militar”, a la que Hijazi, de 30 años en 2010, entró con menos de 22. “Lo de Guantánamo es inenarrable: es la expresión acaso más acabada del doble discurso de Estados Unidos en materia de derechos humanos y de la hipocresía de ese supuesto país de la libertad que exige a otros –al punto de que ‘justifica’ guerras en su nombre– lo que él no hace”, dijo por esos mismos días el abogado de otro de los “guantanameros” llegados a España. n
1. La cia ha dispuesto (¿dispone?) de cárceles secretas en varios países europeos (fundamentalmente del este ex socialista) y asiáticos, donde buena cantidad de los secuestrados que terminaron en Guantánamo hicieron escala y fueron sometidos a una primera ronda de torturas.