Guatemala, puesto de frontera - Semanario Brecha
Otra parada de la ruta migrante de Centroamérica

Guatemala, puesto de frontera

La ciudad de Esquipulas, antaño lugar de peregrinaje religioso, se ha transformado en una frontera más para los migrantes latinoamericanos. Familias venezolanas, ecuatorianas y hondureñas, entre otras, se unen para intentar llegar a salvo a Estados Unidos.

Migrantes hondureños rumbo a Estados Unidos, en la ciudad guatemalteca de Esquipulas, en 2020. AFP, JOHAN ORDÓÑEZ

«Le supliqué a unos hombres muy grandes y armados que nos dejaran pasar… solo teníamos un poco de avena y agua para sobrevivir en la selva del Darién.» Lupe, una niña venezolana de 9 años, consiguió que ella y su familia llegaran a Guatemala. Muchos no tienen esta suerte y pierden sus vidas en la larga ruta hacia el norte. María Elena, su madre, viaja sola con sus cuatro hijos. Agotada, juega con su hija en un albergue de Esquipulas, con la única muñeca que han logrado salvar en el camino.

Hasta hace pocos años, Esquipulas era conocido en toda Centroamérica por ser un lugar de peregrinaje y de fervor religioso. Su imponente catedral barroca, uno de los atractivos turísticos de la zona, albergaba visitantes de toda la región. Ahora, esta pequeña ciudad de poco más de 50 mil habitantes se ha convertido en lugar de paso de miles de migrantes de todo el mundo.

Su estratégica situación geográfica es clave para entender el contexto de la ruta migratoria latinoamericana. Esquipulas se encuentra a unos escasos diez quilómetros de la frontera con Honduras, en el triángulo que une a este país con Guatemala y El Salvador. Esto la convierte en la primera ciudad que los migrantes y refugiados encuentran en un nuevo país por recorrer. Un país, Guatemala, que es solo una parada y un obstáculo más a sortear en el largo camino que les queda hasta su destino.

En sus calles, la mezcla de pequeños puestecitos regentados por indígenas de origen maya y grandes cadenas de comida rápida convive con centenares de personas de todo el mundo que intentan reunir algo de dinero para continuar su camino. Los que tienen más suerte, consiguen algún trabajo esporádico y precario de uno o dos días, pero la gran mayoría se ven obligados a esperar remesas de sus familiares o pedir limosna por las calles.

Antes de llegar a la ciudad, nos encontramos con la peligrosa carretera que parte de la frontera de Aguas Calientes. En los escasos quilómetros de trayecto, nos topamos con diferentes personas que caminan bajo el sol con sus pocas pertenencias a cuestas. La presencia policial y militar en los diversos puestos de control improvisados que cruzamos domina el paisaje. Es en este tramo de carretera donde nos hallamos, de repente, con un oasis en medio de la ruta migratoria. Lo que a primera vista parece una sencilla y modesta construcción de cemento, es en realidad la Casa del Migrante San José, un hogar de paso seguro para miles de personas; tanto para los que cruzan Guatemala en su ruta hacia México o Estados Unidos como para los que se ven obligados a volver a su país de origen y abandonar el sueño americano.

Este centro de acogida temporal, gestionado por la Pastoral de Movilidad Humana, tiene capacidad para unas 150 personas, pero la mayor parte del año sobrepasa holgadamente su aforo. En él se ofrece alojamiento, alimentación y servicio médico por uno o dos días.

Al traspasar las puertas de la Casa del Migrante se respira una calma tensa. Esta se percibe en los ojos de decenas de personas que cada noche abandonan el centro y se dirigen a la ciudad en busca de un bus para continuar su camino hacia el norte. La oscuridad les sirve de refugio para evitar las «mordidas» de los funcionarios o, lo que es peor, su deportación.

TODAS LAS RUTAS CONVERGEN EN EL TAPÓN

Aunque nos cuentan que en el albergue puedes encontrar personas de todo el mundo -haitianos, afganos o somalíes-, en las últimas semanas los principales países de origen son Venezuela, Ecuador y, en menor medida, Honduras.

Según datos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), desde 2015 7,1 millones de venezolanos han abandonado el país, huyendo de la falta de recursos y de la crisis económica. De estos, se estima que cerca de 5,7 millones se encuentran en países de Latinoamérica y el Caribe. Las autoridades guatemaltecas hablan de un incremento del 92 por ciento de personas procedentes de este país en el último mes. Por otro lado, la gran mayoría de hondureños que conocemos en el albergue huyen de su país a causa de la violencia y de las extorsiones de las pandillas. Mientras tanto, Ecuador está viviendo una segunda gran oleada migratoria debido a la crisis económica y la falta de empleos producida por la pandemia.

Las causas son diversas y en muchos casos se intercalan más de una, pero todos comparten un mismo objetivo. Aun así, lograrlo no es fácil y, para muchos, supone arriesgar la propia vida o la de sus seres queridos. Los secuestros representan la mayor amenaza para las personas migrantes. Solo en México, este colectivo sufre una media de 54 secuestros al día. Las violaciones de niñas y mujeres son también un riesgo muy elevado en el camino, tanto es así que los coyotes les entregan preservativos gratis y aconsejan a los pandilleros y narcos a usarlos, haciendo de la violación una realidad inevitable y un arma de control del territorio mediante el cuerpo de la mujer.

Las personas que arriban a Centroamérica desde los países del sur deben viajar innumerables días mediante autobuses y largas caminatas con tal de llegar, en este caso, a Guatemala, un país que representa tan solo la mitad de su viaje. A este grupo se le suma, además de las vulneraciones de derechos ya mencionadas, el cruce de uno de los puntos migratorios más peligrosos del mundo, el conocido como Tapón del Darién. La selvática frontera entre Panamá y Colombia, de 5 mil quilómetros cuadrados, se ha convertido en un corredor para los migrantes irregulares que tratan de cruzar Centroamérica en su camino a Estados Unidos (véase «Escapar por el infierno», Brecha, 19-VIII-22). Según la Agencia de la ONU para los Refugiados y la Organización Internacional para las Migraciones, la cifra total de personas que han cruzado la jungla este año casi se ha triplicado en comparación con el mismo período el año pasado: de 2.928 en los primeros dos meses de 2021 a 8.456 en el mismo período de 2022. La cifra de este año incluye 1.367 niñas, niños y adolescentes.

Al cruzar esta jungla los viajeros se enfrentan a múltiples peligros, como grupos criminales y animales salvajes. «La jungla entera huele a muerte… hay ropa, zapatos, mochilas por todos lados, la gente debe ir desprendiéndose de sus posesiones para llegar al final», nos cuenta Lupe. «Vimos una mujer embarazada, con su pareja… él estaba muy nervioso, quería ir más rápido, pero ella estaba agotada… Al final, la dejó atrás cruzando el río… ¿Qué clase de hombre haría eso?» Un grupo de migrantes venezolanos que se habían conocido en el camino y que acompañaban también a una joven madre soltera y su hija ecuatorianas se acercan a la conversación para contarnos, una tras otra, las historias de duelo y abandono que presenciaron en la selva: «Hay gente que abandona a sus hijos, por no poder hacerse cargo de ellos o por ralentizarse mucho en el camino». La ruta es, pues, especialmente mortífera para las personas más vulnerables. Muchas mujeres del albergue se quejaban de que los hombres jóvenes y sin familia tienen un paso mucho más rápido y no conocen lo que es quedarse a esperar a aquellos que no pueden correr. «Por eso nos juntamos con otras familias, es mucho más seguro avanzar juntos.» La mujer ecuatoriana, de unos 27 años, y su hija de unos 7 se encontraron dos familias numerosas de venezolanos que viajaban juntas, el resto del camino planean hacerlo con ellos. «Es peligroso para una mujer sola hacer esta ruta… y más para una niña pequeña.»

LAS CARAVANAS

Esta historia de apoyo y cooperación para hacer frente a los peligros del camino es lo que motivó el surgimiento en 2018 de las caravanas migrantes. Así se le llamó a una serie de éxodos que iniciaron el 13 de octubre de ese año, con unos mil hondureños que decidieron unirse en San Pedro Sula para emprender juntos el camino hacia México y allí pedir asilo (véase «El verdadero muro de Trump», Brecha, 26-X-18). Esta caravana, cuyo tamaño final se estimó en unas siete mil personas, por las que se sumaron en el camino, es probablemente la más grande jamás registrada. Aun así, a esta la siguió una segunda caravana, también de unos mil hondureños que, en este caso, partió de Esquipulas unos días más tarde, el 21 de octubre. En los días posteriores, tres caravanas más, en este caso de salvadoreños que emprendieron su ruta hacia el norte. Desde entonces, las caravanas no han parado de existir y se han convertido en una modalidad migratoria que garantiza la supervivencia frente a las adversidades del camino. Ahora las caravanas no son tan multitudinarias, pero bajo ese nombre las siguen registrando en el albergue Casa del Migrante San José en Esquipulas. «Acaba de llegar una caravana de ecuatorianos», informaban los voluntarios. «Cuando llegan más de diez juntos los registramos como caravana.»

El grupo está listo. Se han organizado para marchar del albergue esta noche y coger el autobús de la una de la madrugada. Por la noche hay menos opciones de que los pare la Policía. Debido a la arbitrariedad en los horarios del transporte en el país, todos deciden salir unas horas antes, cruzar la peligrosa carretera y esperar en la parada correspondiente a la llegada del bus. Esa misma tarde, a la hija pequeña de María Elena le ha subido la fiebre. El cansancio, el hambre y el frío han acabado afectando a la pequeña. La madre decide no acompañar al grupo: «No quiero que mi hija esté en la calle con esta fiebre durante tanto tiempo». Saldrán más tarde, justo para coger el bus. Al resto de hermanos no les parece bien la decisión, están nerviosos. El mayor no quiere separarse del grupo, sabe lo que supone para su familia viajar solos. Lupe se sienta en un rincón y nos lanza una sonrisa entre lágrimas. María Elena les repite a sus hijos como un mantra: «No hay que pensar en lo malo. Debemos seguir adelante y pensar que nada malo nos va a pasar. Todo irá bien…».

LO QUE ESTÁ POR VENIR

Pero el largo camino que les aguarda no es fácil, y muchos lo saben. Daniel es un joven de apenas 20 años que viaja solo. Tres días antes de nuestra llegada a la Casa del Migrante, decidió reemprender su viaje en dirección a Estados Unidos. Cuando salió de madrugada del albergue, le dispararon indiscriminadamente desde un coche que pasaba por la carretera. Sin mediar palabra. Sin previo conflicto. Los migrantes no son bienvenidos en esta ciudad. Tampoco son apreciados por los narcos, con mucho predominio en esta zona. La presencia de rutas migratorias, y en consecuencia de controles policiales y militares, les impide poder usar esas mismas rutas para sus negocios ilícitos.

Ahora Daniel está postrado en una silla de ruedas, con la pierna llena de metralla. Sin perder la esperanza, continúa soñando con poder seguir su camino. Tanto para Daniel como para el resto de las personas, el camino aún les depara muchas adversidades. Para empezar, tendrán que lidiar con los entre cuatro y cinco controles que se establecen diariamente en la carretera que une Esquipulas con la Ciudad de Guatemala. Los funcionarios corruptos cobran entre 10 y 20 dólares por persona -dependiendo de su nacionalidad y de la «benevolencia» del policía de turno- para seguir su camino. Si no pueden pagar, son deportados a la frontera con Honduras. Más allá de la corrupción y la vulneración indiscriminada de derechos humanos que ejercen las fuerzas de seguridad, Guatemala es, de facto, una frontera más de Estados Unidos. El aumento de vehículos militares, cordones policiales y deportaciones es resultado de la presión que ejerce el país norteamericano sobre México y Guatemala (véase «Esperar en el purgatorio», Brecha, 12-VII-19). Las políticas de securitización nacional y el fortalecimiento de las fronteras del norte se externalizan cada vez más hacia los países centroamericanos, lo cual agrava la dificultad de las rutas y empuja a los migrantes a adoptar las más peligrosas.

Al día siguiente, recibimos un mensaje de María Elena y sus hijos. Han conseguido llegar al norte del país. En Tecún Umán, una de las zonas fronterizas entre Guatemala y México, pueden descansar otra noche en un albergue. El cruce para llegar a México es fácil, cualquier autobús pasa con facilidad la línea fronteriza. Atravesar el país, sin embargo, es posiblemente la parte más dura de todo el viaje.

(Publicado originalmente en El Salto. Brecha reproduce por convenio, titulación propia.)

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