¿Habrá respuestas? – Semanario Brecha
Las políticas de seguridad y los escenarios estratégicos

¿Habrá respuestas?

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En Uruguay, la evolución de la violencia y la criminalidad y las acciones institucionales de respuestas son dos líneas que, a lo largo del tiempo, casi no se han tocado. Muchos señalan que la presencia del Estado penal y policial ha sido clave, por ejemplo, en los territorios, para evitar que el delito organizado escalara a niveles más preocupantes. El esfuerzo de la política pública pasaría a medirse exclusivamente por sus capacidades de contención. Se trata de una intensa inversión política y fiscal para impedir que un asunto ya grave adquiera tonalidades más serias aún. Es factible que esta lectura tenga asidero. Sin embargo, caben análisis contrapuestos, ya que las respuestas reactivas y punitivas suelen tener efectos criminógenos, y en la base de la expansión de ciertas modalidades criminales, por acción u omisión, el Estado también tiene responsabilidad. El Estado penal no es un espacio neutro e inocuo cuyas perillas pueden ajustarse a voluntad de quienes conducen las políticas de seguridad.

Por esta razón, las iniciativas que puedan surgir del gobierno que acaba de instalarse hay que observarlas con cautela. ¿Será más de lo mismo, apenas con algunos desvíos discursivos más afines al campo progresista? ¿O estamos ante la posibilidad cierta de introducir quiebres importantes en las tendencias de las políticas públicas? ¿Se logrará cambiar efectivamente el eje de una conversación orientada en exclusividad al control y al castigo? ¿Se hablará nuevamente de equilibrio o mirada integral como ardid para encubrir una voluntad que siempre rumbea para el mismo lado? En lo que sigue, analizaremos algunos escenarios estratégicos que nos permitirán aquilatar qué margen existe para ubicar cambios en las políticas que auguren efectos reales sobre las aristas más angustiantes de la violencia y el delito.

El escenario más trascendente es el de las políticas de integración social. La capacidad para incidir positivamente en las trayectorias de vida de las personas marcadas por la vulnerabilidad social es el asunto más urgente que tenemos entre manos. En ese contexto, mejorar las respuestas en materia de protección social implica, entre otras cosas, hacer del trabajo y de la provisión de ingresos dignos el eje central de cualquier estrategia de inclusión. Es fundamental generar las condiciones estructurales para revertir las lógicas que sostienen los mercados ilegales, que tanta violencia producen en los territorios. Trabajo precario, segregación urbana, infancias y adolescencias empobrecidas, ausentismo escolar, hacinamiento, problemas de salud mental, etcétera, son algunas de las dimensiones más intolerables de la desigualdad social en el país. En este punto, las políticas de reinserción social de las personas privadas de libertad deberían constituir un capítulo a priorizar. Nada se ha intentado hasta ahora, y nada es más complejo que identificar y romper los círculos viciosos que reproducen la reincidencia. Las disputas presupuestales entre lo que se necesita para las políticas de integración social y lo que se demanda y se asigna para sostener el funcionamiento ampliado de las políticas de seguridad (policía, cárcel, sistema penal) serán un primer escenario para observar si la endémica desproporción a favor de las segundas se revierte o no.

Un segundo escenario se abre con los dispositivos para la prevención social de la violencia y el delito. Programas focalizados de distinta naturaleza, articulación interinstitucional, políticas territoriales que promuevan la participación, iniciativas para la regulación de las armas de fuego y el desarme civil son ejemplos de una agenda amplia de programas y posibilidades que tienen que enunciarse, formularse, ponerse en funcionamiento y cuya sostenibilidad tiene que garantizarse. Durante 2023, el gobierno anterior anunció y puso en práctica la iniciativa de los «interruptores de violencia». ¿Qué se sabe de eso? ¿Se mantendrá? ¿Bajo qué esquema? Hasta el momento, lo que puede observarse es muy poco, aunque auspicioso por el énfasis puesto en el problema de las armas de fuego. Sea lo que fuere, el desafío mayor para este escenario tiene que ver con el impulso programático y su capacidad real para institucionalizar iniciativas coherentes
y sostenibles.

El tercer escenario se vincula con las políticas criminales y el sistema carcelario. Si bien hay acuerdos discursivos para interpelar la realidad actual de las cárceles (algo que ocurre desde la recuperación de la democracia hasta nuestros días), hay asuntos decisivos que tienen que ser explicitados. Por ejemplo, los cambios normativos que permitan una armonización y una racionalización en las penas (si es que cabe semejante expresión), pero también una política de deflación punitiva que marque una ruptura con un proceso que ya lleva más de tres décadas. Además, un sistema carcelario rodeado de restricciones y cerrojos necesita restituir mecanismos liberatorios y un nuevo esquema de medidas alternativas. Sobre este último punto se viene hablando y hay altas expectativas en la materia. Cómo se tramitará, bajo qué encuadre político y conceptual se hará y con qué profundidad se pretende avanzar son asuntos que veremos con el tiempo. Del mismo modo, la introducción de un nuevo modelo de gestión carcelaria es una variable tan grande como decisiva, pues la vida para miles de personas cambia mucho según las improntas de gestión (las macro y las micro). Reducir los niveles de violencia intracarcelaria debería ser un compromiso ejecutable y evaluable, mucho más en una gestión que presume de su experticia técnica. A su vez, disminuir el número de personas privadas de libertad debería asumirse como un objetivo estratégico de una nueva política.

Otro escenario decisivo es el de la regulación y el control del delito organizado y el lavado de activos. En los últimos años, los retrocesos han sido claros, y ya se dejaron ver unos cuantos hilos de intersección entre el Estado, la política y las organizaciones criminales. Más que restituir un régimen regulatorio que ya ocasiona profundas dudas sobre su efectividad, habría que transitar hacia otras formas más orientadas a la demanda y las ganancias. Hoy en día ya hay evidencia sobre la relación entre los nuevos servicios de pagos digitales y los mercados ilegales, y hasta allí la fuerza reguladora del Estado no llega. La inclusión financiera (que en su momento se pensó que tendría efectos positivos en los robos al disminuir la circulación de efectivo) ha promovido servicios tecnológicos avanzados en sociedades de exclusión y desigualdad. ¿Entrará este asunto como tema de agenda pública? ¿Nuestra política internacional será proactiva en la promoción de nuevos marcos regulatorios y de legalización para los mercados de drogas?

Por último, aunque no menos importante, hay que situar las relaciones entre la política y la Policía. Después de que en la región se abandonara el camino de las reformas policiales (porque las disputas de poder siempre son desfavorables para los impulsos transformadores), se ha optado por restringir la autonomía de la Policía en materia de resultados, pero no en la configuración de los medios. Exigir resultados sin importar a qué costo es un nuevo equilibrio entre la política y la Policía que varios autores denominan punitivismo dirigido. Ese camino, con sus versiones extremas, puede verse en muchas partes de América Latina, con infinidad de consecuencias en la erosión de la democracia y la multiplicación de las manifestaciones de la violencia estatal. ¿En qué punto estamos en Uruguay? ¿Vamos hacia eso o tenemos nuestro propio equilibrio entre una Policía que está fuertemente partidizada y una política con escasa capacidad estratégica para fijar fines sustantivos? ¿Este gobierno progresista podrá escalar hacia un esquema más prevencionista, es decir, hacia el control de la autonomía policial en materia de fines y medios? En el contexto de este artículo, solo hay margen para dejar planteadas las preguntas. Con el tiempo iremos encontrando las respuestas.

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