“Prometo cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes”, declaró Juan Orlando Hernández, el sábado pasado al juramentarse. El candidato de derecha que el 26 de noviembre pasado se había enfrentado a su opositor Salvador Nasralla en las elecciones presidenciales de Honduras, no dudó en asumir el reto de un segundo mandato. Y eso a pesar de que desde esa fatídica fecha de finales de noviembre no paran de llover las acusaciones de que hubo fraude electoral, ni las manifestaciones callejeras denunciándolo, que se saldaron con decenas de muertos. Mientras Hernández recibía la banda presidencial, en Tegucigalpa cientos de manifestantes eran reprimidos con gases lacrimógenos por la policía que llegó en tanquetas. “Tenemos que unir al país”, declaró el renovado presidente hondureño cuyo gobierno salió beneficiado del presunto, y cada vez más evidente, fraude.
Varias irregularidades llamativas que se produjeron durante la jornada electoral de la segunda vuelta –como que durante horas se “cayera” el sistema informático de recuento y que cuando volviera a funcionar los resultados comenzaran a ser favorables al oficialismo– despertaron sospechas de que los resultados habían sido amañados (véase Brecha, 8-XII-17).
Sin embargo Hernández asumió la presidencia, a pesar de que esas dudas se replicaron en el informe final de la Misión de Observación Electoral (Moe) que envió la Oea a Honduras, y que concluyó que no “se podía determinar con certeza el ganador del proceso electoral”.
La Oea afirmó también a fines de 2017 que “si ha habido presiones sobre la Moe violando su independencia ha sido por parte de actores vinculados al gobierno, tanto que la Moe en algún momento consideró la eventual presentación del informe en Washington por razones de seguridad”.
El mismo gobierno del que volvió a jurar su respeto a la Constitución.