Historias desobedientes - Semanario Brecha

Historias desobedientes

Son todavía un puñado pero aspiran a sumar por decenas. Los hijos (sobre todo hay que leerlo en femenino) de represores formaron una organización y con ella participaron en la marcha de Ni Una Menos en Buenos Aires el fin de semana pasado. Porque aquellas violencias tienen mucho que ver con éstas.

Integrantes de Historias Desobedientes en la marcha por Ni Una Menos, el sábado 3 de junio en Buenos Aires / Foto: Afp, Emiliano Lasalvia

Desde que Rita Vagliati fue autorizada por la justicia a dejar de usar su apellido paterno en repudio a su padre, Valentín Milton Pretti, un comisario de la Policía Bonaerense responsable de gran cantidad de secuestros y asesinatos bajo la dictadura, comenzaron a aparecer a la luz pública en Argentina varios casos de hijos de represores en ruptura de identidad (véase «Las otras víctimas» Brecha, 19-V-17). Lo de Vagliati fue en 2005. Pasaron 12 años, y hoy algo menos de una decena de hijos –fundamentalmente hijas– de represores decidieron dar un paso más y formar una agrupación. La llamaron Historias Desobedientes, y con una banderola propia –portada casi que con timidez por varias mujeres– participaron en la gigantesca marcha del Ni Una Menos, contra la violencia machista y los femicidios, del sábado 3 en la capital argentina. “Todo está enrabado: aquella violencia que ejercían nuestros padres fuera de casa la llevaban también puertas adentro, y agredían a sus mujeres o a sus hijos, a golpes, a patadas o simplemente jactándose de lo que hacían”, dijo tras la marcha Erika Lederer, hija de Ricardo Lederer, uno de los responsables de la maternidad clandestina montada en el Hospital Militar de Campo de Mayo en los años setenta. Y al diario Página 12 (24-V-17) le contó: “La violencia que se ejercía en mi casa y en muchas casas de genocidas contra los más vulnerables, que siempre somos los niños, los niños que éramos entonces, hizo que tanto tener que callarme la boca tenga consecuencias. Eso obviamente talla tu personalidad, te hace repetir mandatos. Repetimos a veces ciertos patrones de violencia, tratando de desarmarlos ahora de grandes, porque de niña era normal que se nos pegara, que la mujer estuviera en un lugar de obsecuencia. Hoy en día puedo decir ‘no quiero más violencia’. La violencia que ejercieron en casa generó que de grande terminara eligiendo parejas violentas. El movimiento Ni Una Menos ayudó en parte a ir repensando todo eso que aprendí en mi casa”.

Erika tiene 40 años, es abogada especializada en mediaciones en contextos de encierro en el Ministerio de Justicia, y fue una de las tres fundadoras de Historias Desobedientes, junto a otras dos hijas de represores, Liliana Furió y Analía Kalinec. Liliana, hija de Paulino Enrique Furió, condenado a cadena perpetua por la represión en Mendoza, es documentalista y bailarina de tango. Analía trabaja como maestra de niños con dificultades de aprendizaje y es hija de Eduardo Emilio Kalinec, un agente de la policía conocido como “Doctor K” que actuó en tres campos clandestinos: Atlético, Banco y El Olimpo. Fue Lederer la que lanzó el puntapié inicial de lo que sería este grupo integrado hasta ahora sólo por siete mujeres y un varón pero que tiene vocación de seguir juntando a hijos e hijas de represores que todavía no se han animado a hablar públicamente o a agruparse. Un día Erika tiró en su página de Facebook una botella al agua. “Pienso en voz alta. Los hijos de genocidas que no avalamos jamás sus delitos, esos que gritamos en sus caras las palabras ‘asesino’ y ‘memoria, verdad y justicia’, por pocos que seamos, podríamos juntarnos para aportar datos que hagan a la construcción de la memoria colectiva”, escribió en la red social. Furió y Kalinek fueron las que primero respondieron. Y luego Rita Vagliati. Y Mariana D, hija de uno de los genocidas más emblemáticos, Miguel Etchecolatz, que también se cambió el apellido y testimonió contra su padre en juicios recientes. El caso de Mariana fue de los más removedores, porque habló con lujo de detalles sobre su historia en un reportaje que le hizo la revista digital Anfibia semanas atrás, y operó como un llamador para otros hijos e hijas de represores que aunque no se integraron formalmente al grupo sí se contactaron a través de la página que montaron en Facebook, “Historias desobedientes y con faltas de ortografía”. Allí se presentaron: “Siempre fuimos historias deso­bedientes y solitarias, pero hoy elegimos encontrarnos. Nos movilizaron muchas cosas, como el ‘dos por uno’, como la voz de Mariana, la hija de Miguel Etchecolatz. Nos unimos por el dolor, pero cuando nos encontramos nos dimos cuenta de que compartíamos muchas cosas, muchos sentimientos e ideales que nos podían ayudar a sanar. Nos juntamos para repensarnos y posicionarnos, porque no nos sentíamos representados por las voces de los familiares de represores que se venían pronunciando hasta el momento. Porque sentimos la necesidad de alzar nuestra voz en este momento del país, con un gobierno que insiste en negar el genocidio y los 30 mil desaparecidos. Alzamos nuestra voz para romper el mandato de silencio y sumarnos a una lucha por la verdad, de la que muchos de nosotros ya veníamos participando desde hace tiempo. Una voz que se multiplica desde abajo en oposición al discurso sin escrúpulos de los medios de comunicación que fueron cómplices de la dictadura y del terror”.

PARIAS. El pasacalle con que fueron a la marcha del Ni Una Menos, el sábado, decía: “Por la memoria, la verdad y la justicia”. Y es que el sentido de que estos “hijos e hijas”, todos de entre 40 y 60 años, se agruparan no fue sólo tener un espacio en común donde contenerse mutuamente, lamer sus heridas y hasta –dice Kalinek– intentar “sanarse”, sino también intercambiar información para colaborar en los juicios por delitos de lesa humanidad y aportar información a las familias de desaparecidos. Por su cuenta, antes, cada una o cada uno habían podido hacerlo. Pero juntos podían armar mejor el rompecabezas, casi que desde dentro de la cocina de la represión, porque escucharon historias terribles de primera mano, porque vieron fotos de cadáveres mientras cenaban, porque escucharon casetes con grabaciones de torturas, porque “sintieron” a sus padres operar, porque hasta llegaron a ver en sus propias casas a desaparecidos que con sadismo particular sus padres llevaban a comer, porque cuando eran chicos hasta jugaron con juguetes o escucharon discos robados en operativos y que tenían señas de identidad de los hijos de secuestrados, porque…

Cuando optaron por narrar públicamente lo vivido, y hasta por militar en organizaciones de derechos humanos o movimientos de izquierda, se convirtieron en las ovejas negras del clan familiar. “Nadie de mi familia me ayuda a criar a mis hijos. Ser en esa familia una persona que dice lo que digo y hago lo que hago tiene como consecuencia una crianza casi en solitario”, escribió Erika en la revista Anfibia. Varias de ellas sienten una bronca especial hacia sus madres. Cuando habló con Página 12, Lederer evocó “la primera imagen” que le venía a la cabeza: “nuestras madres que acompañaban a estos milicos”. La suya fue una víctima que consintió serlo: Ricardo Lederer solía “ponerle una escopeta en la cabeza”, pero ella nunca dijo nada y jamás quiso saber nada, a pesar de que el obstetra represor hablaba sin problemas en casa, por ejemplo, de los vuelos de la muerte. “Tuvo una ignorancia dolosa”, dijo Erika de su madre.

Ella eligió no cambiarse el apellido. “Decidí hacerme cargo de mi propia mierda”, se explica, pero admite que antes de esa decisión dudó sobre quién era y sospechó que podía ser hija de desaparecidos, por las cosas que le escuchaba decir a su padre sobre las condiciones en que los represores se apropiaban de recién nacidos. Llegó incluso a acercarse a Abuelas de Plaza de Mayo y a realizarse el examen de ADN para ver si su sangre coincidía con alguna de las muestras depositadas en el Banco Nacional de Datos Genéticos. Dio negativo, y entonces concluyó que debía asumir que era “hija de este personaje”. Tuvo esperanzas en cierto momento de que su padre pudiera cambiar, pero cuando vio que era imposible le escribió un SMS muy breve: “Memoria, verdad y justicia”. Al poco tiempo, Ricardo Lederer se suicidó. En uno de los juicios se había probado que había fraguado el acta de nacimiento de Pablo Gaona, un hijo de desaparecidos nacido en cautiverio entregado a una pareja de militares y que terminaría siendo recuperado muchos años después.

El infierno privado que vivieron ella y sus “pares” (“de esa época recuerdo mis problemas para vincularme, el asma y el miedo a hablar. También recuerdo los golpes, la vergüenza, los textos prohibidos, las películas vedadas y, principalmente, lo mal fundado de los argumentos por los cuales habría uno de creer que su visión de la historia era la correcta”), reconoce Lederer, no puede ser equiparado al infierno vivido por los hijos de desaparecidos, aunque sean la otra cara de la misma moneda. “No nos ponemos en pie de igualdad con ellos”, dice. “En todo caso estamos al servicio, pero no nos sentimos con voz”, agrega, sin pensar que en esa frase tal vez haya una incongruencia con su actitud de ahora, cuando están haciendo oír, al fin, su voz.

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