Historias desobedientes: Las otras víctimas - Semanario Brecha

Las otras víctimas

Son hijos de represores, pero repudiaron a sus padres, al punto de denunciarlos públicamente y hasta cambiarse de apellido. Existen en Argentina. En Uruguay se sigue esperando el día en que aparezca alguno.

Luis Alberto Quijano. Su testimonio fue decisivo en el juicio contra su padre / Foto: Ministerio De Justicia y Derechos Humanos, Argentina

Tal vez no era la única o el único en su situación, pero en la marcha de la semana pasada en Buenos Aires contra el “dos por uno”1, Mariana D se sintió rara. Pedía lo mismo que el otro medio millón de personas que llenaron Avenida de Mayo y sus aledaños: que los genocidas que mataron a tantos hace cuatro décadas se pudran en la cárcel. Pero ella tenía una excepcionalidad: es hija de un milico, para peor uno de los más conocidos. Una segunda excepcionalidad fue la que la hizo estar presente en la manifestación: que a su padre lo repudió, al extremo de lograr que en 2016 la justicia le cambiara el apellido.

“Permanentemente cuestionada y habiendo sufrido innumerables dificultades a causa de acarrear el apellido que solicito sea suprimido, resulta su historia repugnante a la suscrita, sinónimo de horror, vergüenza y dolor. No hay ni ha habido nada que nos una, y he decidido con esta solicitud ponerle punto final al gran peso que para mí significa arrastrar un apellido teñido de sangre y horror, ajeno a la constitución de mi persona”, apuntó  en un escrito que presentó en noviembre de 2014 ante un juzgado de familia de Buenos Aires quien hasta entonces se llamaba Mariana Etchecolatz, hija de Miguel Etchecolatz, ex comisario de la Bonaerense, “administrador” de seis centros clandestinos durante la dictadura, responsable de centenas de ejecuciones y colaborador de los alzamientos carapintada de los años ochenta.

Condenado por algunos de esos actos y liberado tras la aprobación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, bajo el menemismo, Etchecolatz está finalmente preso desde 2006. Luego que la Suprema Corte adoptara el “dos por uno”, pidió ser beneficiado por el fallo, pero esta semana el Tribunal Oral Federal de La Plata se lo denegó. Si algún otro de los subterfugios que tanto resultado le dieron en otros tiempos no prospera, seguramente morirá en la cárcel. Así lo desea, entre muchísimos, quien fuera su hija. “Quiero que Etchecolatz se pudra”, dice Mariana D de ese viejo que hoy tiene 88 años y al que nombra sólo por el que fuera su propio apellido.2

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Jamás se arrepintió de nada Miguel Etchecolatz. En 1997 plasmó en un libro –La otra campana del Nunca Más– su convicción de que el terrorismo de Estado había sido un mandato de Dios. “Nunca tuve, ni pensé, ni me acomplejó culpa alguna. ¿Por haber matado? Fui ejecutor de una ley hecha por los hombres. Fui guardador de preceptos divinos. Por ambos fundamentos, volvería a hacerlo”, escribió.

Tampoco se arrepiente su hija de desear que Etchecolatz se muera, algo que en realidad ella –y sus dos hermanos varones y su madre– imploran desde hace muchos años, desde la época en que el comisario regresaba a casa los fines de semana, en La Plata, después de pasar los días hábiles en algún campo de concentración, y los reventaba a patadas y golpes o los ignoraba.

Ella se escondía en un placar y esperaba que no la viera. Y rezaba para que el policía no volviera, para que algún auto lo aplastara en la calle, por ejemplo. Años después se enteraría de que no fueron pocas las veces que su madre quiso escapar con ella y sus dos hermanos, y que en cada una de ellas Etchecolatz se enteró y la amenazó: “si te vas te pego un tiro a vos y a los chicos”.

Recién en 1984, cuando ella tenía 14 años y el comisario responsable del operativo de La Noche de los Lápices3 fue detenido por primera vez, pudieron liberarse de su presencia. Comenzaría entonces el infierno de la “portación de apellido”. Sus dos hermanos no lo soportaron y se fueron lejos. Ella emprendió en los noventa un proceso cuyo puntapié inicial fue estudiar psicología para intentar “entender algo” (hoy es psicoanalista) y cuya culminación fue dejar de llamarse Etchecolatz.

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Puede que en la marcha contra el “dos por uno” haya estado también Rita Vagliati. Y quizá Luis Alberto Quijano. O Vanina Falco.

Rita lleva el apellido de su madre desde que en 2005 la justicia la autorizó a dejar de usar el de su padre, Valentín Milton Pratti, alias “Saracho”, otro ex comisario de la Policía Bonaerense, responsable en la dictadura del campo de exterminio Coti Martínez y colaborador de Etchecolatz. Al hacer, hace doce años, la solicitud de cambio de identidad, Rita relató el infierno que vivía cada vez que Pratti volvía a casa de las sesiones de tortura, a menudo borracho, y apaleaba a su esposa Juana. Y a su hija le narraba en detalle lo que llamaba sus “aventuras”: “Él pretendía erigirme de alguna manera como jueza de sus actos y que lo disculpara de sus crímenes”  (AN Red, Buenos Aires, 10-VIII-05). Rita se rebelaba y papá le pegaba. A veces se daba vuelta como una media y la llenaba de regalos, por lo general cosas robadas de casas de la gente que secuestraba y hacía desaparecer. A Juana, la madre de Rita, acabaron internándola y murió en un hospicio. Rita reivindica a esa “madre loca” y aborrece de ese papá monstruoso.

Luis Alberto Quijano no se cambió de nombre, pero, como Rita Vagliati, testimonió en un juicio contra su padre homónimo y resultó decisivo para condenarlo. Cuando Luis Alberto Cayetano Quijano murió en 2015 –en su casa, sin llegar a ser condenado por el centenar de homicidios de que se le acusaba– hacía ocho años que no se hablaba con su hijo y tres que éste había cumplido su promesa de escracharlo públicamente, incluso ante la justicia. En 2007 le había anunciado a su padre, que por entonces estaba en prisión domiciliara preventiva: “Es la última vez que vengo a verte. Es posible que algún día te denuncie. Sufrí mucho por culpa tuya. Yo sé que nunca me quisiste. Pero yo en este momento tampoco te quiero a vos”. El viejo oficial de Gendarmería, uno de los principales operadores del campo de concentración cordobés de La Perla, no le creyó, pero en 2012 su hijo contó con lujo de detalles a un par de periodistas  (Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo, autores del libro La Perla. Historia y testimonios de un campo de concentración) cómo cuando era chico su padre lo golpeaba sin comerla ni beberla o le hacía escuchar grabaciones de sesiones de tortura. Contó también cómo su madre, Martha Celia Foukal, incitaba a Quijano a que robara bienes de desaparecidos y los trajera a casa (el hijo devolvió tiempo después lo que pudo recuperar e identificar, desde electrodomésticos, alhajas, muebles y tapados de piel hasta libros y discos), y cómo en un almuerzo familiar la madre se negó a adoptar a una beba nacida en cautiverio, hija de dos militantes secuestrados, porque “de esa basura andá a saber qué puede salir”. Y contó también Luis Alberto Quijano cómo una vez, cuando tenía 15 años y cayó por el cuartel a visitar a su padre sin previo aviso, se metió por descuido en un cuarto en el que se topó con unos cuarenta hombres y mujeres semidesnudos, mugrientos, tirados sobre colchonetas, encapuchados y esposados, y tuvo miedo de preguntar.

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Y hay más, varios casos más en Argentina de hijos de represores que acabaron repudiando y denunciando a sus padres. Vanina Falco, por ejemplo, representó en una obra de teatro, Mi vida después, su propio papel de hija de un milico, el oficial de inteligencia Luis Falco, y de falsa hermana de un muchacho al que hasta adolescente conoció como Mariano, pero que en realidad se llamaba Juan Cabandié, hijo apropiado de una pareja de desaparecidos.

Y están aquellos que se debaten hace años en un infiernillo del que no logran salir y que María José Ferré y Ferré y Héctor Bravo calculan en una décima parte del total de hijos de represores. Ambos psicólogos reunieron en un libro el testimonio anónimo de muchos de ellos en el secreto del consultorio: una colección de delirios, fobias, ataques de pánico, adicciones problemáticas, infertilidad, intentos de suicidio, relaciones de pareja puramente patológicas. A menudo todo eso junto.

Y están los que aceptaron a mediados de la década pasada formar parte de la experiencia de El Puente, un colectivo animado sobre todo por psicólogos en el que coexistieron hijos y esposas de represores con familiares de desaparecidos y con ex presos políticos, a partir de que se hizo público el caso de Rita Vagliati.

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Los otros hijos, los que reivindican a sus padres represores, o los aceptan, los toleran, los bancan o callan siguen siendo mayoría. Por lo general silenciosa. A veces no tanto, y ahí están como botón de muestra los que formaron la asociación Hijos y Esposas de Presos Políticos (¿¡!?) para defender a los milicos condenados en democracia.

Pero existen en la sociedad argentina esos pliegues, esos recortes por donde se cuela lo que aquí sigue en lista de espera. En Uruguay los hijos de represores tienen por ahora un solo rostro público: el de Rossanna Gavazzo, abogada, defensora de su padre, José Nino Gavazzo.

 

  1. La decisión de la Suprema Corte argentina de computar doble los días pasados en prisión por los represores, habilitando su liberación anticipada.
  2. Las declaraciones de Mariana D son extractadas de la nota “Marché contra mi padre genocida”, de Juan Manuel Mannarino (Anfibia, Buenos Aires).
  3. Redada de la que fueron víctimas una decena de estudiantes secundarios (todos menores de 18), en La Plata, en setiembre de 1976.

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