Entre la televisión, la radio y la multiplicidad de medios digitales –aplicaciones, redes sociales, livestream, podcast– se calcula que unos 100 millones de personas en Estados Unidos siguieron la mayor parte de los 90 minutos del debate, el lunes de noche, entre la candidata presidencial demócrata, Hillary Clinton, y el republicano Donald Trump. Nadie ha calculado cuánta gente en el resto del mundo se enganchó con el show, pero ya la audiencia dentro del país ha sido la mayor registrada para una de estas confrontaciones que se han hecho rutinarias en las contiendas presidenciales estadounidenses desde 1976.
Después de más de un año de campañas partidistas, elecciones primarias, convenciones y conferencias de prensa, finalmente los votantes tuvieron la oportunidad de ver a los candidatos simultáneamente y criticándose cara a cara. La convocatoria de audiencia indicó, asimismo, que recién ahora millones de posibles votantes prestan atención a la decisión que tomarán el 8 de noviembre.
La contienda verbal en el auditorio de la Universidad Hofstra, de Hempstead, Nueva York, empezó bien para el millonario de 70 años, que emprendió un ataque contra los tratados de comercio “libre” que, según él, han destruido empleos e industrias en Estados Unidos y han dejado el país a merced de otros cuya competencia deshonesta roba prosperidad. Ha sido uno de los temas centrales de su campaña demagógica, que resuena bien entre la clase trabajadora y los pequeños empresarios. Trump señaló una verdad: tanto el Partido Demócrata como el Partido Republicano han promovido por décadas esos pactos comerciales, y Hillary Clinton sólo empezó a manifestar críticas al inminente Tratado Transpacífico cuando, en la temporada de primarias, Trump y el entonces competidor por la candidatura demócrata, Bernie Sanders, denunciaron los pactos.
Pero en eso se le agotó la batería de argumentos al empresario que también vende productos manufacturados en China y México. Y de ahí en adelante el debate fue cuesta abajo para él, una merma que si bien, probablemente, no le ha hecho perder votos entre quienes ya lo idolatran, tampoco le debe de haber ganado muchos entre el 25 por ciento de ciudadanos que todavía se declaran indecisos.
Todo lo que tuvo que hacer Clinton, de 68 años, fue mostrarse calmada, sin responder a las provocaciones de Trump –que son los trucos que lo han llevado a su preeminencia actual– y apoyándose en su experiencia como ex primera dama, ex senadora y ex secretaria de Estado.
Más que en otros años electorales, la contienda de 2016 se ha transformado principalmente en un contraste de personalidades. Las propuestas políticas, la discusión económica, la “visión” del país hacia el futuro, y aun la verdad, poco tienen que ver en el duelo que mantienen Clinton y Trump.
El debate del lunes pasado fue eso, una cuestión de imagen, de presencia, de temperamento.
Y de percepciones.
Según Trump, Estados Unidos ha decaído al nivel de un país del Tercer Mundo, con hordas de desempleados, infraestructura en ruinas, distritos urbanos controlados por bandas criminales, huestes de inmigrantes indocumentados y credos religiosos amenazantes. Un país que “las pierde todas” y es objeto de burla para el resto del mundo, con una fuerza militar que es un desastre, gobernado por estúpidos y donde los ricos no pueden incentivar la prosperidad porque los impuestos y las regulaciones los fuerzan a sacar sus dineros del país.
Según Clinton, Estados Unidos sigue siendo la potencia económica mayor del mundo, con una fuerza militar sin parangón, alianzas internacionales que favorecen la paz y la prosperidad, una juventud pujante, una sociedad multicultural que se enriquece por los inmigrantes, y donde los problemas sociales se atienden y pueden resolverse mientras la economía, con la menor tasa de desempleo e inflación en décadas, ha crecido por años consecutivos tras la mayor recesión en ocho décadas.
A sabiendas de que esta era una confrontación de personalidades más que de ideologías, Clinton se preparó con la diligencia y disciplina que le son características, y Trump llegó equipado solamente con su arrogancia e ignorancia. Es cierto, Trump le señaló varias veces a Clinton que en su actividad política de 30 años ha cometido errores garrafales y ha promovido políticas equivocadas, como la aprobación del permiso para que el presidente George W Bush invadiera Irak.
Pero desde allí Trump quedó expuesto a las provocaciones de Clinton, que le echó carnadas una otra vez y el millonario bocón se tragó uno y otro anzuelo. Por ejemplo, Clinton recordó que Trump también estuvo a favor de la guerra en Irak que ahora denuncia como un mal paso histórico.
Clinton reclamó que Trump, tal como han hecho todos los candidatos presidenciales por cuatro décadas, divulgue su declaración de impuestos, que permitiría conocer cuán rico es en realidad o cuánto ha donado realmente a campañas de beneficencia –quizá menos de lo que él se jacta–, y cuánto ha pagado o no ha pagado en impuestos federales.
Cuando Clinton mencionó que en las únicas dos declaraciones de impuestos de Trump que se conocen públicamente aparece que no pagó tributos, amparándose en las muchas deducciones permitidas por la ley para los empresarios y los ricos, Trump, bocón consuetudinario, no pudo contenerse y dijo: “Quizá, yo soy listo”. La frasecita le indicó a todo el país que sí, es muy probable que Trump no haya pagado impuestos, y todos los que sí pagan impuestos son tontos.
Tras la primera media hora de debate quedó más y más en evidencia que a Trump le molesta enormemente lidiar con una mujer que no se intimida, que está bien preparada, y que le supera en experiencia al menos en el terreno que importa en una elección: la complejidad del gobierno, los múltiples matices del panorama internacional, y la realidad de problemas sociales persistentes.
A Clinton se le dieron regaladas las ventajas cuando hizo mención a las groserías que por años Trump ha dicho acerca de las mujeres. La candidata demócrata trajo a colación que años atrás Trump se refirió a Rosie O’Donnell –una personalidad televisiva– como “una cerda haragana”. Y Trump no pudo contenerse. Ante una audiencia de 100 millones de personas replicó: “Creo que todos están de acuerdo en que ella se lo merece, y nadie siente pena por ella”.
Aunque las reglas de estos debates imponen silencio a la audiencia, el público no pudo menos que largar una carcajada colectiva cuando Trump afirmó que su mayor talento y mérito para ser presidente es su temperamento. El público transgredió otra vez la regla cuando, con un aplauso, apreció la afirmación de Clinton de que ella no sólo se tomó tiempo para prepararse para el debate, sino que está preparada para ser presidente.
Tras el debate, las encuestas dieron a Clinton una victoria con más del 60 por ciento de opinión favorable. En las encuestas sobre intención de voto Clinton ronda el 46 por ciento y Trump el 44. Pero Clinton aparece como ganadora segura en los estados que tienen la mayor representación en el Colegio Electoral.
El segundo de los tres debates programados para esta campaña electoral se llevará a cabo el 9 de octubre en la Universidad Washington de Saint Louis, Missouri. El ex alcalde de Nueva York Rudy Giuliani, que es uno de los escuderos más prominentes de Trump, ya le aconsejó que no participe en la próxima confrontación con Clinton.