Siempre estuvo. Durante la dictadura recorría las casas de los socialistas tejiendo con paciencia un partido disperso. Simplemente hacía lo mismo que hizo desde los 11 años. Se había integrado al comité de niños en apoyo a la guerra de España y desde entonces no paró. Una foto lo recuerda, botija y sonriente, en algún acto en el Cerro, al lado de Emilio Frugoni.
Periodista, antes que nada, plasmaba sus inconformidades y sus irreverencias en El Sol, en Marcha y, más adelante, en Época y aquí en Brecha. Sus artículos convocaban a todos los que entendemos que el conformismo es el paso previo a la abdicación.
Fue edil en una bancada histórica del socialismo uruguayo, junto con Hugo Pratto, Eduardo Jaurena y Gualberto Damonte. Pagaba entradas y boletos porque le daba vergüenza usar la medalla de edil y porque no correspondía.
Cuando la izquierda nacional y tercerista se instaló en el Uruguay y en el socialismo, Chifflet acompañó de manera casi natural el nuevo tiempo. Convocó con otros a la unidad del movimiento obrero y de las izquierdas.
El proceso de creación de la Unión Popular (UP) lo encontró en Yugoslavia, estudiando periodismo y viviendo una experiencia en “el otro” socialismo real, del que siempre fue crítico. Su irreverencia ante las burocracias y los burócratas fue constante; el fracaso del golpe contra Gorbachov fue, para él, el triunfo de un sector burocrático sobre otro. “Arriba del tanque estaba Yeltsin de saco y corbata, no un obrero”, nos decía. En 1980 su trabajo sobre Polonia y la crisis provocada por el sindicato Solidaridad para muchos fue un mojón que permitía releer el mundo comunista. Aquellos textos y casetes donde su voz característica explicaba la historia polaca desde Gomulka hasta Wojciech Jaruzelski fueron un aporte esclarecedor que, quizá, marcó un antes y un después en la comprensión de una época para los socialistas uruguayos. La caída del comunismo confirmó esos asertos, en aquel “velorio que no nos incumbe”.
La vuelta de Yugoslavia y el fracaso de la UP, a pesar de todo, lo reafirmaron en sus convicciones, colaborando con las opciones revolucionarias y antimperialistas. Si bien no participó en el Coordinador, la solidaridad con sus compañeros de siempre, especialmente con Raúl Sendic, fue la tónica no sólo en Chifflet sino en parte del socialismo de la segunda mitad de la década del 60. Su arma fue la pluma y la solidaridad.
En la dictadura lo tuvimos “haciendo todo el daño posible”, como confesó en 1984. No le gustó el Pacto del Club Naval y por eso, a pesar de la insistencia de sus compañeros de partido, no aceptó ser candidato a diputado. No alcanzaron las amenazas de sanción, los ruegos, las conversaciones. No fue el candidato en la apertura democrática.
El día que velamos a Sendic, en medio de la tristeza por la pérdida y por la fractura del Frente, nos aseguró a los jóvenes de entonces que se ganaba la Intendencia de Montevideo, “absolutamente”. Así, en 1989 fue electo diputado por primera vez. Tuvo que ser convencido largamente, y aceptó porque entendía que, en la izquierda y en su partido, había que tener determinadas posiciones para poder incidir. Aquella vieja izquierda militante había cambiado, pero todavía no sabíamos cuánto. Chifflet no logró en 1989 que el PS se abriera a la posibilidad de una alianza con el Mpp dentro del FA, lo que aisló al socialismo en la elección de ese año. Así, Tabaré Vázquez fue electo intendente de Montevideo, pero la lista 90 fue ampliamente superada por la 1001.
No vamos a detallar aquí su paso por el Parlamento. Alguna vez alguien deberá encarar esa aventura, en la que no hubo tema o cuestión que no contara con su opinión. Su papel en el área de Derechos Humanos y, principalmente, en la cuestión carcelaria, junto con Gervasio Guillot, hicieron época en un momento en el que pocos atendían una cuestión que ya era crítica.
Sin embargo, había algo en Chifflet que muchos empezábamos a comprender desde otra óptica. ¿Qué era lo que atraía tanto en su forma de hacer política? Siempre la interpretación de la vida política del Flaco giró, para todos, en la órbita de los “principios” y de su intransigencia. Pero, en realidad, es la no sujeción lo que lo hace ser Guillermo Chifflet.
Chifflet recoge la vieja tradición de la izquierda socialista marcada por la irreverencia contra todo poder y contra los manierismos detrás de los que se ocultan formas de dominación, ya sean de clase o burocráticas. Cuando no se paraba a cantar el himno en su juventud, y conocía algún calabozo por iconoclasta, el gesto tenía un profundo sentido contracultural. Fue, para muchos, el maestro de la irreverencia. Y cuando la izquierda cambió, cuando la izquierda se asentó en el poder y, en consecuencia, comenzaron los juegos de la “alta política”, Chifflet siguió su ruta irreverente, pues la burocracia que se atornilló en cientos de butacas sólo podía contar con su natural insolencia. Y eso tuvo un costo.
No hay nada peor para un burócrata o un poderoso que la irreverencia. No brindar solemnidad a la pátina que da la posición es el peor insulto para los mandones, pues la burla a las formas y las maneras es inadmisible. Una anécdota; poco después de su renuncia a la Cámara, estábamos con el Flaco en la puerta del Solís y un señor en silla de ruedas descendía por la rampa: “Ahí va mi carrera política”, nos dijo desde una sonrisa que no dejaba de tener algo de triste.
El tema de Haití fue el detonante de su renuncia, pero las diferencias respecto de la gestión frentista se venían acumulando desde mucho tiempo atrás. Cuando ganó el Frente, Chifflet nos dijo en Salto: “Es Artigas que vuelve”. Al año, la desilusión le había partido el alma. Haití fue lo que no pudo tolerar, y el tiempo, de nuevo, le volvió a dar la razón.
Así, de nuevo en el trillo militante, su irreverencia dura hasta hoy. Su apoyo a Pepe y a Constanza, esas últimas insolencias que le aceptamos, nos muestra al hombre, al revolucionario que fue, es y será. Ayer, 15 de setiembre, cumplió 90 años. Tiempo largo, porque es el hombre que siempre estuvo.