Quizás hoy no sea tema relevante para los jóvenes que sistemáticamente se sienten en el medio del fuego cruzado de una controversia inacabable; sospechan sobre su importancia pero no captan las intenciones: la incongruencia de antiguos tupamaros que acceden a las máximas responsabilidades nacionales y que, sin embargo, siguen siendo denostados como criminales, sediciosos, terroristas.
De este cuadro confuso me surge una reflexión: después de 13 años de prisión –algunos en condiciones particularmente extremas–, los tupamaros, ese contingente heterogéneo de militantes políticos y luchadores sociales, nunca perdieron su identidad durante la reclusión (y tampoco la perdieron quienes se exiliaron en el exterior). La represión en las cárceles de hecho fortaleció esa identidad: a más represión, más cohesión. La acción psicológica durante períodos prolongados, y una cierta labor de inteligencia, doblegaron o afectaron a algunas docenas de prisioneros; si hubieran desarticulado esa identidad, quizás los represores habrían eliminado a miles.
Pero no fue así, no le encontraron la vuelta, en aquella opción que descartó la eliminación física, que recién se aplicó a partir de 1975 y que se cobró unas 200 vidas. Y la pervivencia de esa identidad (que no está directamente asociada a los aparatos políticos que encumbraron a algunos ex tupamaros notorios) es lo que le quita el sueño a la derecha.
El aterrizaje austral de Amodio –y su insospechada derivación– tuvo a mi juicio el objetivo de debilitar esa identidad, y por tanto el reflejo que ésta tiene en la sociedad y que ofrece la paradoja de que la gente apoya y elige criminales y terroristas. Amodio, y quienes lo trajeron, le pagaron el hotel, le escribieron su libro de “memorias”, apostaron a transformar a un traidor en un hipercrítico, con vistas a convertir aquella identidad –y su historia– en una abominable falsedad.
El procesamiento de Amodio revivió, en artículos de opinión, en las mesas de debate y en las “tertulias”, el viejo esquema de atribuir al Mln la responsabilidad del golpe de Estado y reiterar, por tanto, el tedioso debate sobre si el gobierno de Pacheco era o no una dictadura legal. En varios libros, el ex presidente Julio María Sanguinetti ha machacado en una reescritura de la historia que, como lo hizo durante su primer mandato, termina exculpando a los militares, porque nunca se sabe si han de volver a llamarlos.
Hasta ahora el esquema no ha dado resultados, pero sí ha quedado claro para la derecha que es necesario desmontar aquella identidad de una buena vez por todas. Por eso asistimos a una orquestada reproducción del tema a cargo de “analistas” y plumíferos que en las primeras de cambio pierden la compostura.