Iguales ante la ley - Semanario Brecha

Iguales ante la ley

Ser, Ceprili, ciaf, Hogar Cimarrones o Ituzaingó, son nombres que no logrará olvidar quien haya estado alguna vez allí. Son algunos de los centros de reclusión que integran el SIRPA y que Brecha recorrió junto al Ielsur y el secretario general de la Organización Mundial Contra la Tortura.

Comite de Derechos del Nino- Mauricio Vazquez

El estereotipo de los “menores infractores” se abre camino con fuerza en el imaginario. Como si la frescura de la vida aún breve desapareciera de pronto sin dejar rastro, olvidamos que hace poco dejaron de ser niños. Sobre ellos recaen los afanes punitivos hasta desdibujar la frontera entre víctimas y victimarios. “Por las dudas nos quedamos acá, nos avisan cuando quieran salir”, se nos dice al entrar en la celda. Seguro no es fácil estar allí, ni dentro ni fuera de las celdas. El continuo y fugaz paso de las historias de “los menores infractores” por la agenda mediática los convierte en un conjunto de seres, aunque diferentes, iguales. La analogía puede extenderse a los centros de reclusión, que a pesar de tener características distintas, son iguales. La lógica es casi la misma. Aunque siempre hay excepciones.

I. El hierro retumba. Una y otra vez las puertas se abren y cierran, delatando ensordecedoras la dinámica del espacio. Se respira fácil el pórtland y el encierro. Y la primacía del gris acentúa la falta de luz. La mayoría de los jóvenes pasan veinte horas al día en la celda; un rectángulo sin luz eléctrica ni más calor que la magra envoltura de las camas. ¿Hay algún sistema de calefacción? Un no prolongado en la o dice que la pregunta es retórica: “Esto es el Ser”.

Minimalista, la casa está limpia y ordenada. Allí comen, duermen, y no mucho más. Cuando hay visitas, una de las frazadas va al piso en procura de un poco de comodidad.

La cucheta ocupa casi la mitad del espacio. De su cabecera cuelga una toalla. “Si no es horrible”, dicen entre una mezcla de risa y vergüenza. Es que atrás está el inodoro, que bajo una ventana del tamaño de una caja de ravioles se eleva desde el piso completando el cuadro. Antes usaban bolsas de nailon.

¿Cómo es un día acá? “Todo el día de tranca”, dicen los del Módulo 2. Los chiquilines salen para bañarse y para ir al patio. Desde este año también van a la escuelita de la colonia para hacer el liceo. Pero no todos. “Yo me anoté pero no me llaman”, avisa uno. También viene una ong que hace talleres, pero “a veces te toca y otras no”. Y dos veces por semana juegan al fútbol.

El Ser es el centro de máxima seguridad de la Colonia Berro. Allí van los jóvenes complicados, no necesariamente porque hayan cometido los delitos más graves sino porque se portan mal en otros centros. Es el hogar de castigo. El sistema está organizado de modo que el adolescente, según su conducta, transita por varios niveles. El Módulo 4 es la parte nueva del hogar. Se edificó sobre lo que antes era patio. Tiene losa radiante, que por una cuestión de justicia no se enciende. Es que no todos quienes están allí pueden gozar de semejante lujo. Entre las alas del módulo se ve una mesa de ping-pong. La luz natural se expande desde la claraboya iluminando a unos diez que juegan animosamente. Afuera, una tanda de engrillados pasan por la requisa de rigor antes de ir a la escuela. En el patio una pelota triste rebota entre dos. El resto –salen de a 14– muta.

II. Cuando un adolescente ingresa al Ser va directo a la “tumba”, así le dicen a la celda de castigo en la que los nuevos, por una cuestión de orden, pasan cinco días solos, sin luz, actividades ni patio. También van sancionados si se mandan alguna macana dentro del centro. En ese caso el tiempo de permanencia varía según el nivel en que estén y la gravedad de la falta. La tumba también existe en otros hogares. En el Desafío es la celda 10, famosa porque ahí “se aparecen entidades” y “dicen que abajo hay un cajón de muerto”. Debe ser por eso que uno sintió una madrugada que le tiraban de la frazada, y hasta se le apareció un enano. Un día otro se puso muy nervioso, vinieron los del Suat y lo inyectaron. Durmió durante días.

III. ¿Reciben visitas? “Él no.” ¿Por qué?, le pregunto. “No sé, dicen que no tienen plata.” ¿A vos sí te vienen a visitar? “Sí, todas las semanas. Pero yo les digo que no vengan.” ¿Por? “Qué van a venir acá, te hacen sentar en el piso, ¡tas loco! Cuando llueve llegan todos mojados. Pero vienen igual. Yo le digo a él que no se queme, que si necesita ropa que me pida, y de los paquetes que me mandan le comparto.”

¿Conocen cuál es el reglamento de convivencia? “Respetar a los compañeros, respetar a la Policía, respetar a los funcionarios y a la visita, ¿no viste el cartel de la entrada?”, dijeron varios. Otros sacaron un librito celeste que les habían repartido días atrás. La situación se repite en varios centros. “Nos hicieron firmar y nos dieron esto.” El documento no es comprensible para muchos de los adolescentes. Algunos no lo leyeron, porque no saben hacerlo muy bien, o empezaron y se aburrieron al toque. Otros en cambio tenían subrayados los artículos que no se respetan, como el que dice que tienen derecho a recibir la visita de familiares, amigos o ayuda espiritual.

Restringir la visita es una forma de sanción, según cuentan los chiquilines de varios centros, al igual que acortar las dos llamadas semanales de seis minutos a tres. Lo mismo pasa con el encendedor, o el baño. También el patio. “No estuve saliendo por una sanción.” Dice que lo involucraron en algo que no hizo. Le pregunto cómo lo tratan y me dice que bien. ¿Pero no fue a vos que te hicieron limpiar la pared con un cepillo? (Varios me habían contado que una forma de castigo era hacerlos limpiar el ala del módulo en traje de Adán.) Me contesta que sí esquivando la mirada. Le digo que entonces no lo trataban tan bien. “Es así –me responde–. No vas a estar tan bien, es una cárcel.”

IV. “¿Por el Ser y todo van? ¿De acá se van al Ser? ¿Y qué les dijeron ahí? Te cagan a palos en el Ser, ¿les dijeron?”, pregunta uno. “Hay mucha tranca pero este hogar está bueno, no te pegan ni nada. En el Ser te pican”, afirma otro. Los adolescentes identifican al Ser con las palizas, pero no es el único centro señalado en las denuncias.

Además de hacerlos limpiar desnudos las paredes o el piso, una práctica de castigo reiterada es “el paquetito”. Consiste en encadenar a los adolescentes de pies y manos y enganchar los grilletes por detrás del cuerpo, de modo de reducir al máximo el movimiento. Así quedan, tumbados por el tiempo que al funcionario se le ocurra. “O si no te llevan amarrocado para el patio con dos o tres funcionarios y te pican.”

Al igual que los que no pegan, los golpeadores son identificados con nombre y apellido, así como por su nivel de violencia. “Con ese no podés, te pega en serio.” Algunos de los jóvenes, quizás los más cabizbajos, no se animan a identificar a los verdugos, se limitan a decir que “siempre son los funcionarios más grandes”. Mientras que hay otros que cuentan confiados cambiando un “No digas, que nos van a venir a pegar a todos” por un “No me importa, una paliza más, una menos…”.
Cuentan que a veces llaman a funcionarios de otros hogares. Ahora, “los directores que andan de traje”, ésos, no participan.
“¿Denunciar? ¡Tas loco! Si contás es peor.”

V. La pieza. Cuatro paredes y una puerta siempre cerrada. Más gurises que camas, colchones en el piso. Dos pequeñas ventanitas, y aun más arriba, casi llegando al techo, una ventana. Con suerte, un televisor. Sobre los bordes de la reja descansan avioncitos de papel. Son más de 20 horas diarias, en realidad cerca de 23 las que los adolescentes pasan dentro de la celda. Salen 20 minutos al patio, en algunos centros también a buscar el alimento, en otros se los traen a la celda. Los gurises la cuentan.

—La rutina de nosotros es: nos despiertan a las nueve, limpiamos los pisos, nos sacan a bañar, nos dan la leche. A las doce: alimento. A las cinco: patio, ahí tomamos la leche, y después… ¿A qué hora es el alimento? –pregunta uno de ellos.

—A las ocho –le responden.

—Y en total, todo el tiempo que estamos afuera junto es una hora –agregan.
Y la comida “está a full”. Así al menos es en el Centro de Medidas Cautelares (Cemec). Dentro de la celda está la cancha de ping-pong: la línea central armada con los championes, las chancletas como paletas y como pelotita la del desodorante.

—El juego lo inventó esta pieza –se jactan.

Un funcionario le dijo al director, y éste les compró unas paletas. Ahora pueden jugarlo en el patio. No hay grandes sanciones, porque tampoco son muchas las grandes macanas. La más común es faltarle el respeto a los funcionarios, por ende quedarse sin el patio, o sin llamadas. Otras normas las establecen entre ellos: subir suave a las camas, no golpear las paredes, salir “bien presentados” –peinaditos, con championes, sin llevar las medias por arriba del pantalón– y con la cabeza gacha cuando un compañero está con visita. Tampoco golpear los fierros de las camas, porque el ruido se siente en la otra celda, y sí, retumba. “Jesús protege la pieza”, reza un cartel tras la puerta; y en la celda de enfrente uno de los chicos señala el almanaque, tiene sus días contados con precisión. En otro de los centros, sólo una pieza tiene radio. Si no, hay demasiado ruido en las celdas. Ese es el argumento, y se acabó. Entonces para que todos puedan escuchar hay que ponerla alta. Los sábados, cuando pueden agarrar algunas cumbias en la tele, de tanto esperar las suben “a todo lo que da”, y cuentan que les apagan “el toma” y chau música.

Pero la conversación se interrumpe porque es hora de talleres.

—Ahora o nunca.

—Ya vamos, nos vamos a despabilar, lavarnos la cara y vamos –avisa uno. Otro pide:

—¡Funcionaria! ¡Fuego!

La llama se enciende junto a la ínfima ventanita a un lado de la puerta.

La mayoría de los adolescentes no tienen contacto fluido con sus abogados, ni saben nada del juez. Algunos sí lo tienen a través de sus familiares afuera. En el pasillo una funcionaria esposa pies y manos. Van a los talleres. En una piecita del Ceprili (ex Puertas) los adolescentes hacen talleres de teatro, de computación y de canto. El resonar de “Color esperanza” lo presagiaba. Salen al patio de mañana y de tarde.

VI. El pasto perfectamente cortado, las paredes pintadas de colores vivos… cuando uno traspasa el cerco perimetral del hogar Ituzaingó la atmósfera se distiende. El movimiento es permanente pero no hay gran alboroto. Tampoco gritos. Todos parecen estar concentrados en algo.

Tres educadores que almuerzan bajo la sombra de uno de los árboles del predio no se ven muy distintos del grupo de jóvenes que en la mesa contigua conversan, fuman, juegan. Algunos deambulan de aquí para allá, un grupo numeroso juega al ping- pong, y a pocos metros un adolescente y un funcionario se mimetizan en la construcción de un baño “para las visitas”. El director del centro, que encabeza la recorrida, nos dice que el muchacho pasó momentos difíciles y que con el apoyo de todos ahora está mejor. Por suerte ya le queda poco para egresar. Su proyecto es ingresar en la marina.

La casa está en permanente mantenimiento. “Como verán no es perfecto, es todo reciclado, pero cuando vinimos en 2011 esto estaba lleno de ratas.” Lo que hoy se ve, dice, es obra de los gurises y de los funcionarios. “Acá no viene una ong que trabaja una hora y se va. Acá los funcionarios vienen tres veces por semana desde las 7 de la mañana a las 7 de la tarde y trabajan con todos los gurises que quieran.”
En todos los centros hay más internos que cupos disponibles, y el Ituzaingó no es la excepción. Hay 90 gurises en una casa pensada para recibir a la tercera parte. Sin embargo el hacinamiento no se percibe a simple vista como un problema. “Estos tres lugares que antes eran pensados como calabozos ahora son la escuela, la panadería y la sala de informática.”

Un grupo de jóvenes dispuestos en círculo lee junto a dos maestras en la biblioteca, en un rincón descansan las máquinas de la futura fábrica de baldosas, a pocos pasos un adolescente arma y desarma piezas mecánicas, y de a poco el aroma anuncia que muy cerca algo está a punto de salir del horno. La cocina oficia de taller: pizza rellena, pan con grasa y diferentes tipos de pasta se aprecian sobre la mesada. “¡Las tortas que hace esta señora! ¡Al mejor estilo del Emporio! Hace un mes que está con nosotros y se ha encariñado mucho con los jóvenes, yo no puedo desperdiciar el saber que tiene y ponerla a abrir y cerrar puertas.”

VII. “¿Ituzaingó? Tas loco… ahí están todos los calefones.” ¿Pero parece que está buenísimo todo lo que hacen en ese hogar? “Parece, pero sos papeleta, si vas después para otro hogar te pegan. Yo me quedo acá.” A los que vienen de ese hogar los consideran “alcahuetes”, me explican.

Entre los centros hay pica. Y ésta se expresa fuertemente en la existencia de dos bandos: los del Ser y los del Ituzaingó, dos centros con conceptos visiblemente opuestos. Uno es de máxima seguridad, en el otro la apertura viene a más.

El cruce entre los internos de ambos centros puede devenir en conflicto, y por lo tanto se evita. Nunca juegan al fútbol juntos, y en la escuelita es mejor si no se encuentran. Se nos explica que por un lado el enfrentamiento tiene que ver con la cultura de la delincuencia, asentada con intensidad entre “los más pesados”, para quienes pactar con la institución, ser fieles a un proyecto, es sinónimo de traicionar los valores propios.

Pero estar entre los más pesados no implica haber cometido los delitos más graves. En ambos centros hay de éstos. La resistencia tampoco se asocia tan claramente con tener o no la voluntad de estudiar, trabajar, o participar de actividades. Algunos manifiestan que les gustaría ir a Cimarrones, por ejemplo, un hogar abierto en donde los jóvenes salen para ir a trabajar.

¿Y a Ituzaingó no? “No me gusta,  hay violadores.” ¿Funcionarios violadores? “Gurises.” ¿Cómo es eso? “El hogar… dicen que es calefón… pero no sé bien cómo es la mano.”

VIII. Una chica llora desconsoladamente junto al teléfono.

—Te amo, decile a él que lo amo mucho también –dice–. Te amo –insiste.
Del otro lado de la reja azul, una funcionaria mira las hojas de un listado. Entre sollozos, la detenida alcanza a decir:

—Tengo que cortar, mi amor.
Otra funcionaria la abraza, está desconsolada. Juntas caminan hacia la única entrada de luz natural que cae sobre el pasillo, justo sobre un rectángulo de cemento lleno de colillas de cigarrillos. Por encima del compensado que limita el lugar se ven las obras. Es que donde antiguamente había una cancha de fútbol habrá más celdas. Estamos en el Centro de Ingreso de Adolescentes Femeninos (ciaf).
A través de los pequeños huecos cuadraditos de las puertas se ven paredes tapadas de frases, nombres, dibujos. Por esos mismos huecos las adolescentes piden el agua. También se saben miradas. Desde allí cuentan que hay talleres de vóleibol, florería, costura. Pero son muchas, no alcanza una media hora por semana. Tienen que esperar a que les avisen. Preguntan la hora, no tienen reloj. Tienen entre 13 y 18 años. Y son 39 en un hogar con capacidad para 25. Del total, sólo diez no reciben medicación. El resto sí, psiquiátrica, o para tratar sus adicciones. Dentro de la celda no tienen televisión ni radio, según explican, para que no se depriman. De estos aparatos sólo pueden disfrutar durante la “convivencia”, una hora por día. La misma hora en la que tienen que lavar la ropa si lo necesitan, o jugar en la red que cuelga despareja en el pequeño patio gris, con el cielo lleno de duras franjas negras. Claro que el resto del tiempo nada tiene que ver con convivencia.

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