Imaginar otro mundo - Semanario Brecha
Mickey 17, la nueva película de Bong Joon-ho

Imaginar otro mundo

Después de ser galardonado con la Palma de Oro en el Festival de Cannes y con el Oscar a mejor película por Parásitos (2019), tras múltiples retrasos, el cineasta surcoreano regresa con Mickey 17, filme en el queque plasma los códigos del cine de ciencia ficción y se apoya en la manufactura de Hollywood para reiterar, con un didactismo algo repetitivo, su discurso crítico.

Fotograma de la película

Con el tiempo, Bong Joon-ho ha consolidado su estética de lo grotesco para ventilar las estructuras que rigen nuestra vida en sociedad. Aunque sea innegable la consistencia ideológica detrás de su manera de filmar, sus incursiones angloparlantes –El expreso del miedo (2013) y Okja (2017)– y la masificación progresiva de su cine han acentuado los rasgos más didácticos de su estilo, cada vez más orientado a la analogía directa. ¿Esto es una concesión o una adaptación para afinar su aproximación? En este sentido, Mickey 17, su última película y con diferencia la más costosa –y la primera en la que Corea del Sur no participa de la producción–, suscita varias preguntas e inquietudes. Es que el realizador surcoreano siempre tuvo una fibra popular e industrial, pero aquí proyecta esos intereses en un lienzo colosal. ¿Acaso perdura su visión en un esquema de producción casi inabarcable?

El escenario distópico de la película especula sobre un futuro a tres décadas de distancia en el que Kenneth Marshall (Mark Ruffalo), un fallido candidato a político que cuenta con el apoyo de una horda de fervientes seguidores, lidera una expedición a un planeta lejano avasallado por tormentas nevadas. Ahí, Mickey Barnes (Robert Pattin-
son) se ofrece para ser un «prescindible» y emprende actividades letales con la condición de poder regresar intacto a la vida después de morir. Para esto depende de la reencarnación artificial: duplica su cuerpo en el momento de la defunción y transfiere sus memorias a una nueva corporalidad. En la diégesis del filme, esta posibilidad conflictúa éticamente a la población, no solo por atentar contra cualquier ley natural, sino también porque incorpora una invención –una cápsula impresora que recupera y reproduce esos cuerpos– que, además de la resurrección, permite la clonación, lo que deriva en la creación de «múltiples». Como explicita la voz en off del propio Mickey, el creador de las cápsulas se apoyó en esta tecnología para encubrir sus propios crímenes, generando otra versión suya y montando una coartada creíble para el tribunal. Así, los múltiples están ilegalizados, pero, a pesar de las controversias, Marshall recurre a esta práctica para su expedición casi desde un gesto de desprecio: qué mejor que condenar a los prescindibles a su merecido sufrimiento mientras sirven para un bien mayor. Pero toda la misión se desordena cuando una de las iteraciones de Mickey sobrevive y, como todos lo creían muerto, duplican el original de todos modos; se vuelve un múltiple y, entonces, dos versiones de su persona circulan por la nave.

Este universo tiene varias potencialidades enriquecedoras que Bong no tiene interés en explorar fuera de lo pertinente al orden narrativo, por lo que algunas de estas aristas se diluyen –como el debate religioso alrededor de la mera existencia de los prescindibles– en remarcaciones volátiles enunciadas por Pattinson en un monólogo constante que organiza y conduce sus peripecias. Esa faceta especulativa de la ciencia ficción, que orienta a imaginar otros mundos, en la película peca de escueta al diagramarse por la estructuración milimétrica, casi hermética, de todos estos enredos. Sus fórmulas nos convocan de un modo demasiado lineal a interpretar el dispositivo desde la metáfora.

Mickey, como prescindible, padece jornadas de 14 horas continuas de trabajo sin días de reposo. No tiene seguros laborales ni está sindicalizado. Es devorado por el horror, pero vuelve a la actividad para atravesar esas aflicciones en una rutina estandarizada del sufrimiento. Es la radicalización de las condiciones precarizadas del trabajo asalariado, con el sacrificio como combustible para servir a propósitos de entidades que reducen los cuerpos a una mera instrumentalidad. Así, la película denuncia la mercantilización del cuerpo para el consumo del capital. Además de la humillante subor-dinación de ser un prescindible, a esta tesis se le suma la misoginia de la expedición: Marshall aboga por la pureza de la fertilidad y en una cena, acompañado por su esposa Ylfa (Toni Collette), le ofrece a Kai (Anamaria Vartolomei), una tripulante de la estación espacial, encabezar la misión de poblar un nuevo mundo. A su vez, ese planeta aparentemente desolado está habitado, en realidad, por una especie inteligente a la que los humanos le declaran la guerra para adueñarse del territorio.

Hasta cierto punto, es como si el director combinara sus dos películas angloparlantes anteriores: la concentración espacial de la acción dramática de El expreso del miedo, expresada en la tensión entre lo colosal de los interiores contra la calamidad climática del exterior con sus paisajes nevados, y la cuestión del antropocentrismo en la clave ecologista de Okja, un escrutinio al impulso imperial de subordinar a especies a las que, como no cuentan con rasgos humanos, se concibe erróneamente como inferiores. Es cierto que Mickey 17 se inicia examinando la precariedad laboral, pero reorienta esas observaciones para abarcar otras tendencias peligrosas de la contemporaneidad.

LA PREGUNTA SOBRE LO AUTORAL

Bong no esconde sus preferencias estéticas: la bizarra crudeza del entorno se acentúa con el humor excéntrico que surge de situaciones hiperbólicas –cuando Ylfa le pide a Marshall que no le dispare a Mickey porque agrietaría y mancharía su lujosa alfombra–, y así el filme navega, desde su programa hermético, entre diversas líneas argumentales. Los personajes abogan por sus propios intereses a expensas de los demás, por beneficio personal o por mera supervivencia. Pero el estilo del director también se adapta a ciertos parámetros industriales estadounidenses como el sentimentalismo, que nos acerca a su protagonista desde la exhibición de un trasfondo familiar traumático sin mayor elaboración ni relevancia y llega a la culminación dramática mediante una cansadora acumulación de puntos de vista simultáneos. De pronto, aparece el heroísmo inesperado y toda crudeza previa se convierte en autoactualización maquetada.

Estas concesiones desembocan en una conclusión conciliadora que corta las garras de cualquier instinto confrontativo y preserva la hegemonía del orden social, negando las contradicciones que se volvían visibles en varios cierres de películas anteriores en la filmografía de Bong Joon-ho. Aun así, no sé si dichas concesiones se deben tanto a interferencias de terceros como a una conciencia sobre el campo de juego. Bong es un cineasta con inclinaciones populares, y puede que la conciliación con el sistema, entonces, derive de adoptar ese populismo estético a efectos de generar una crítica productiva para este tiempo particular, sabiendo del auge de la derecha en el mundo y de la creciente desprotección de los derechos humanos que representa la administración de Trump en Estados Unidos. Es noble, pero hay algo insuficiente en cómo el filme asume esa posición: a pesar de pertenecer a un género fundado en la acción de figurarse otros mundos posibles, carece de imaginación narrativa y política. 

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