Impunidad de dos orillas - Semanario Brecha
La amistad entre Menem y Sanguinetti

Impunidad de dos orillas

El favor que Carlos Saúl Menem le hizo a Julio María Sanguinetti en 1989, al indultar a José Gavazzo y compañía para impedir una extradición y asegurar la impunidad en Uruguay, cimentó una amistad entre los dos expresidentes que duró hasta la reciente muerte del argentino.

Julio María Sanguinetti y Carlos Saúl Menem en 1995, en la Casa Rosada Afp, Daniel García

Sin haber sido nunca condenado por la Justicia por los múltiples casos de corrupción, venta ilegal de armas y lavado de activos ni por sus vínculos con el terrorismo intencional, acumulados durante sus dos presidencias en Argentina, Carlos Saúl Menem falleció el domingo 14, diez días antes de que, por enésima vez, a los 90 años, fuera convocado a sentarse en el banquillo de los acusados, esta vez para responder por su responsabilidad en la explosión intencional de la fábrica estatal de armamento de Río Tercero, Córdoba, que se cobró la vida de siete personas en noviembre de 1995, precisamente cuando una inspección internacional pretendía confirmar que de allí salieron las armas que Argentina vendió ilegalmente a Croacia y Ecuador.

El último adiós a este político riojano, que se encaramó en el poder cultivando una imagen populista de caudillo federal para convertirse en el más ortodoxo e insensible privatizador neoliberal, fue bastante gélido en Argentina: el presidente de ese país, Alberto Fernández, y la vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, invirtieron el tiempo mínimo decoroso en sus inevitables presencias obligadas por el protocolo e, incluso, ciertas localidades de algunas provincias se negaron a cumplir los tres días de duelo nacional. Las ceremonias fúnebres de la tradición sirio-libanesa, a las que no concurrió su hija Zulemita, fueron estrictamente privadas, lo que impidió que el pueblo expresara sus sentimientos. La prensa se centró en el principal legado de Menem: los indultos presidenciales para los integrantes de las juntas militares y para todos los terroristas de Estado de la dictadura militar. El expresidente Mauricio Macri esbozó tibias alabanzas.

En Uruguay, en cambio, prevalecieron los panegíricos. Dos expresidentes que coincidieron en sus mandatos con la doble presidencia del riojano destacaron las cualidades democráticas del fallecido. Luis Alberto Lacalle declaró a los periodistas de Radio Universal que «era una persona tremendamente amable, muy inteligente y muy humana en la relación». Confesó: «Cuando uno estaba con él, tenía la sensación de que no había nadie más importante en el mundo que su interlocutor». Y concluyó: «Fue un presidente con mucha sintonía respecto de la relación con Uruguay». No mencionó ninguno de los episodios que le provocaron dolores de cabeza durante su presidencia (1990-1995): las cuentas bancarias en Punta del Este y las sociedades anónimas que canalizaron las coimas de los escándalos argentinos.

Los recuerdos de Julio María Sanguinetti rumbearon por el mismo trillo. «Uruguay pierde a un gran amigo, con el que trabajamos constructivamente dentro del Mercosur. Víctima de la prisión de la dictadura, luego fue siempre un hombre de paz y concordia. Más allá de inevitables debates, fue un demócrata», escribió en Twitter. Si Lacalle se sentía cómodo con aquel privatizador que concretó lo que él no pudo, Sanguinetti tenía otras razones para despedir al gran amigo, razones que prefirió no ventilar.

PACTO DE CABALLEROS

En sus primeros años de presidencia, Sanguinetti desconfiaba de aquel gobernador riojano que ventilaba sus frondosas patillas al estilo del federal Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos, en sus contactos con dirigentes del Frente Amplio, a los que seducía con referencias a la Patria Grande. Pero tuvo oportunidad de reconsiderar sus juicios cuando en el Edificio Libertad, en junio de 1989, recibió a un mensajero del flamante presidente argentino. El exdiputado justicialista Miguel Unamuno fue el intermediario de una alambicada negociación. Le confió que Menem preparaba una batería de cuatro decretos para indultar a cientos de militares y civiles, condenados o en proceso ante la Justicia, incluidos los miembros de las juntas militares, los represores de la guerra sucia y algunos civiles, como el exministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz. Para que la «reconciliación» fuera más digerible, los decretos de indulto incluían a dirigentes de la guerrilla montonera, algunos de ellos refugiados en Uruguay, como Fernando Vaca Narvaja y Roberto Perdía, que residían sin mucho disimulo uno en Malvín y otro en Pocitos. La movida de ajedrez podía desbaratarse, porque algunos jueces argentinos habían planteado la extradición de los dos montoneros a Buenos Aires.

Sanguinetti accedió al pedido de Menem y a lo largo de 1989 la Policía se mostró totalmente incapaz de ubicar a los requeridos. Pero su generosidad tenía una contrapartida: desde 1987 pendía un pedido de extradición argentino de José Gavazzo, Jorge Silveira, Manuel Cordero y el policía Hugo Campos Hermida, acusados en la causa 450, también llamada Suárez Mason, por diversos delitos cometidos en Argentina; entre ellos, la desaparición de refugiados uruguayos y los asesinatos de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, William Whitelaw y Rosario Barredo. En el arranque de la campaña por el referéndum contra la ley de caducidad en Uruguay, los pedidos de extradición condicionaban seriamente todos los esfuerzos por defender la impunidad. Durante un año y medio, presionados por Sanguinetti, el canciller Enrique Iglesias y su sucesor Luis Barrios Tassano se vieron obligados a «extraviar» el pedido de extradición, para que no llegara al Poder Judicial.

La propuesta de Menem fue una bendición para Sanguinetti. Favor con favor se paga: a cambio del refugio para los montoneros, Sanguinetti planteó que los cuatro represores uruguayos fueran incluidos en los decretos de indulto. La solución planteaba el inconveniente de indultar –es decir, perdonar– a personas que aún no estaban condenadas y que, por lo tanto, se beneficiaban de la presunción de inocencia. Pero, como había muchos acusados en la misma categoría de Gavazzo, Silveira, Cordero y Campos Hermida en la lista de beneficiarios del indulto, Menem se decidió por enfrentar las críticas de eventual inconstitucionalidad, aspecto en el que no hubo reparos, porque los jueces no protestaron.

Pero había otro escollo: ¿cómo indultar en el marco de la «reconciliación» a cuatro miembros de los servicios de inteligencia extranjeros que habían operado clandestinamente en Argentina? La solución resultó un tanto desprolija, pero fue efectiva: los cuatro uruguayos fueron identificados como «personal asimilado» a las fuerzas de seguridad argentinas y, por tanto, estaban en condiciones de ser amnistiados. De ese lado del charco, los «asimilados» bien podían haber sido considerados espías, en tanto estaban en actividad en las fuerzas represivas uruguayas; de este lado del charco, bien podría haber provocado sarpullidos en los altos mandos el hecho de que oficiales uruguayos estuvieran a sueldo de un Ejército extranjero.

Como la impunidad no tiene pruritos –ni honor–, el 7 de octubre de 1989 el decreto 1003/89, firmado por Menem, consagró el acuerdo e indultó, en el mismo texto, a los uruguayos Gavazzo, Cordero, Silveira y Campos Hermida, y a los argentinos Vaca Narvaja y Perdía. De esa manera se selló la amistad que ahora recuerda Sanguinetti.

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