Las madres y los padres de los 43 siguen abriendo camino. Hicieron historia el viernes 23 al manifestarse en las puertas del Campo Militar N.º 1, en las afueras de la Ciudad de México, que hace 40 años fungió como centro clandestino de detención y es aún símbolo de la omertà que sostiene la impunidad. Pero durante ese primer señalamiento al corazón del Ejército, la respuesta institucional fue la represión. Todo el mundo estaba sorprendido: si hasta los reporteros que cubrían el evento cayeron en la redada del carro hidrante que escupía desde el cuartel, mientras sonaba de fondo una banda de guerra, con sus redobles y trompetas, como si fuera la puesta en escena de una defensa heroica en una película con escaso presupuesto. Adentro, presos, los cuatro militares que están vinculados al proceso por el caso Ayotzinapa, uno de ellos desde fines de 2020 y otros tres desde hace apenas un mes.
Al día siguiente, en las primeras horas del sábado 24, la responsabilidad castrense fue desplazada del eje de la discusión pública. Aunque fue el subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, quien declaró hace un mes que no hay evidencia de que los jóvenes desaparecidos sigan vivos, la filtración el sábado de un conjunto de capturas de pantalla de mensajes apócrifos, que, sin mayor confirmación, fueron publicados por una periodista en Twitter, brindó detalles de una supuesta muerte. Se habla ahora del «asesinato» de los estudiantes, privándolos del peso político que tiene la desaparición. Las familias rechazan esta nueva mentira histórica, impuesta sin sustento científico, que no explica qué pasó, quiénes fueron los responsables ni dónde están los estudiantes.
El 24 comenzó una avalancha informativa que se agrandó al saberse que 21 de las 83 órdenes de aprehensión contra sospechosos del caso que estaban pendientes de ejecución fueron retiradas recientemente a pedido de altos mandos de la Fiscalía General de la República, a contrapelo del trabajo de la Unidad Especializada de Investigación y Litigio del Caso Ayotzinapa, creada en 2019. El martes 27 se reveló uno de los efectos de esa decisión: la renuncia del titular de la unidad, Omar Gómez Trejo, un excolaborador de las instancias internacionales de derechos humanos, quien había ocupado el cargo desde su creación y era el responsable político de los cuatro militares presos en el campo 1.
También se supo que esos altos mandos madrugaron a Gómez Trejo un mes atrás, cuando llevaron a cabo por su cuenta la detención de un actor mayúsculo –el exfiscal general Jesús Murillo Karam– mientras el titular de la unidad y su equipo estaban fuera del país, lo que les impidió estar en la audiencia donde se procesó a uno de los peces gordos de su propia investigación. López Obrador se refirió al tema confesando recibir «presión de muchas partes». La desarticulación de la unidad pone freno a los avances y evidencia qué es lo que pasa en México cuando una se mete con los militares. Este jueves, en conferencia de prensa, el Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes (GIEI) señaló que la salida del titular de la Unidad Especializada causará un retraso de entre tres y cinco años en la investigación del caso.
En el llano, el lunes 26, vemos a Rosa Isela. Se sumó a marchar en esta fecha, que marca el cuarto aniversario de la desaparición de su hijo, Luis Ángel López Guzmán, en la alcaldía Tláhuac de la capital mexicana. Gracias al contacto de unas chicas que conoció en el metro, recibió un abrazo sentido de Hilda, madre de Julio César González Hernández (uno de los 43 normalistas) antes de empezar la marcha. «¿A qué me quedo a chillar en mi casa? Mejor vengo aquí, a caminar con ellas, a pelear con mis compañeras por justicia para nuestros hijos», dice.