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El presupuesto para la seguridad

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La ley de presupuesto es un conjunto de intenciones y está basada en una serie de proyecciones que deben cumplirse para poder materializar todas esas pretensiones. Es, además, el reflejo de lecturas sobre los procesos económicos, sociales y políticos. Sobre la base de un déficit fiscal más alto que el estimado meses atrás, con poca ambición para profundizar una nueva política tributaria, con la urgencia de contemplar las prioridades comprometidas, la ley de presupuesto que ingresó al Parlamento debe ser analizada también en comparación con las anteriores. No olvidemos de qué pasado reciente venimos ni de qué están construidos los consensos que fundamentan las expectativas. El país está en condiciones de avanzar en muchos aspectos, pero estamos muy lejos de darle forma a un nuevo proyecto transformador.

En la exposición de motivos y en los montos de las nuevas asignaciones de créditos, la denominada seguridad pública obtiene una clara priorización. En tal sentido, se sigue una tendencia incremental que viene desde 2010. Las definiciones que surgen de los sondeos de opinión pública, las demandas cotidianas, las presiones políticas y la gravitación real de problemas graves configuran un escenario de priorización construida que luego tiene su correlato en los discursos de campaña, en las acciones de gobierno y en las asignaciones fiscales. Si no se hablara con contundencia en este sentido, cualquier gobierno estaría frente a un problema político serio.

En general, la definición programática de la seguridad se asocia con los gastos del Ministerio del Interior (MI), la Fiscalía General de la Nación, el INISA (Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente) y parte del Poder Judicial, aunque también hay que tomar en cuenta lo que se asigna a Defensa (para la custodia perimetral en cárceles y para la seguridad en fronteras, playas y áreas navegables) y a Desarrollo Social (para la atención a la violencia de género y a la reinserción de personas privadas de libertad). Pero el punto de referencia es el MI, que en 2024 representaba el 26 por ciento del presupuesto de la administración central, el 5,4 por ciento del presupuesto total y el 1,7 por ciento del PBI. El gasto en el MI está lejos de ser un asunto secundario y la priorización tiene que estar sometida a evaluaciones rigurosas.

No obstante, lo asignado para la seguridad se suele tomar como un dato no problemático. Como la seguridad es el principal problema del país según las encuestas, su priorización presupuestal no admite opinión en contrario. Así ha sido desde hace por lo menos dos décadas; es posible que no haya otra arena de política pública en la que la racionalidad del gasto eluda cualquier estudio, pues nadie quiere mostrar debilidad ante una demanda tan decisiva. Este presupuesto no es la excepción, a tal punto que la seguridad figura como una de las tres «prioridades estratégicas» («mejorar la seguridad para fortalecer la convivencia de los habitantes del país»), junto con el «crecimiento y el trabajo de calidad» y la «matriz de protección social». Con un poco de malicia, podríamos afirmar que el partido decisivo para la seguridad se juega, en realidad, mucho más en estos dos últimos. Aun así, el presupuesto parte de un diagnóstico y de ambiciones programáticas que son centrales, tales como la reducción de los homicidios y la violencia armada, la lucha contra el crimen organizado (mediante la inteligencia criminal, la vigilancia tecnológica, el control de puertos y fronteras, el combate al lavado de activos), el abordaje de la violencia de género y la necesidad de un nuevo rumbo para el sistema carcelario.

¿Cuáles son las novedades del articulado? En cuanto a la organización ministerial, se crea la Dirección Nacional de Bienestar Laboral y Psicosocial y se suprime el cargo de director del Centro de Atención a las Víctimas de la Violencia y el Delito. En la misma línea, se sustituye el cargo de director de Convivencia y Seguridad Ciudadana por el de director de Prevención Integral del Delito y la Violencia, en un giro programático que habrá que estudiar muy de cerca. En el plano policial, se crea la Dirección Nacional de Policía Comunitaria Orientada a Problemas (dependiente de la Dirección de la Policía Nacional). En el ámbito de la investigación, la Unidad de Cibercrimen da lugar a la Dirección General de Cibercrimen, mientras que se crea la Dirección General de Lucha contra el Lavado de Activos.

Como correlato, hay que mencionar la creación, en relación con la Fiscalía General de la Nación, de la Fiscalía Especializada en Cibercrimen, además de la Fiscalía Penal en Montevideo en violencia de género. En el Poder Judicial (PJ), se crean dos juzgados letrados de primera instancia del interior para asuntos de violencia de género. Y, mientras que en materia de medidas alternativas y de reinserción de personas privadas de libertad son muy pocas las novedades, la Junta de Transparencia y Ética Pública apenas recibe una partida incremental de 2 millones de pesos anuales.

Más allá del alcance de estas novedades, la seguridad aparece como la segunda prioridad del presupuesto con una importante asignación de fondos incrementales: 896 millones de pesos para 2026, 2.106 para 2027, 2.630 para 2028 y 2.744 para 2029.

Para este último año, la distribución será la siguiente: 2.504 millones para el MI, 56 para la Fiscalía y 184 para el PJ. Sin embargo, el punto decisivo es analizar a qué se destinan esos recursos.

Si tomamos nuevamente como referencia el 2029, 1.069 millones de pesos se asignan a la creación de nuevos cargos en el MI (fundamentalmente personal policial y operadores penitenciarios). A eso habría que agregarle 831 millones para partidas, pagos de nocturnidad e ingresos de becarios para el trabajo en seccionales policiales (iniciativas implementadas en períodos anteriores). Por su parte, 385 millones son para videovigilancia y tecnologías de control (280 millones para videovigilancia, 50 millones para monitoreo biométrico de medidas alternativas y 55 millones para tobilleras electrónicas para violencia de género).

Tal vez la iniciativa más novedosa sea la asignación de 150 millones de pesos al Plan Nacional de Seguridad Pública, pero esos fondos estarían pensados para inversiones en tecnologías de vigilancia y control. Por último, la Dirección Nacional de Medidas Alternativas recibirá 70 millones de pesos para 2029.

En definitiva, la ampliación del aparato policial y penitenciario se llevará el 69 por ciento de los recursos incrementales, las tecnologías de vigilancia y control, entre un 14 y un 19,5 por ciento (dependiendo de qué destino tengan los fondos del plan de seguridad). La justicia penal absorbe un 9 por ciento, al tiempo que las medidas alternativas recogen un 2,5. Como se comprenderá, hay varias formas de interpretar estas decisiones de distribución. En un país que tiene una altísima proporción de policías por habitantes, pero que despliega una matriz de gestión cargada de problemas, que ostenta tasas de prisionización que son ya un escándalo, ampliar la plantilla de funcionarios es el resultado esperable de una auténtica racionalidad bulímica. Una vez que estos aparatos se expanden, ya no hay manera de volver atrás. En cinco años estaremos en el mismo punto, reclamando más funcionarios y partidas salariales para la Policía y las cárceles. Otro tanto puede decirse de los dispositivos tecnológicos de vigilancia y control, cuya necesidad parece no requerir jamás de justificaciones, y mucho menos de evaluaciones costo/beneficio. Este es un rasgo civilizatorio y de época. Y todo eso sin contar qué tipo de conocimiento e innovación se promueve, por ejemplo, en la promoción de investigación nacional.

Los recientes hechos trágicos en materia de violencia de género dejan al descubierto que las priorizaciones presupuestales para estos asuntos son insuficientes, tanto en recursos como en ideas programáticas ambiciosas. ¿Cómo invertir en capacidades técnicas para estimaciones de riesgos y acciones preventivas? ¿Acaso el esfuerzo fiscal que se hace en este presupuesto está orientado a eso? ¿Fortalecer las medidas alternativas y los dispositivos de reinserción para reducir los índices de reincidencia y lograr, efectivamente, iniciar un proceso de desprisionización están suficientemente contemplados en esta propuesta? ¿Es posible identificar saltos cualitativos en materia de programas de atención integral a las víctimas de las violencias y los delitos?

Cuando las respuestas presupuestales se articulan bajo la lógica de lo necesario y lo obvio, las priorizaciones quedan condicionadas. Lo que tenemos sobre la mesa no da señales auspiciosas para comenzar a revertir tendencias de larga duración. Sin embargo, insistimos en la necesidad de mirar con atención cómo se comportan otras arenas de la política pública y qué tanto se puede materializar a través de la ejecución real.

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