«América Latina va a ser toda feminista.” Ese cántico atraviesa las fronteras, pero no para difuminarlas sino para volverlas perceptibles, en lo que tienen de real e imaginario. ¿Qué decimos cuando cantamos “América Latina”? ¿Qué decimos cuando cantamos “feminista”? Si escuchamos con detenimiento comprendemos rápidamente que este canto amplía nuestra región a un internacionalismo explícito. Porque desde Perú hasta Brasil, de Chile a México, de Uruguay a Paraguay, de Estados Unidos a España, de Francia a Italia, los pañuelos verdes de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito han estado presentes apoyando la lucha en Argentina. Los feminismos permiten discutir las imágenes e identidades que formulamos sobre lo “latinoamericano”, pero no nos dicen que América Latina sea una mentira. Por el contrario, el canto nos presenta todas las razones para estar juntes, para definir un común, siempre flexible y cambiante y, sobre todo, historizable. ¿Qué mundo deseamos?
Entre 2016 y 2017 las marchas en contra de la violencia machista, desde Argentina hasta México, de Guatemala a Bolivia, tuvieron en ese canto una suerte de propuesta de integración. Si es cierto que, como lo han señalado muchos/as intelectuales de América Latina, la integración era tanto un problema como una solución política, cultural, socioeconómica, es necesario revisar cómo en la discusión sobre el aborto de estos últimos meses en Argentina repercuten las alianzas y los reconocimientos de los movimientos feministas en la región.
“América Latina vai ser tuda feminista”, dicen las brasileñas, y nosotras lo cantamos así en portugués en la avenida 18 de Julio, en la multitudinaria concentración en la explanada de la Intendencia el 25 de noviembre de 2017, el día internacional contra todo tipo de violencia hacia las mujeres. Lo cantamos y lo bailamos, porque “América Latina vai ser tuda feminista” pone en tela de juicio la imaginería que hace de América Latina un continente posible sólo en la desmesura del sufrimiento y del sacrificio, sólo si insiste en mostrar sus venas abiertas. En América Latina, dicen los movimientos feministas, también es posible la fiesta. Y las calles de varias ciudades argentinas fueron una fiesta el 14 de junio, cuando se realizó la votación del proyecto de ley del aborto en la Cámara de Diputados. Y la calle volvió a vestirse de fiesta verde para la vigilia de la votación en el Senado el miércoles.
Es irrefutable que sin el trabajo sostenido, entre otras, por la Comisión por el Derecho al Aborto, y luego por la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Seguro, Legal y Gratuito, no estaríamos en Argentina donde estamos hoy. Pusieron en la agenda el aborto legal, seguro y gratuito, sostuvieron todos estos años con trabajo, con escucha, con política, con militancia, que el aborto es una deuda de la democracia. Sin los encuentros de mujeres que se llevan a cabo en Argentina desde 1986 no hubiésemos llegado hasta aquí. Sin las alianzas regionales e internacionales de los feminismos tampoco. A partir de la primera marcha Ni Una Menos, en 2015, la discusión sobre el aborto en Argentina se abrió paso porque había una tradición de lucha plebeya, de protocolos de acción popular y porque hubo una reinvención de prácticas de resistencia y de agrupamiento –la experiencia de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, por ejemplo–; una capacidad de negociación y lobby, de comprensión de las dinámicas de las estrategias político-partidarias, de las alianzas y los recovecos, del pasillo y el rumor.
Luego, un presidente de derecha mostró su disposición a abrir la puerta a la discusión parlamentaria sobre el aborto. ¿Qué se hace en esa situación? Lo que hacen los feminismos: discutir todo. Discutimos aborto, pero discutimos trabajo, acceso a la educación, el poder del capital. Discutimos contra el racismo y contra la persecución y maltrato de las identidades no normativas, discutimos el “techo de cristal” (la igualdad o no de oportunidades), mezclamos todo –como asegura el colectivo Ni Una Menos en un texto reciente–. La agenda feminista en América Latina no es ajena a cuestionar las categorías de mujer, blanca, clase media y hablante de español o portugués; no es ajena al análisis de la feminización de la pobreza, o de la discriminación en varios países de las poblaciones originarias, entre otras agendas.
Y esto merece ser destacado, porque si desmenuzamos a contrapelo las formulaciones más reaccionarias de diputados/as, senadores/as, pero también de periodistas, entre otres, notamos que la discusión sobre el aborto en Argentina coloca nuevamente en primer lugar una vieja pregunta sobre la condición de las democracias, y más aun de las democracias en América Latina: la capacidad de gestionar el vínculo entre la libertad y la igualdad. El aborto clandestino hace de las mujeres y cuerpos gestantes ciudadanes de segunda. Con un régimen de abortos clandestinos, quienes no pueden pagarlos tienen más posibilidades de morir en el intento. Con aborto clandestino no hay igualdad ni hay libertad, lo que hay es una deuda de la democracia.
En el caso argentino, la discusión por el aborto fue también, en primerísimo lugar, un debate sobre la ampliación democrática de derechos, o, en otras palabras, el acceso democrático a la salud. Y esto en un momento en que la democracia se limita cada vez más (con el reciente decreto del presidente de implicar a las fuerzas armadas en tareas de seguridad interior) a interesarse por la gestión de la seguridad interna por parte del Estado y la tramitación de los intereses de una deuda que el gobierno argentino ha tomado en los últimos dos años. La exigencia del aborto legal es una exigencia de legalidad en un momento en que en Argentina prima cada vez más la inversión de la carga de la prueba (como muestra el ejemplo de la prisión a Milagro Sala).
En la Cámara de Diputados, pero también en la prensa y en las redes sociales, una línea de argumentación en contra del aborto ha sido insistir en que legalizarlo socavaría la reafirmación de la condición periférica de Argentina, por ser legal esta práctica en los llamados “países desarrollados”. Este razonamiento concluye diciendo que si aceptamos la legalización del aborto en realidad aceptamos el dominio del imperialismo, de los países desarrollados, del Fondo Monetario Internacional. Se trata de un razonamiento cuya lógica obedece a la agenda de la crítica a la teoría de la modernización, esta última sí muy cercana a la agenda del Departamento de Estado de Estados Unidos durante la Guerra Fría.
Es muy difícil negar la operatividad de la teoría de la modernización en varios programas de ayuda económica y técnica entre los años sesenta y setenta del siglo XX. Pero la crítica que busca invertir esa agenda no debería necesariamente redundar en una simple inversión de los lugares asignados entre el “centro” y la “periferia”. Es decir, no tiene por qué privilegiar una suerte de esencia latinoamericana cercana a una noción virtuosa de la tradición, al pasado paraíso perdido, a un espíritu lejano al materialismo sajón. Ya con muchísima inteligencia Carlos Real de Azúa discutía esas apreciaciones: tenemos que ser capaces de ver más allá de las nociones de lastre, de culpa y de complot, para pensar y actuar sobre el “atraso” latinoamericano. Si los críticos del movimiento que trasladó el reclamo del aborto legal al parlamento fuesen en verdad consecuentes respecto de su preocupación por el complot externo, deberían atender más bien a la “ola celeste” que se ha manifestado en Argentina y que viene del exterior. Ya lo demostró, datos en mano, Lucas Malaspina en un artículo reciente en la revista Crisis: “‘Salvar las dos vidas’ es uno de los mayores activos online de una corporación de medios fundada en Alabama”.
Pero la discusión no puede centrarse en la civilización de los países que cuentan con aborto legal, sino que debería siempre haberse concentrado en el tema de fondo: la democratización efectiva del acceso a la salud. Hablamos de democracia, no de civilización. Y eso es, también, lo que el canto de la integración feminista pone en primer plano.
* Doctora en ciencias sociales e investigadora del Conicet y del Centro de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes.