Aunque todavía no está cien por ciento probado, un murciélago y un pangolín –un animal cuya fisonomía casi desconocíamos hasta hace algunos días– podrían haber sido los primeros huéspedes del monárquico Sars-CoV-2, antes de que mutara para afincarse en el ser humano. Pero el problema no son esos bichos. El problema sería que cada vez más los humanos interactúan con especies salvajes, incluso con algunas con las que casi no tenían relación. Se estima que en los bosques naturales habitan millones de virus, y era en esa trama compleja de la biodiversidad donde los invisibles patógenos solían replicarse, transformarse y extinguirse. La cuestión es que la deforestación, el mal manejo del uso del suelo y la consiguiente pérdida de la riqueza de los ecosistemas simplifican la cadena de especies y despejan las barreras, entonces los virus y otros agentes infecciosos estarían teniendo muchas mayores facilidades para alcanzar a los ahora aterrorizados bípedos.
De acuerdo a Nature,1 publicación científica que también desarticuló las teorías conspirativas sobre el origen del virus en un laboratorio, más del 70 por ciento de las infecciones masivas ocurridas en los últimos 40 años han sido zoonosis, o sea, enfermedades que se transmiten de los animales a los humanos. La degradación que la actividad humana provoca en los hábitats es una de las hipótesis estudiadas para intentar explicar la recurrente aparición de brotes como los de ébola, Sars, zika, Mers, H1N1 y, por supuesto, este último coronavirus que viajó a todos los continentes. La globalización, con cifras históricas en la movilidad de personas, explica la propagación de los microscópicos entes, pero los ecólogos les prestan mayor atención a las condiciones ambientales que estarían presentes en la génesis de las epidemias (y al espacio temporal cada vez menor entre la emergencia de una y otra).
En los últimos 20 años, sólo los coronavirus generaron tres brotes de magnitud, y en todos los casos el punto cero está en Asia y en África. El virólogo de la Universidad de Pensilvania Suresh Kuchipudi está entre quienes alertan sobre las probables causas ambientales que subyacen a estas pandemias. Hay tres factores señalados por este investigador:2 la destrucción de las áreas forestales silvestres, la agricultura de subsistencia y los mercados de animales. Dicho sea de paso, el escamoso pangolín es una de las especies más traficadas del mundo.
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También hay un vector animal detrás de otra epidemia silenciada tras el pánico global del coronavirus. América Latina experimenta el peor brote de dengue de su historia (1.500 muertes en 2019), aunque ya no interese demasiado después de la llegada del virus de la corona a las luces de la gran ciudad. La tala de los bosques y la creciente urbanización no sólo favorecen la densidad de mosquitos de toda calaña, sino también la huida a las periferias de acorralados roedores propagadores de otras enfermedades emergentes, como el hantavirus o la leptospirosis.
En ambos casos, las poblaciones más pobres son las más expuestas, porque viven en zonas inundables, con dificultades en el acceso al agua potable o en condiciones de altísima vulnerabilidad, pero los rostros de esas epidemias no colonizan los informativos y es difícil que muevan algún decimal en la bolsa de valores. Los “mercados” siempre invocados con asepsia en las reseñas de las páginas económicas no son otra cosa que otros seres humanos que monopolizan capitales y datos privilegiados con el fin de optimizar sus ganancias. Son los primeros en lavarse las manos cuando todo empieza a caer, obligando a los Estados a intervenir con dineros públicos.
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Las ruinas de los lazaretos son mudos testigos de antiguas cuarentenas: las enfermedades infectocontagiosas tienen una capacidad inigualable para generar shocks. Este detalle se potencia si, además, la diseminación es ultraveloz y si, más allá de su letalidad, el agente es capaz de hacer caer a un sistema de salud en un tris. Las gentes con tapabocas, las hordas de acaparadores y el desbordado personal de sanidad envuelto en plástico nos remiten a las peores películas del cine catástrofe o a las buenas novelas de ciencia ficción. Sin embargo, la contaminación ambiental viene matando, con menos estridencia, a millones de personas por año en el mundo, y el agravamiento del calentamiento global está siendo documentado en cientos de trabajos científicos.
No es la idea sumar más escenas paranoides a la película apocalíptica, sino darle mayor visibilidad a un deterioro sistémico. Ya se ha documentado por demás que la temperatura media de la superficie terrestre aumentó 1 grado por encima de los registros de la era preindustrial, y que si no se reducen las emisiones de gases con efecto invernadero, se sobrepasará con luz la barrera de los 2 grados adicionales a fines de este siglo. Pero, en febrero último, no hubo demasiado escozor cuando se registró en la Base Esperanza la temperatura más alta jamás medida en la Antártida: 18,3 grados.
Algunos meses antes, en setiembre, el Washington Post incluía a la costa uruguaya entre las zonas más calientes del planeta, luego de enviar a un equipo periodístico a Rocha. Acá algunos investigadores de la Facultad de Ciencias ya lo sabían y documentan la mortandad de especies pesqueras desde 2012. Pero en Uruguay, en el día de la publicación, la prensa titulaba con un viaje a España de Daniel Martínez “en medio de la campaña” o con las estadísticas del desempleo “real” según Ernesto Talvi. Quizás cuando el nivel del mar elimine buena parte de las playas, o cuando los eventos climáticos catastróficos golpeen al turismo internacional con una contundencia similar a la del agente infeccioso, se subirá un escalón en la conciencia. O mejor: en la militancia.
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Hay algunas coincidencias cuando se mira el tablero global. Varios de los líderes personalistas que han minimizado la crisis del coronavirus suelen ser también negacionistas del cambio climático, a pesar de que una serie de científicos sugieren que ya hemos ingresado en la “era del antropoceno”. Esa es la denominación que propone el premio nobel de química Paul Crutzen al constatar la magnitud del impacto humano sobre los procesos globales del planeta desde la primera revolución industrial.
De todos modos, la valoración no es la misma. Mirar a los ojos a esta pandemia significa, sí, desacelerar la economía, pero quizás sólo por el período determinado por la biología del coronavirus. En cambio, reducir las emisiones de dióxido de carbono implica darle un golpe de gracia a la matriz basada en los combustibles fósiles y a los enormes intereses que dependen de su vigencia. El cinismo de los actuales mandatarios de Estados Unidos, Brasil, Australia o Arabia Saudita, o la ambigüedad de los de Reino Unido, Rusia o México, enmascara una defensa frente al declive progresivo de la primacía del petróleo y el gas en la economía. Un abordaje profundo y decidido del cambio climático obligaría a una modificación radical del actual modo de producción capitalista. En el caso de Oriente Medio, la transición energética amenaza el corazón de modelos económicos y gobiernos autócratas sostenidos casi exclusivamente con la renta de los hidrocarburos. Aceptar la realidad supone repensarse y ceder poder.
Paradójicamente, uno de los efectos de la conmoción del covid-19 que ya se describen es una reducción temporal de las emisiones de gases con efecto invernadero, como consecuencia de la recesión. Esta crisis permitirá ver en acción variadas teorías económicas, sociológicas y políticas: desde el decrecimiento hasta el biopoder o el control social. Pero hasta ahora lo que rompe los ojos es cómo un microorganismo que se sirvió de los circuitos de la globalización obligó al planeta a un reequilibrio forzoso, y nos enrostró, con toda su virulencia, las interdependencias tantas veces denostadas por los fundamentalistas de la nación y del mercado.
1. “The proximal origin of Sars-CoV-2” fue publicado el 17 de marzo de 2020, en Nature, por Kristian G Andersen, Andrew Rambaut y Robert Garry.
2. Publicado originalmente en The Conversation, puede leerse una traducción al español en Bbc Mundo, 11-III-20.