La emergencia sanitaria se ha declarado en momentos en que Irak atraviesa una de sus crisis más graves desde la ocupación estadounidense de 2003. En aquel entonces, se destruyó a conciencia el Estado iraquí con el pretexto de “desbaazizarlo” (en referencia al partido Baaz, de Saddam Hussein), de acuerdo con la voluntad del procónsul de la época, Paul Bremer, quien hizo adoptar una Constitución en la que las instituciones y los ciudadanos no están unidos al Estado más que por su afiliación religiosa. La ocupación estadounidense provocó una guerra civil de varios años y consagró en el poder a una elite que se ha dedicado a malversar miles de millones de dólares.1
A su vez, el período posterior a la guerra contra el llamado Estado Islámico (2014-2017) ha estado marcado por tensiones dentro de la población chií del país, sobre todo a partir de la fase preelectoral de mayo de 2018. Por un lado, están las Fuerzas de Movilización Popular (Fmp), una coalición de varias facciones armadas, algunas nacidas bajo la ocupación estadounidense, otras creadas para combatir al Estado Islámico, que estiman que su representación política está por debajo de sus sacrificios en la lucha contra el Daesh. Por otro, Moqtada Sadr, hijo del ayatola Mohammad Sadeq al Sadr, ejecutado en 1999 por Saddam Hussein. Su linaje y su oposición a la ocupación estadounidense le han valido una gran popularidad, en especial en zonas pobres del país, como en el suburbio Ciudad Sadr, ubicado al noreste de Bagdad, y en ciertas ciudades del sur.
ENFRENTAMIENTOS Y PROTESTAS. Las elecciones legislativas de mayo de 2018 consagraron a Saairun, la coalición liderada por Moqtada Sadr y el Partido Comunista Iraquí, como la principal ganadora del escrutinio. Pero eso fue sin contar con los juegos de alianzas poselectorales, que se realizan sobre la base de una distribución de los dividendos en el seno del Estado. Después de meses de negociaciones para la designación de un nuevo primer ministro, y de un verano en el que el sur del país se rebeló contra el desempleo, la pobreza y la falta de infraestructuras, un nuevo gobierno vio la luz en octubre de 2018.
No obstante, la calma fue de corta duración. Ante la incapacidad del nuevo gabinete dirigido por Adel Abdel Mahdi para iniciar reformas reales, las manifestaciones se reanudaron en el verano de 2019 y se extendieron por el sur del país antes de llegar a Bagdad. La represión fue feroz: más de seiscientos muertos. Abdel Mahdi se vio obligado a renunciar, mientras que Saairun, que hacía parte de la coalición de gobierno, se sumó a las manifestaciones y ciertas facciones de las Fmp fueron acusadas de participar en la represión. Irak parecía estar al borde de un nuevo enfrentamiento interchiíta, mientras los candidatos para llenar la vacante de primer ministro se sucedían y fracasaban en formar gobierno. En vísperas de la pandemia, esta situación ha llevado al Estado iraquí a una parálisis casi total.
Al mismo tiempo, la Casa Blanca ha adoptado una estrategia más agresiva en Irak, en un contexto regional cada vez más tenso entre Estados Unidos e Irán, y con repetidos ataques de Washington y Tel Aviv contra las posiciones de las Fmp. El punto de no retorno se alcanzó el pasado 3 de enero, cuando una nueva incursión estadounidense mató a Gassem Soleimani, comandante de la Fuerza Al Quds (Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica), y a Abu Mahdi al Mohandis, comandante militar de las Fmp percibido por los iraquíes como el “héroe de la victoria contra Daesh”.
El asesinato de Abu Mahdi fue considerado un grave atentado a la soberanía del país por la totalidad del espectro político iraquí. En consecuencia, el Parlamento aprobó el 5 de enero una resolución en la que llamó a poner fin a la presencia de tropas extranjeras en el territorio nacional, y miles de personas salieron a las calles para denunciar el asesinato de Soleimani y Al Mohandis. Moqtada Sadr pidió a sus seguidores que se retiraran de las protestas antigubernamentales y se unieran a los funerales, exigiendo a su vez la retirada de las tropas estadounidenses de Irak.
“Si realmente nos piden que nos vayamos, y si no lo hacemos de una manera muy amistosa, les impondremos sanciones como nunca antes habían visto”, dijo como respuesta Donald Trump. A mediados de enero, Washington llegó incluso a amenazar a Irak con restringir el acceso a sus reservas de divisas. Divisas que se mantienen atesoradas en Nueva York, símbolo último de la subordinación de Bagdad.
Es en este contexto que se declaró la epidemia de coronavirus a fines de febrero. Para enfrentarla, el ministro de Salud ha solicitado 5 millones de dólares de forma urgente y 150 millones adicionales para la compra de test y de equipos médicos. Sin embargo, el gobierno no pudo aún responderle: el nuevo presupuesto no ha sido votado por el Parlamento. Las medidas de confinamiento han agravado la crisis económica en este país de 40 millones de habitantes, mientras la crisis de los precios internacionales del crudo amenaza con destrozar sus exportaciones, que dependen en más del 85 por ciento del petróleo.
EL CORONAVIRUS Y SUS CONSECUENCIAS SOCIALES. El gobierno renunciante adoptó, el 6 de marzo, el cierre total de los espacios públicos (centros comerciales, cines, cafeterías, restaurantes, piscinas), así como de las escuelas y universidades. Los ministerios redujeron su actividad a la mitad, con la excepción de los servicios de seguridad y de sanidad. Luego, el 16 de marzo, el gobierno instauró en Bagdad un toque de queda total y permanente. Los vuelos a Irak fueron suspendidos el 17 de marzo, al igual que los desplazamientos entre gobernaciones.
Si bien el número oficial de pacientes con covid-19 es ahora de 2.500, la agencia Reuters ha afirmado, con base en fuentes médicas, que habría entre dos y seis veces más casos. Es cierto que el cumplimiento de las medidas de confinamiento decretadas llegó tarde: las autoridades hicieron poco para evitar que miles de peregrinos participaran en Bagdad de la conmemoración de la muerte del imán Musa Al-Kadhim, el 21 de marzo. Las fuerzas de seguridad están intentando mal que bien imponer el confinamiento ahora que todos los lugares sagrados han sido cerrados, y las autoridades religiosas piden a los ciudadanos que lo respeten.
El Estado cuenta con estas medidas para controlar la epidemia, consciente de que, de otra manera, la infraestructura del país no aguantaría: el sector de la salud representa apenas el 2,5 por ciento del gasto presupuestario. Las numerosas guerras que ha sufrido el país han puesto fin a uno de los sistemas de salud que se contaba entre los más desarrollados de la región en la década de 1990. Según un informe de la Unicef, el 97 por ciento de la población urbana y el 71 por ciento de la población rural tenían acceso a la atención médica en 1990, gracias a la gratuidad del servicio y a una considerable red de profesionales. De acuerdo a la Onu, cerca de 20 mil médicos iraquíes han abandonado el país desde la invasión estadounidense de 2003.
Segundo mayor exportador de petróleo del mundo, el Estado no tiene, en la actualidad, la capacidad de generalizar los test de diagnóstico del covid. En Mosul, la segunda urbe más grande del país, nueve hospitales, de los 13 que había, fueron destruidos durante la guerra contra Daesh, mientras una gran parte de la ciudad no tiene acceso al agua ni a infraestructuras básicas. Según Médecin Sans Frontières, sólo hay 1.000 camas para 1,8 millones de personas, mientras el 70 por ciento de la infraestructura médica ha sido destruida. En Ciudad Sadr, no hay más de cuatro hospitales para 3,5 millones de personas y una escasez crónica de personal de salud.
Si la crisis económica del país había empujado a miles de manifestantes a las calles el 25 de octubre de 2019, la crisis sanitaria viene a agravar las precarias condiciones de vida de la población. Según las Naciones Unidas, 4 millones de iraquíes sobreviven gracias a la ayuda internacional que, debido a la crisis mundial del covid, podría disminuir drásticamente. Hay todavía 1,4 millones de personas desplazadas, 200 mil de ellas en campamentos de refugiados. Mientras el Estado planea reducir los salarios de los funcionarios públicos (30 por ciento de la población activa), una gran parte de la población ha perdido sus fuentes de ingresos debido a las medidas de confinamiento en un país donde dos tercios de la población activa trabaja en el sector informal. “Aquí, hay dos opciones”, resumió a comienzos de abril un médico iraquí al matutino libanés L’Orient-Le Jour. “O sales, contraes el coronavirus y, potencialmente, te mantienes con vida; o te quedas en casa y mueres de hambre o desnutrición.”
1. Los escándalos de corrupción han recibido una amplia cobertura mediática desde los casos relacionados con el programa Petróleo por Alimentos. Véase “Pétrole contre nourriture, un scandale mondial”, Le Monde, 5-VIII-11. Véanse también los escándalos bajo el gobierno de Nouri al Maliki: “Par sa politique, Nouri al-Maliki a contribué à favoriser la montée de l’EI en Irak”, France 24, 17-VIII-15.
(Publicado originalmente en Contretemps como “Le Moyen-Orient à l’épreuve de la pandémie”. Brecha publica fragmentos de este artículo mediante una licencia de Creative Commons. Traducción y titulación de Brecha.)