Irrupcionario - Semanario Brecha

Irrupcionario

Un Sí de la práctica escandalosa frente a un No de la ley.

Deleuziana: Una buena provocación, una pedrada certera en el vidrio terso de lo domesticable, habla siempre de un desborde, algo que excede o destaca por su demasía, y refiere a una economía de poderes, de límites, de fijaciones de territorio. La provocación es siempre situacional. Es un desajuste en las transacciones con lo disciplinario, lo cual es, a su vez, histórico, cultural y social. Una provocación tiene sentido allí donde el poder actúa como prohibición, develando una cultura sobrecodificada, estamental. Un Sí de la práctica escandalosa frente a un No de la ley.

Errancias: Paul Bowles, en su novela El cielo protector, de 1949, sugiere una diferencia sustantiva entre el viajero y el turista. Este último recorrería el mundo como un coleccionista de sensaciones, siempre consciente de que un día cercano regresará a casa y podrá abrir el álbum de fotos ante los amigos. Por el contrario, el viajero sería aquel que no teme perderse y que jamás, en sentido estricto, regresa al hogar que lo vio partir porque después de viajar nunca se puede volver a ser el mismo. Mientras el turista camina provisto de mapas y guías que condicionan su mirada de lo extraño, asegurando en buena medida preservar su identidad para volver al punto de partida cargado de souvenirs, el viajero anula toda cartografía hasta perderse en la hondura de todos los paisajes. Desde otra perspectiva, el turista representaría el movimiento de una ontología que es retorno permanente a la patria de lo mismo e invisibilización de la alteridad. Solamente el viajero daría cuenta de un encuentro con lo completamente “otro” en que el poder del sujeto se disuelve. Esa experiencia de trascendencia supondría el fin de la violencia de lo mismo y el inicio de una nueva historia. El viajero y el turista también son dos opciones de existencia.

Literatura y proyecto de nación: En todo siglo siempre se emprende alguna polémica con respecto a la construcción de un gran relato y sus distintas relaciones con la amplitud de esferas que componen la praxis humana. Un ejemplo de esto se puede encontrar en el vínculo político-estético que se dio en el Uruguay en los albores del siglo XX, cuando un número de escritores locales (José Enrique Rodó, Javier de Viana, Emilio Frugoni, Alberto Zum Felde, entre otros) pretendieron desarrollar una literatura que se correspondiera con un proyecto de nación, dándole a éste una funcionalidad pedagógica e ideológica intensa. Dicho esto, la polémica que pretendo instalar en estos inicios del siglo XXI trae a colación un viejo postulado que fue central para los pensadores y políticos de la modernidad: ¿puede considerarse civilizado un país que tiene como escritora a alguien como Mercedes Vigil?

Parusía: León Luria, o Rabi Isaac Luria Ashkenazi (1534- 1572), fue quizá el más grande pensador que dio el misticismo judío renacentista. Cuentan que un día le preguntaron los alumnos:

—¿Por qué el mesías no viene? ¿Cuándo realmente va a llegar?

—Si quieren, ahora mismo. Todo lo que tienen que hacer es quererlo ya, que él va a venir en este momento.

—¿Y en qué consiste querer? –se atrevió un discípulo.

—Querer es querer una sola cosa. Adhe-
rir totalmente a su advenimiento. Olvidarte de tu casa, de tu esposa, de tus hijos, de todo lo que has hecho en la vida hasta ahora, de ti mismo y de tus conquistas como estudiante, maestro o persona. Quererlo a él, no a ti mismo o a lo que te representa. ¿Están dispuestos?

Y hubo un gran silencio. Y no vino el mesías.

Poesía: La poesía siempre está más próxima de los hombres y mujeres de carne y hueso, de esos cuerpos desgarrados, en guerra consigo mismos y con los otros, que no pueden comunicarse con éxito (“por suerte”, creo que decía Rimbaud, “porque si no, se matarían entre ellos”). No puede, aunque quiera –y la mayoría de los poetas, hay que decirlo, quieren– establecer contratos, consensos, entendimientos, con el mundo. La poesía se ocupa de los agujeros, no del sentido. Por supuesto: existe la institución de la poesía, y existe, perfectamente codificada, la palabra poética (hay quien dicta cátedra sobre esas cosas, como sobre la “ciencia” política). Pero una poesía se define por su ajenidad a esas certezas casi edilicias. Por supuesto: existen aquellos a quienes su poesía los lleva a la política, y aquellos a quienes su política los lleva a escribir poesía. Pero un poeta se define por su ajenidad a esas certidumbres motivacionales. Por su ajenidad, no su exclusión: no se trata de estar en otra parte, ni mirando para otro lado. Se trata del irremediable malestar en cualquier parte que produce esa alteridad sin puentes. La práctica de la poesía –su escritura como su lectura– no transforma a nadie en un mejor ciudadano, ni siquiera en una mejor persona. Más bien al contrario: hace dudar sobre la pertinencia de aspirar a esas virtudes, frecuentemente incompatibles con aquella práctica, en tanto ésta suponga una consecuencia en el propio deseo.

Semántica: La sacrosanta susceptibilidad del progre fue ocupando el lugar de la beatería religiosa. No se puede decir “puto” sin sentir que damos punta al estigma. No se puede decir “judío” sin sentir que se está cometiendo un agravio. No se puede decir “cantegril”, “favela” o “villa miseria” a lo que es cantegril, favela o villa miseria. Nuevas formas de la inquisición lingüística. Yo qué sé. Jamás me enojaría con quienes quisieran llamarme “negro”, “indio” o “gitano” –esa triple herencia étnica que llevo con orgullo y en cada centímetro de mi cara. Aunque lo hagan con intención torcida. Se me podría aducir que son palabras cargadas de décadas o siglos de oprobio, segregación y muerte. Y es que ahí está la cuestión: en cómo asumimos el historial semántico de cada uno de estos términos. 1: Lo hacemos echándole lavandina a la memoria colectiva y, de paso, a esa supuesta mancha que existe en ser puto llamándolo “homosexual”, al negro, “afrodescendiente”, al indio, “pueblo originario”, al cantegril, la favela o la villa miseria, “asentamientos comunitarios”; o 2: Retomamos la costumbre de llamar las cosas por su nombre para que se pueda trascender el rol de “humillados y ofendidos” que nos endilgó la mala conciencia burguesa de los académicos de turno. La sacrosanta susceptibilidad del progre no es más que una disfuncionalidad: la de asumir una visión estática y aséptica de las relaciones sociales en vez de asumir el espesor histórico que las sostiene y envuelve. O, de un modo más simple, la de transformar la realidad entera en un tabú.

Sic transit: El domingo fui a Tristán Narvaja. Entre damajuanas gigantescas usadas por los barcos pesqueros y discos de vinilo con los últimos éxitos de 1971, entre máquinas de coser Singer y artesanías hechas con huesos de animales, entre libros de Zorrilla de San Martín y bidones de plástico, descubro un puesto –casi minúsculo– que coloca su mercadería en el suelo. Me acerco a mirar qué era. Se trataba de un conjunto de diplomas de formación profesional y reconocimiento en instituciones de prestigio que daban cuenta de la denodada filantropía de un tal Malaquías Souza, un odontólogo uruguayo que se recibió en 1935. También había algunas fotos en blanco y negro en las que su rostro, señorial y aristocrático, irradiaba el aura del éxito y el reconocimiento más unánime. Me asaltó un no sé qué quevediano: tanta gloria y laurel para terminar en una feria, rodeado de baratijas, por la módica suma de doscientos pesos.

Vacío: El deseo nos mueve hacia la pretensión de su satisfacción absoluta. Y es ese deseo –incumplible– de estar colmados lo que nos pone ante el borde del abismo, de la experiencia de estar vacíos. Pero no debemos olvidar que sin un espacio vacío el movimiento sería imposible.

 

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